Dijiste que te espere en la ciudad, que no tardarías en bajar. Entonces, apoyé mi cuerpo en un viejo poste de luz del barrio San Cristóbal y contemplé el cerro que serpentea el río Quirpinchaca, las diminutas luces amarillas que ahí solían brillar, titilaban como las estrellas. Mis ojos forcejeaban para hallar tu casa, ver cómo apurabas tus pasos haciendo el quite al lodo, a las piedras y a los perros que batían su cola al verte pasar y luego empujaban tus rodillas con la cabeza -cual toro rendido- friccionando sus chuños en tus manos.
Te acuerdas, siempre llegabas cansada, te avergonzabas cuando te abrazaba, sabías que tu sudor se pegaba en mi camisa. Tu rostro afiebrado recobraba su palidez acostumbrada cuando cruzábamos el parque, luego, quedábamos boquiabiertos al ver las afrancesadas casas que nos acompañaban hasta la plaza donde, como intrusos, nos sentábamos con temor en una de las banquetas, entretanto veíamos dar vueltas a los citadinos que nos revisaban de pies a cabeza en un intento fallido por reconocernos.
Cuando te conocí no había pasado ni seis meses desde que decidí quedarme en Sucre. Tú naciste aquí, pero creciste allá arriba. Cuántas veces nos sentamos en la punta de la escalinata y nos esforzábamos para escuchar el rechinar de los micros, el pitar de los autos en las esquinas, el eco de las barras en el estadio Patria. En tu cuadra, únicamente se oía el sigilo de los cuentos que nacían en las tiendas y en los rincones, mientras el viento levantaba las ramas del eucalipto y el sauce. Abajo, éramos extraños y con ese rótulo aprendimos a conocer las plazuelas, los mercados y los apellidos. Por momentos nos sentíamos acosados, perseguidos, vomitados, por eso, como gatos ariscos, preferíamos los zaguanes solitarios y las cantinas que no tienen nombre.
Hoy me dedico a guardar tus cartas. En una de ellas relatas -con notoria precisión- las veces que el amanecer te encontró despierta: Abrías la puerta para observar el fulgurar de las luces de la ciudad que, de a poco, se apagaban y la niebla se esparcía igual que tu habitual insomnio. Seguro te reías cuando escribiste -con tu particular ironía- las veces que no lograste salir de Achachicala o la Illampu porque no recocías absolutamente nada ni a nadie, siendo tu único consuelo distinguir el Illimani porque sus sombras orientaban el camino a tu casa.
No sé si aún lees mis cartas, en cada una, lamento ser un extraño en esta ciudad. A pesar de la cantidad de saludos que recibo a diario los años no lograron adoptarme ni su olor permanece en mí. Debemos admitirlo, somos forasteros: tú allá y yo aquí. Esto nos obliga a imaginar los cambios de temperatura que tiene el sudor, nos obliga también imaginar ver la luna desde las rajaduras de este techo sin luz.
Javier Calvo V.
Sucre, 29 de septiembre de 2019
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