Para mis hermanos autistas...
Intenta salir el sol en esta
tarde lluviosa.
Recordar ha sido una afición, una
disciplina, una profesión, un delirio jocoso. Guardo historias prohibidas, mutiladas,
desmemoriadas.
Siempre tuve fijación por los fragmentos
que parecen esconderse en el lienzo de una pintura, en el relato histórico, en
las imágenes que están fuera del cuadro fotográfico, en los versos que sobran
en un poema, en el chirriar de las puertas y ventanas, en las comisuras
desprendidas de los rostros, de las manos, de los pies. Cuando converso con
alguien, detengo la mirada en sus labios gruesos y áridos, observo sus dedos
chuecos, descifro el tono de su voz, el color de los gestos y la espesura del
aliento. Prefiero sentarme en el pretil de la acera para observar la línea
delgada que separa de la vía.
Los árboles son como el universo,
es fácil descubrir en ellos guaridas, bichos que pasean, hojas que no terminan
de morir, flores eternas, pájaros presumidos y ramas que parecen abrazar. Me
detengo a observar los árboles en día de lluvia, las gotas se arrastran entre
las hojas y asumen un brillo incoloro; en aquel momento, ya nada importa, ni
las grandes calamidades que me asechan ni las mejores oportunidades prometidas,
…nada importa.
En la escuela el profesor solía
pregunta sobre el nombre de objetos como un libro, un cuaderno, una botella,
mis compañeros respondían con gritos al
unísono, yo no estaba seguro de qué se trataba porque mis ojos están
prendidos en alguna figura, como el tamaño de las letras, el borde del
cuaderno, el color del libro o una minúscula porción de la fotografía que
ilustraba. Tiempo después acepté lo difícil que me resulta entender el todo, como los paisajes, las
calles, el cuerpo, la vida misma; antes, prefiero quedarme con las pinceladas para luego tratar de entender la generalidad. La
literalidad del mundo que, a primera vista se me presenta, la veo desenfocada,
las metáforas que construyo no son las mismas que circulan por la ciudad.
Pasé muchas horas observando los
recovecos de las cosas: una cajita abandonada, un lapicero sin tinta, un papel
arrugado, un agujero en la pared, el ojo del pescado desde donde creía ver el
ancho río y su transparencia. Me costaba
leer los cuentos para niños porque me distraía en los dibujos de árboles, en la
manzana que rodaba por el angosto camino o en la pequeña silla abandonada
detrás de un patio. En el jardín, mientras regaba las plantas de mi padre, mis
ojos seguían a las sombras escondidas entre las ramas y las flores hasta
encontrar hormigas cachazudas, gusanos zigzagueantes, espinas del rosal y misteriosos hongos.
Las fiestas y reuniones sociales
aún representan un reto, un desafío al que no siempre soy capaz de enfrentar. Cualquier
oportunidad para escapar de esos encuentros la aprovecho al instante; sin
embargo, en la niñez había que asistir de manera forzada a las fiestas
infantiles, a los campeonatos deportivos y a las reuniones familiares… esos
fueron momentos tortuosos, tiempos de agonía; en la adolescencia, la juventud y
la etapa adulta, la presión ya no proviene de los padres, sino de la sociedad,
entonces comienza el tiempo de las máscaras y las actitudes imitativas para
aparentar ser “normal”; al final, cuando las luces se apagan termino agotado,
no por bailar o hablar demasiado, más bien por la presión que ejerce la
muchedumbre, el bullicio, el caos, el desorden, el sentirse acosado por las
conversaciones innecesarias; volver con prisa, sin ver atrás ni a los costados,
cerrar los oídos y los ojos, abrir el departamento, besar al gato, salir con los
perros a dar una vuelta por el barrio y al llegar prender un cigarrillo,
escuchar música y leer, leer un cuento o una novela , mejor si es de Han
Kang. Vacío la presión, respiro, respiro
y dejo que escape el agua turbia y el río que envuelve mis ojos recupere su nitidez.
Esa analogía la aprendí de Buda, siempre está presente en mí, como un viejo y
cálido camino.
No es suficiente decir que
aborrezco el ruido, las reuniones sociales y la improvisación, que detesto las
sorpresas y los cumpleaños felices, porque solo son actitudes defensivas que me
llevan a vivir en apronte y me agotan, lo que importa en realidad es la luz con
la que veo el mundo, enfocada en temas únicos, en prioridades que me ayudan a
solucionar los problemas de forma práctica y simple: al problema la solución,
suelo decir, donde son inútiles los abrazos, las promesas y las caricias.
Con todo, ser autista no es tarea
sencilla en este mundo hecho por neurotipicos, no hay espacio para la
divergencia, los patrones de comportamiento están hechos a la medida de un
mundo estandarizado, pero no es tiempo de quebrando ni malos humores, es tiempo
para resignificar nuestra identidad, nuestra condición con la que construimos
caminos. No ha sido fácil llegar hasta aquí, ni será para los que están más
atrás, porque la sociedad no da espacios a los que entendemos la vida de
distinta manera.
Hace muchos, muchos años que no
veo la nieve caer, la veía cuando vivía en Potosí. Sentado en la puerta de la
cocina observaba cómo caían copos de distinta dimensión, a diferencia de las
gotas de lluvia, ellos son distinguibles con facilidad y hasta parece que despiden fragancias misteriosas. El silencio es su principal armazón que cubre su aparente
fragilidad, se deja llevar por la brisa gélida y se prende en los cabellos, en
los cables que cuelgan en las calles, en las ramas, en los tejados, en las
ranuras. Llega el sol, la luz dorada incólume se posa
sobre la nieve arrinconada hasta convertirla en agua; luego, inicia el viaje donde enfrenta
sosiegos interminables y furias descontroladas hasta llegar a casa: el mar, el océano. En días de fiesta, se sube a las olas para llegar a la playa y confundirse con los granos de
arena.
Javier Calvo Vásquez
2 de abril de 2025

Comentarios