A diferencia de los espejos, el teatro nos ayuda, no empuja, incluso, nos obliga a vernos de verdad. Con demasía cumplió ese objetivo la obra de Diego Aramburo que se presentó ayer en Teatro 3 de Febrero, en el marco del Festival Internacional de la Cultura. Muy jodida la obra porque desde un principio nos introduce en espacios de permanente confrontación con nosotros mismos, al punto de llegar a odiarnos. Odiar al amor como fetiche, a la mujer como cosa y estereotipo de sufrimiento. No acostumbro admirar a las personas y menos a los artistas, pero anoche sentí una profunda admiración que incursionó en la envidia por esas imillas y esos changos que gritaban tan fuerte y tan seguido que se atragantaban las palabras, mas no importó porque el grito rompió el libreto, ellas y ellos parecían salir del escenario y estar en la plaza 25 de Mayo para gritar frente al frontis de la gualala, “Pendejos hijos de puta…”. La sobriedad en una sociedad mentirosa, ya no cabe, “La ...