Antes que salga el sol se sentaba frente a la ventana que da al bosque cubierto recientemente por pinos, acacias y olivos jóvenes. Que suerte tengo, decía en tono de falso orgullo, ahora vivo frente a los árboles donde antes no había más que piedras secas que ocultaban lagartijas y sedientos sapos.
Sin importar la temporada, las madrugadas siempre eran frías y silenciosas, las ramas se sacudían de cuando en cuando y de apoco se escuchaba el murmullo de los pájaros de pico naranja. Las copas de los árboles cubrían las luces que llegaban de la ciudad, él levantaba el cuello en un intento de atisbar a la urbe que despertaba. Se sentaba en clara alusión a los pilotos de carrera para distinguir la tonalidad de cada árbol y dejaba que sus ojos se pierdan entre las ramas hasta internarse en la oscuridad, escudriñaba los espacios creyendo abrirse paso entre las hojas y los nidos, en eso, parecía dormir lo que para él era meditar.
Los gritos, mejor dicho, los insultos de Amanda lo volvían a sí,
¡Gran putaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Mierdaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Cabroneeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeessss! ¡Gran putaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Mierdaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Cabroneeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeessss! ¡Gran putaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Mierdaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Cabroneeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeessss! ¡Gran putaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Mierdaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Cabroneeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeessss!
Cerraba la ventana. El sol ya cubría con su brillo todo el espesor del bosque, volvía a su habitación dejando a la alborotada voz en el desamparo. Sentado en el borde de la cama prendía el televisor y se quedaba viendo el azul cerúleo que simulaba cambiar de semblante hasta convertirse en turquesa.
-Tienes 10 minutos para terminar el desayuno, luego volveré para bañarte –le dijo alguien detrás de la puerta mientras la cerraba, sonó esa voz como cuando uno no quiere ser escuchado. Él seguía frente al televisor, meditaba con los ojos cerrados, sostenía con fuerza el delgado colchón dejando que las pantuflas verdes se chorrearán por el piso mojado de cerámica avejentada.
Ese cuarto no tenía ventanas, solo una pequeña claraboya por donde se filtraba la lluvia, el olor de la cocina y la pestilencia de la belladona, por ahí también entraba la voz de Amanda
-¡Sal cabrooooooooooooooónnnnn! -¡Sal cabrooooooooooooooónnnnn! -¡Sal cabrooooooooooooooónnnnn! -¡Sal cabrooooooooooooooónnnnn! -¡Sal cabrooooooooooooooónnnnn!
Una tarde, luego de apagar el televisor y botar los panes por la claraboya, le dijeron tras la puerta que debía bajar a la sala de visitas. Recorrió el pasillo rodeado de anchas paredes con un techo altísimo. Muchas veces se paraba y observaba los tenues focos que nunca mueren, entonces pensó lo difícil que debe ser limpiarlos, si es que alguien los limpia:
-¿Cómo cambiarán los focos? -se preguntaba también, en tanto se nublaba su vista en el techo incoloro.
-Esta es tu hija, -le dijo un señor con semblante de abogado, la fotografía era de una mujer de aproximadamente 38 años.
-No la conozco –respondió-. Mi hija se perdió en el mercado cuando yo compraba naranjas. Ella tenía ocho años, nunca más la vi. Dicen que se fue con Amanda, con el gato y mis dos perros.
-Báñalo, lo vistes con el traje negro que dejó su familia y lo llevas al entierro. Procura no responder sus preguntas.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 24 de septiembre de 2021
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