Antes que salga el sol se sentaba frente a la ventana que da al bosque cubierto recientemente por pinos, acacias y olivos jóvenes. Que suerte tengo, decía en tono de falso orgullo, ahora vivo frente a los árboles donde antes no había más que piedras secas que ocultaban lagartijas y sedientos sapos. Sin importar la temporada, las madrugadas siempre eran frías y silenciosas, las ramas se sacudían de cuando en cuando y de apoco se escuchaba el murmullo de los pájaros de pico naranja. Las copas de los árboles cubrían las luces que llegaban de la ciudad, él levantaba el cuello en un intento de atisbar a la urbe que despertaba. Se sentaba en clara alusión a los pilotos de carrera para distinguir la tonalidad de cada árbol y dejaba que sus ojos se pierdan entre las ramas hasta internarse en la oscuridad, escudriñaba los espacios creyendo abrirse paso entre las hojas y los nidos, en eso, parecía dormir lo que para él era meditar. Los gritos, mejor dicho, los insultos de Amanda lo volvía...