Dijiste que te espere en la ciudad, que no tardarías en bajar. Entonces, apoyé mi cuerpo en un viejo poste de luz del barrio San Cristóbal y contemplé el cerro que serpentea el río Quirpinchaca, las diminutas luces amarillas que ahí solían brillar, titilaban como las estrellas. Mis ojos forcejeaban para hallar tu casa, ver cómo apurabas tus pasos haciendo el quite al lodo, a las piedras y a los perros que batían su cola al verte pasar y luego empujaban tus rodillas con la cabeza -cual toro rendido- friccionando sus chuños en tus manos. Te acuerdas, siempre llegabas cansada, te avergonzabas cuando te abrazaba, sabías que tu sudor se pegaba en mi camisa. Tu rostro afiebrado recobraba su palidez acostumbrada cuando cruzábamos el parque, luego, quedábamos boquiabiertos al ver las afrancesadas casas que nos acompañaban hasta la plaza donde, como intrusos, nos sentábamos con temor en una de las banquetas, entretanto veíamos dar vueltas a los citadinos que nos revisaban de pi...