Mientras los invitados empujaban el portón, circulaba en mí tu apoteósica sonrisa y la espesura de tu cinismo que muchas veces terminó en arrogancia y que provocó, más de una vez, al silencio. Sabía que después de esa noche las excusas dejarían de corromper a los fantasmas, por eso decidí esperarte junto a las geranios, las velas, el perfume y el fisgoneo. El brillo de las corbatas y la lencería confundieron al sermón y al arrepentimiento. El pantalón gris de tu tío extravió su línea vertical de tanto arrodillarse y tu sobrina perdió la cuenta de los mosaicos que bordean la cúpula. Hasta que llegaron las bendiciones, los arroces y las mixturas. Se cerró el portón y Velardo dio diez vueltas a la puerta de acero con la cadena dorada. Pregunté por ti a tus primos, a tu madre, a los curiosos y a los perros que merodeaban el lugar, todos dijeron que te fuiste con el buqué y el rosario. ¿Por dónde entraste? ¿No te diste cuen...