Mientras los invitados empujaban el portón, circulaba en mí tu
apoteósica sonrisa y la espesura de tu cinismo que muchas veces terminó
en arrogancia y que provocó, más de una
vez, al silencio.
Sabía que después de esa noche las excusas dejarían de corromper a los
fantasmas, por eso decidí esperarte junto a las geranios, las velas, el perfume
y el fisgoneo.
El brillo de las corbatas y la lencería confundieron al sermón
y al arrepentimiento. El pantalón gris de tu tío extravió su línea vertical de tanto arrodillarse
y tu sobrina perdió la cuenta de los mosaicos que bordean la cúpula.
Hasta que llegaron las bendiciones, los arroces y las
mixturas. Se cerró el portón y Velardo dio diez vueltas a la puerta de
acero con la cadena dorada.
Pregunté por ti a tus primos, a tu madre, a los curiosos y a los
perros que merodeaban el lugar, todos dijeron que te fuiste con el buqué
y el rosario.
¿Por dónde entraste? ¿No te diste cuenta que hasta las ventanas se
abrieron por ti? ¿En qué momento confinaste a la respiración?
Qué raro, dije, en ningún momento la vi...
¿Quién soy yo para esperarte de ese modo e imaginar tu
ausencia?
¿Quién soy yo para no verte esta noche?
¿Quién soy yo para jactarme de tu nombre?
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