Cada
mañana, doña Antonia, empuja el puesto de pastillas, galletas, pipocas y
cigarrillos. La fuerza de su cuerpo descansa en la mano izquierda y en las
piernas que la obligan a reclinarse como lo hacen los mineros al empujar el
carro de hierro con mineral. La otra mano está entumecida, tiene los dedos
doblados y adoloridos por la artritis.
Su
nieta mayor, que no tiene más de 12 años, la ayuda con la sombrilla y el
cochecito de la prima menor que hace poco cumplió tres años, ella, arrastra su
pequeña mochila.
A
partir de los primeros meses de 2018 su puesto estacionó en la calle Rosendo
Villa, a metros del Salón Velatorio, al frente de un supermercado, sus
propietarios indignados por la irregular competencia la obligaron a migrar a la
vuelta sobre la calle Pastor Sainz. Guardaba su quiosco móvil en el Centro de
Estudios de Posgrado de la Universidad.
-Busqué
por todas partes, solo encontré este lugar donde hay no más movimiento. –dice
doña Antonia- y se sienta en la banqueta de plástico entre tanto, su nieta
menor, me ve desde abajo.
-¿Cómo
te llamas? –le dije-
-Valeria
–interrumpe doña Antonia- y me cuenta que su hija, la mamá de la niña, trabaja
en Santa Cruz en una gasolinera y llega cuando puede.
-Ella
también está delicada. Tiene reumatismo igual que yo –comenta en tono de
resignación y luego dijo que por ese motivo su hija no le puede dar más nietas
y que el frío de Sucre le hace daño.
-Aunque
allá el calor también es terrible y le molesta. No sé qué hará.
Valeria
me sigue con sus ojos grandes como dos uvas indiscretas que se remueven y
adquieren colores distintos. Acerqué mi oreja a sus labios para intentar
escuchar lo que decía.
-Quiero
galleta –creo dijo- entonces la marqué para acercarla al puesto de pastillas y
le pedí que escoja lo que quiera.
Su
abuela recomendó que le compre unas pipocas con miel.
-Dile
gracias, dile gracias –le ordenó -
-Gracias.
–dijo Valeria- con una voz invisible, entre delgada y ronca.
Por
entonces, a las 10 de la mañana y tres de la tarde escapaba de mi trabajo para
fumar mientas charlaba con doña Antonia, luego compraba dulces, galletas y más cigarrillos.
Hace
poco trasladaron su carrito con llantas pinchadas a la calle Colón esquina Loa,
una de sus compañeras de venta le transfirió el puesto porque ella dejó de
trabajar por un tiempo.
Antonia
Miranda Marqués tiene 65 años.
Llegó con su papá de Uyuni en 1980 cuando
tenía 25 años. Atrás quedó el infinito salar con sus vientos furibundos, la
arena diminuta que desportilla los ojos y el frío bajo cero que, durante muchos
inviernos, convirtió la respiración de Antonia en fina estalactita. Su padre se
jubiló después de trabajar muchos años de ferrocarrilero. En ese tiempo, los
militares recomendaban caminar con el testamento bajo el brazo, asesinaron a
Marcelo, a Lucho Espinal y a tantos que confinaron su muerte, su nombre y los
huesos astillados.
“Llegamos con la intensión de comprar una
casa, pero no pudimos y, como hasta ahora, vivíamos en alquiler en un par de
cuartos en la calle Pando cuando el mercado campesino no existía”.
Al
año siguiente de la muerte de su padre, en 1995, comenzó a trabajar de
pastillera, ya habían nacido sus dos hijas, Lesly del Carmen Miranda y
Yancarla Miranda, quienes desde niñas
acompañaron a su madre de lunes a domingo, en lluvia, trueno, viento, calor y
frío.
-Ambas
no son reconocidas, yo me quedé sola con ellas y las hice estudiar hasta
sacarlas bachiller con las pastillas, -recuerda con orgullo- y remarca que
posteriormente se pusieron a trabajar para ayudar con las cosas de la casa.
Lesly
tiene 29 años es secretaria y trabaja en un instituto, además estudia
Imagenología, tiene una hija, Nataly Sofía Cáceres Miranda, está en primero de
secundaria en el Colegio Mujía, el año pasado fue una de las mejores alumnas de
la escuela Nicolás Ortiz. Su hija menor, Yancarla, vive en Santa Cruz y a más
de trabajar, estudia Contaduría Pública, es la mamá de Nicol Valeria Cornejo
Miranda.
-Mis
nietas son reconocidas por sus papás, pero hasta hoy no pagan pensiones. De la
menor ya ganamos la demanda, pero no le podemos encontrar a su papá -dijo con
absoluta naturalidad, podría asegurar incluso que su voz no desprendía tristeza
o rabia, más bien, el retumbar sus palabras se aceleró cuando dijo que la mamá
de Nikol cumple responsablemente con los gastos de su hija: la ropa, la leche,
la guardería y otras cosas. Junto a su hermana mayor, cancela 300 bolivianos
por los dos cuartos que alquilaron en la calle Sebastian Pagador, por la zona
de la cervecería Sureña.
“Cada
una paga 150 para el alquiler, 120 para la luz y el agua, yo –con lo que gano
aquí- colaboro con los gastos de la comida. Así estamos”, dice doña Antonia al
recordar que vivían en un casa en anticrético por 17 mil dólares, monto que lograron
ahorrar durante toda su vida, pero no contaban que el dueño de casa era un
estafador que se dio a la fuga con su dinero.
-Ahora
está en la cárcel, pero no podemos recuperar la plata, cada vez hay audiencias
y no pasa nada. –Se lamenta- con un tono que bordea la humildad y el
conformismo.
Pastillera
desde hace 24 años, conoce a la perfección los riesgos de trabajar en la calle:
la lluvia, el frío, el calor, las enfermedades que se mimetizan en el aire, los
antisociales que espían y saltan al primer descuido. A esto se suma la rutina
de empujar el quiosco y dejar en una casa vecina donde, por ahora, paga como
alquiler 60 bolivianos al mes. Está afiliada a la Federación de gremialistas
desde 1996.
-Trabajaré
hasta donde se pueda. –Dice- mientras abraza a Nikol Valeria y Nataly la
observa como queriendo añadir más palabras al relato de su abuela.
-Con
lo que gana ¿le alcanza para vivir? -Le pregunté-
atenido a la tradición periodística de preguntar obviedades.
-Sale
no más, no mucho, pero da para vivir y
tener el pan de cada día. No tendremos mucho, pero ya estamos acostumbradas.
A
no dudar que trabajar en la calle cobra factura tarde o temprano, Antonia tiene
reumatismo, artritis, hernia de disco, osteoporosis, hernia en el ombligo y
hace algún tiempo se fracturó los tobillos por lo que le pusieron platino.
“Por
eso no puedo caminar mucho ni subo gradas. Como tenemos la posta me dan
medicamentos, eso algo me cura. Ahora
estoy un poco mejor. Así no más vivo”.
Cambia
inmediatamente de tema y se enorgullece al reiterar que su nieta mayor es buena
alumna.
-Su
mamá le agarra fuerte, la controla. –Menciona- al empuñar con firmeza la mano izquierda.
-Ahora
también sus nietas son sus compañeras –le dije- con la intención de sacarle más
palabras.
-Sí,
pero les digo a mis hijas que me hubiera gusta ver a muchos nietos. -¡Ah mamá!
estás loca, -me dicen-. Ya no quieren saber de wawas. –Se ríe- entre tanto
dibuja con los dedos un círculo enorme
alrededor de ella.
-He
sido feliz, a veces infeliz, hay alegrías y tristezas… hay de todo. Así
vivimos.
En
eso, Nataly Valeria salta de la banqueta, luego de seguir con la mirada la
conversación. Se acerca al coche de pastillas, trepa en él y alcanza a las
pipocas con miel.
-Vas
a compartir con tu prima–le recomienda- y Valeria observa con detenimiento las
ranuras de la bolsa y los pequeños espacios que puedan existir.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 10 de julio
de 2019
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