Lo bueno de estar solo en un boliche es que luego del primer trago, ya no deseas estar contigo y uno siente al inquietante movimiento de las sillas, de los vasos y de la música que está únicamente para cubrir las conversaciones privadas. Por algo que –seguro- tiene el alcohol, los oídos se abren y los ojos reconocen más fácilmente. Del otro lado, ella hablaba, hablaba, hablaba y él, no hacía otra cosa que mirarla, mirarla, mirarla. Que aburrido, pensé, pero a pesar de esa escena monótona, algo me forzaba a observar a ese par de señores que probablemente estaban cerca de cumplir 50 años. Ella no tenía tiempo ni para hacer caer las cenizas del cigarrillo y él empañaba la copa de vino con su sudorosa mano De pronto, cuando ella impulsaba al respiro, él la interrumpió diciendo -Por favor discúlpeme, comprenderé si después de lo que le diga, usted ya no me quiera hablar, es más, le apoyaré si me empuja del pretil de la acera, fingiré que fue un ac...