Los lunes, doña Andrea, no compraba pan ni barría la acera de su casa. Las cortinas permanecían cerradas hasta medio día, justo cuando su esposo, don Felipe, se escurría entre el delgado espacio que dejó la puerta de calle. Llevaba una bolsa descolorida con líneas horizontales, apretaba el paso al doblar la calle La Paz y con la mirada en el piso evitaba saludar a los vecinos. Retornaba después de media hora, la bolsa guardaba dos ollas y una jarra de plástico con refresco. En esa casa vivían seis familias, con ellas, muchos perros y gatos de diferentes colores y humores. -Te acuerdas, dejaste abierta la puerta esa mañana, desde entonces es difícil calentar esta habitación. –Exclamaba doña Andrea- sin mirarlo a los ojos, entre tanto soplaba las diminutas cenizas que guardaba la cajita de lata oxidada con dragones y gueisas. Doña Andrea y Don Felipe eran muy queridos en la calle Omiste. Después de almorzar el sol se posaba en su balcón donde ella ordenaba un pa...