Los lunes, doña Andrea, no compraba pan ni barría la acera de su casa. Las cortinas permanecían cerradas hasta medio día, justo cuando su esposo, don Felipe, se escurría entre el delgado espacio que dejó la puerta de calle. Llevaba una bolsa descolorida con líneas horizontales, apretaba el paso al doblar la calle La Paz y con la mirada en el piso evitaba saludar a los vecinos. Retornaba después de media hora, la bolsa guardaba dos ollas y una jarra de plástico con refresco. En esa casa vivían seis familias, con ellas, muchos perros y gatos de diferentes colores y humores.
-Te acuerdas, dejaste abierta la puerta esa mañana, desde entonces es difícil calentar esta habitación. –Exclamaba doña Andrea- sin mirarlo a los ojos, entre tanto soplaba las diminutas cenizas que guardaba la cajita de lata oxidada con dragones y gueisas.
Doña Andrea y Don Felipe eran muy queridos en la calle Omiste. Después de almorzar el sol se posaba en su balcón donde ella ordenaba un par de sillas con el espaldar remendado de hilos y telas viejas. Luego salía él con dos libros, entregaba uno a doña Andrea y empezaban a leer hasta que la noche imponía su sombra. Todos los saludaban con reverencia y gritos.
-Buenas tardes don Felipe, buenas tardes doña Andrea.
-Buenas tardes Antonio.
-Buenas tardes Carmelita
Cuántas veces pasé de puntillas para que no me reconozcan.
-¿Recién te estás recogiendo Andrés? –Solían preguntar- yo no respondía.
-No hagas renegar a tus papás… -decían al unísono- cuando pasaba de puntillas para no despertarlos.
Era común escuchar sus gritos una o dos veces por semana. Despertaban al viejo perro que dormía en la esquina a los pies de la tienda del barrio, se paraba y agitaba su enrulado pelo, luego, acomodaba su cuerpo al borde de la piedra que fungía de patilla.
-¡Viejo cochino! ¡Puto cabrón! – increpaba Andrea, al son del estruendo de platos, tazas, jarras y azucareros.
La voz desconocida de don Felipe irrumpía de inmediato
-¡Eres una floja de mierda! ¡Puta desgraciada!
El llanto de Andrea se confundía con la voz de su esposo que se quebraba junto a las tazas de porcelana.
-¡Auxilio! ¡Me está matando! –Gritaba Andrea- detrás de las ventanas con cortinas descoloridas y zurcidas a punto.
En eso, las luces de la habitación se apagaban y retornaba el silencio. En la calle, la sarta de espectadores, al ver que ya no pasaba nada, volvía a su casa o continuaba su caminar.
Mi niñez y adolescencia vieron a ese par de viejos que de un día para otro partieron. Algunos dijeron que les llegó una herencia y se fueron a vivir a España con sus hijos. Otros, afirmaron que el dueño de casa los botó porque debían muchos meses de alquiler. Lo cierto es que un domingo a las seis de la tarde estacionó al borde de calle una camioneta pickup, los cargadores bajaron colchones, catres, una mesa, un televisor Sanyo (en blanco y negro), muchas cajas, un refrigerador Consul, una cocina Boch, una radio a transistores, cuatro sillas de madera, una garrafa. Al final, salieron Andrea y Felipe, cada quien con un abrigo en el brazo e ingresaron a la cabina del pickup que, luego de calentar su motor, inició su marcha.
Nadie los despidió ni se acercó a preguntar dónde iban.
Luego de varios meses un policía de la zona contó que estaban en la cárcel por vender marihuana. Eso es imposible, -le dije- don Felipe no era capaz de semejante osadía porque temía a los policías y a cualquier riesgo que lo lleve a transgredir la ley.
-Es muy miedoso este Felipe, -acostumbraba a decir doña Andrea-
En una oportunidad, el sastre del barrio aseguró que llegaron sus hijos de España y acomodaron al par de viejos en un lujoso departamento en la zona sur de la ciudad de La Paz.
-Ojalá sea cierto, -rogaban las señoras- mientras morían de envidia por dentro.
Pasaron los años y dejó de interesar ese tema porque los vecinos no eran los mismos, algunos murieron y otros se cambiaron de calle.
Se supo que el pickup estacionó en diferentes puntos de la ciudad, primero lo hizo en una guardería donde descargaron colchones, catres, frazadas y juguetes viejos. Luego, en un asilo, ahí se quedó un fajo de ropa vieja, el televisor Sanyo, la radio, las sillas rotas y la mesa de comedor. Finalmente, se detuvo en una calle sin nombre por la plaza el Minero. Dejaron en la puerta cajas de libros, platos, tazas y cubiertos. Lo raro es que mientras estuvo el pickup nadie salió a recoger.
La camioneta continúo el viaje hasta llegar a la ciudad de El Alto. Se detuvo en el aeropuerto. Bajaron Andrea y Felipe con bolsos en un mano y en la otra el abrigo. Ella se acercó a registrar los pasajes, él la esperó sentado en una de las banquetas metálicas.
Cuando egresé de Pedagogía, inicié el voluntariado obligatorio en el asilo de ancianos San Roque, con el fin de lograr el título profesional. Me ocupaba de la terapia ocupacional y esas cosas que distraen a los viejos. Una tarde entré al pabellón de los más ancianos, aquellos que perdieron la memoria.
-Dicen que están locos.
Desde la puerta del zaguán escuché los gritos desaforados de una mujer. Intrigado me acerqué hasta una puerta abierta. Una enfermera daba lapos al trasero desnudo de un anciano. Era don Felipe, parado con el calzón en las pantorrillas y, ella, de cuclillas, limpiaba la entrepierna huesuda, pálida y decaída. Estaba más flaco, llevaba una barba blanca, algunos mechones colgaban de la frente y vestía un pijama con líneas verticales azules y blancas.
El portero del asilo me contó que lo encontraron al amanecer durmiendo en una plazuela. Desde entonces le dieron un techo y un café. Nadie recuerda si alguna vez le preguntaron qué se llamaba, qué es de su familia o cómo llegó a esa plazuela.
-Ahora ya no se le entiende nada. –Dijo el portero- al contar que, por ese motivo, los otros viejos ya no hablan con él.
Regularmente despertaba con las sábanas mojadas y, como no podía controlar las meadas ni la caca, lo llevaban muy temprano a la ducha antes de que el mal olor despierte a los desmemoriados, renegones y melancólicos residentes.
Al poco tiempo murió. La añeja tos que lo acompañó desde que nació su primer hijo complicó el pulmón y el corazón. En el velorio estuvieron las enfermeras, los administradores y los ancianos del asilo. Al entierro fueron el chófer de la funeraria y el cura que ponía los santos olios a todo aquel que moría en el lugar.
El nicho no lleva nombre ni fecha de defunción. El sacerdote obligó al panteonero dibujar una cruz y escribir “SN al que nunca abandonó Dios”.
Javier Calvo V.
Sucre, 1 de julio de 2019
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