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ESTA ES UNA ALEGORÍA: RAQUEL NO QUIERE DORMIR

 




Preocupada por el insomnio de Raquel, su madre la llevó a distintos médicos y yatiris recomendados por amigos y familiares. Los psiquiatras decían que se trataba de un trastorno de ansiedad que se curaba con ansiolíticos y antidepresivos, no obstante, de persistir la enfermedad, recomendaron aplicar electroshock. Los curanderos revelaron que el espíritu de Raquel andaba extraviado, entonces, para que éste retorne, pidieron k’oar la casa. Antes de retirarse, aplicaron en la habitación sahumerios, inciensos y la hicieron beber mates de diferentes sabores y tonalidades.

Con todo, Raquel apenas concilió el sueño por una o dos horas, lo que no significó un cambio sustancial en su acostumbrada dejadez por el estudio y las ganas de comer. Su madre, cansada, más que preocupada, decidió resolver el problema con sus propias manos, entonces le dijo “Nada impedirá que sigas estudiando y cumpliendo con tus deberes, aunque muerta, seguirás yendo a la escuela”, diciendo esto, retiró de la mesita de noche la lámpara y los libros. Sacó de la habitación el televisor, la grabadora y cuanto artefacto eléctrico encontró a su paso. Cubrió las ventanas con cartones y frazadas con absoluta precisión para evitar que las luces y el ruido de la calle impidan el sueño de su hija. La madre, antes de dar tres vueltas a la chapa, la obligó a tomar el mate de acelga con hojas de naranja, al advertirle que si no quiere el electroshock tiene que cerrar los ojos y dejar de pensar.

-¡Basta Raquel, todo tiene un límite, se terminó mi paciencia! –le dijo y apagó la luz.

Con la mirada puesta en las figuras que se diseminan en el tumbado, imaginó que crecían y crecían hasta el punto de querer tragársela, el miedo la llevó a parpadear y al instante las figuras se redujeron hasta convertirse en un punto irreconocible. En eso, creó en su mente historias fantásticas que continuaban noche tras noche. Por lo general, sus personajes eran seres solitarios, extremadamente malvados que peleaban contra otros malvados, en ese mundo nadie era bueno. Unos utilizaban la violencia física hasta provocar la muerte, otros, recurrían a la violencia verbal, sus palabras eran como dagas que podían matar a un ejército con un zarpazo verbal. También estaban los que incitaban a otros a pelear, estos eran los más peligrosos porque viraban sus estrategias de bando en bando con el fin de salir ilesos en la lucha por sobrevivir.

Creó hasta cuatro historias a la vez, ninguna llevó el punto final: los lunes la historia A, el martes la historia B, el miércoles la historia C, el jueves la historia D y el viernes la historia E, los sábados se destinaban a recrear sus novelas favoritas. El domingo no quería saber nada de nada, se acostaba temprano y sin la intervención de su madre apagaba la luz, cubría su rostro con las frazadas y lloraba desconsoladamente, a veces, hasta el amanecer.

Un día se propuso escribir las historias imaginadas. Luego de desayunar se sentó frente a la máquina de escribir. Sin pausa escribió y escribió, las hojas volaban una tras otra, no quería parar, hasta que su madre gritó desde el comedor.

-¡No arruines esa máquina, no es para jugar! Cámbiate, tienes que acompañarme al mercado.

Iba a la escuela con paso soñoliento, quedándose inmóvil ante cualquier detalle que en las calles encontraba, por ese motivo siempre llegaba después de la hora de ingreso. Se sentaba en el último asiento de la clase con otra niña a la que nunca preguntó su nombre. Su mirada perpleja en la ventana provocó –más de una vez- la ira de los profesores que le lanzaban la almohadilla para que preste atención. En el recreo se quedaba apoyada en la baranda desde donde observaba a las niñas jugar en el patio. Escudriñaba los detalles más pequeños e inadvertidos, los miraba con detenimiento hasta encontrar un nombre que los identifique en el relato que, en la noche, crearía sobre la pelota desinflada, el arco oxidado y el palo de escoba abandonado.

Si bien nunca se aburría en los recreos porque andaba de fisgona por todos los rincones, escuchando confesiones irreproducibles, no logró evadir la presión de los profesores y de sus compañeras: “Raquel, intégrate al grupo”, le decía la directora, “Jugarás en mi equipo”, ordenaba la líder entre las alumnas.

Ponía todo de sí para participar en los juegos infantiles que en el recreo solían organizar sus compañeras. No se sentía cómoda en las fiestas de cumpleaños donde la obligaban a sentarse en una mesa larga llena de niños gritones, tenía que tomar el té, comer la torta y cantar el feliz cumpleaños. Luego, debía seguir a los niños para jugar en el patio, mas, como era lenta y no lograba coordinar sus piernas y los brazos, jamás terminó un juego; se retiraba al rincón menos visible, desde ahí veía las habilidades de las otras niñas. Muchos años después, me confesó que durante su infancia sentía envidia, qué no hubiera hecho –decía- por ser más ágil y perspicaz como ellas. Al final, los intentos por ser como ellas caían derrotados, sus palabras eran como zumbidos inadvertidos, como ronchas vergonzosas. Raquel no tenía nada que decir, terminaba aburrida, entonces, orientaba sus pasos por la senda que la lleve lo antes posible a su casa, miraba sus pies que trastabillaban y perdían el equilibrio. La prisa obscurecía su semblante. En esos momentos, el mundo se cubría de neblina y silenciaba. Entraba a su cuarto, encendía la grabadora y permitía que Beethoven se sobreponga a los malos momentos e inunde una extraña sensación, esa música convertía la angustia en alegría, en certeza de ser Raquel.

Tirada en la cama, respiraba, respiraba en tanto contemplaba sus dedos teñidos con tinta azul.

Le agotaban las reuniones sociales, las insistentes preguntas abrían en ella un agujero negro que quería absorberla “¿Por qué no te vistes mejor? ¿Por qué no eres como tus primas? ¿Raquel, no sabes decir otra cosa, me aburres? ¿Por qué eres una niña vieja?”.

Muchos años después, la encontré en la discoteca, estaba sentaba en la barra con un vaso de cerveza y un cigarrillo que, por segundos, se desprendía de los labios. Movía la cabeza al compás de la música mientras hablaba al barman. Después, se levantó, fue al centro de la pista y bailó de manera desenfrenada. La seguí con la mirada, nadie se acercó ni la acompañó en el baile. Al cabo de una hora de mover el cuerpo con la sonrisa resplandeciente, una chica de cabellos negros le dijo algo al oído, tomó su mano y salieron casi corriendo.

Las seguí hasta donde pude, reían a carcajadas compartiendo el cigarrillo, Raquel no dejó de mover la cabeza al ritmo de alguna canción. De repente, un auto se detuvo frente a ellas, los faroles encandilaron sus rostros y, sin más, entraron al vehículo.

A días de ese encuentro, en la madrugada tocaron la puerta de mi casa, era la madre de Raquel, preguntó por ella:

-Me dijeron que te vieron con ella en una discoteca.

Dos policías la acompañaban, quienes entraron y revisaron hasta el último rincón. No pude explicar que solo la vi en la discoteca y que después de algunas horas se subió con otra chica a un auto. “Eres el principal sospechoso, tendrás que acompañarnos. Explicarás a los fiscales dónde la llevaste y qué hiciste con ella”, dijeron los investigadores de la policía.

Estuve casi dos años en la cárcel, no me creían que sola la vi y la seguí por algunas cuadras, eso les irritó a los fiscales y a los que compartían conmigo la celda. Juro que no tenía mala intención, les repetía y ellos se reían. Desde entonces, me llamaron el raro, el mudo, el loco”. Mi madre me golpeó muchas veces mientras lloraba “Habla pues, di que no tienes nada que ver con esa chica” y yo ocultaba la cabeza con los brazos.

De un día para otro, Raquel apareció y, sin más explicación, su madre retiró la denuncia y todo volvió a fojas cero. De ocultas, una noche me sacaron de la cárcel con el permiso del alcaide y, como si estuviera huyendo, comencé a correr. “Corre, corre y no mires para atrás”, dijo algún policía, entretanto escuché cientos de risotadas.

En mi casa todos estaban enojados conmigo. Mi hermano, al verme llegar, no dijo nada, solo dejó abierta la puerta, “Dile que apague la luz y que duerma de una vez”, escuché decir a mi madre.

En la grabadora aún estaba el cassette de Pink Floyd, aumenté el volumen, su magia se hizo en mí. El dolor desapareció y ya nada importaba porque para mí, en ese instante, el mundo era banal y ordinario.

Al día siguiente fui a buscar trabajo. Siguiendo el anuncio del periódico llegué a una pequeña oficina, ¿Podrás ser guardabosque?, preguntó un señor que no levantó la vista de una revista de magazín, si, contesté, entonces es tuyo el trabajo, no hay descanso, no hay feriados ni fines de semana. De acuerdo, recalqué.

Cuando subíamos la cuesta del cerro en un destartalado jeep, se detuvo en una curva, ¿Tú eres Raquel?, preguntó el chofer, ella asintió con un leve movimiento de la cabeza y la mirada puesta en el retrovisor. Subió con cierta dificultad, llevaba un gorra naranja, una chamarra negra de cuerina y una mochila de color turquesa. En el trayecto al campamento nadie dijo nada. Se detuvo la movilidad a los pies de una senda plana que dividía dos inmensos bosques, una pequeña casa se escondía a los pies de varios árboles. El jefe, descargó una caja de enlatados, bolsas de arroz, azúcar, fideo, harina, papa, cebollas, tomates, manteca, cebollas y varios kilos de carne de vaca y pollo. Además dejó dos bidones con 10 litros de parafina cada uno. “Volveré dentro de un mes con su pago y otro tanto de comida, chao”.

La casa era muy chica, un salita con fotografías de los fundadores del parque protegido “En este bosque, la fauna y la flora están seguras”, decía un gran cartel. En un rincón, estaba una cocinilla de dos hornallas que funcionaba con parafina, sobre ella, una olla, una caldera y una sartén. En el fondo un antiguo refrigerador. Detrás de la puerta colgaba el rifle y el machete. La única habitación tenía dos camas con el velador que las dividía, ahí posaban la radio a transistores y el candelabro de bronce. Un ropero con tres cajones y dos espejos a ambos lados. El baño estaba afuera, se trataba de un pozo ciego. La energía eléctrica funcionaba por algunas gracias a un generador solar. La casa estaba rodeada de árboles de Ciprés, Álamo, Olmo y Pino, de sus ramas colgaban baldes que servían para traer agua del río, ubicado a tres kilómetros del lugar, para llegar debíamos bajar por una vía muy delgada y accidentada.

Luego de ordenar mi ropa en el viejo ropero, guardé los paquetes con 20 cajetillas de cigarrillo. Ella hizo lo mismo. Nos pusimos a fumar sentados en la patilla de la puerta, seguíamos con la mirada a las hormigas, a los cien pies y a las mariposas que descansaban en el charco. La tarde languidecía, aún estaba lejos la luna, en eso, tres perros bajaron del monte, batían la cola, jadeaban y ladraban, se acomodaron frente a nuestros pies; uno de ellos se tiró pansa al cielo, refregando la espalda en la tierra, les dimos pedazos de pan y huesos pelados que alguien abandonó en la olla. Desde entonces, los tres perros y dos gatos asustadizos –quien sabe a qué hora aparecieron- viven con nosotros.

Después de algunos días, sin saber qué hacer, le pregunté dónde estuvo los 22 meses que duró su ausencia y mi encierro. Sin verme a los ojos, contó que en el auto donde subió aquella noche bebieron singani y fumaron marihuana.

-No sé en qué momento dormí, de pronto, con el sol sobre mi rostro, desperté en el borde de un río, alrededor solo habían árboles gigantes y maleza a por doquier. Gracias al consejo de René Descartes, pude salir de ese lugar, él decía que cuando se está perdido en el bosque hay que caminar por una línea (imaginaria) recta, tarde o temprano llegaremos a algún sitio mejor que donde estábamos. Así llegué a una pequeña comunidad, de improviso saltaron a mi paso dos señores que preguntaron qué hacía ahí, yo, no tenía idea dónde estaba. Tenía el cuerpo magullado, la nariz fracturada y la ropa cubierta de sangre y lodo. Pensaron que era una fugitiva, entonces, me tomaron de los brazos y me lanzaron por el precipicio. En ese momento pensé que iba a morir. Desperté al lado de un chancho montés que lamía mi boca, escapó al sentir mi respiración. Arrastré mi cuerpo hasta ponerme de pie, avancé hasta la orilla del río, sentí que ahí podía salvar mi vida. Sobreviví gracias a los bichos y las yerbas que encontré. Una noche, me animé y salí a la carretera, me ocultaba cuando sentía que alguien se aproximaba. Caminé por varios días hasta llegar a la cumbre. El cansancio y el hambre me vencieron. Ya no quería vivir.

No sé quién me rescató, ese alguien me dejó en un hospital y se fue. Después de la curación, no pude salir por no tener documentos ni dinero con qué pagar. Pensaban que estaba loca. Una madrugada, el portero me dejó en la calle. No recuerdo cómo llegué a mi casa.

Su madre la golpeó tanto que juró por todos los dioses que la internaría en un manicomio. Raquel, encendió la grabadora y escuchó la obertura 1812 de Tchaikovscki. Para ella, todo había terminado.

Apagaron la colilla del cigarrillo en la tierra húmeda. El silencio de la noche fue matizado por el rumor de los árboles y el transitar sigiloso del río.

A principios de cada mes, el jefe llega en su destartalado jeep, deja alimentos, cigarrillos y, en un sobre, el sueldo de cada uno. Al concluir el primer año del contrato laboral, les anunció que sus superiores estaban contentos con su trabajo, así que les ampliaron el contrato de manera indefinida.

-Parece que se quedarán por muchos años por aquí, felicidades. Chau.

Arrancó el jeep rumbo a la cuesta matizada de curvas angostas y precipicios eternos de monte espeso; el humo azul que botó a su paso se dispersó con la polvareda. Desde cima aún se los podía ver: Raquel jugaba con dos gatos equilibristas y Adrián daba de comer a los perros.

Javier Calvo Vásquez

Abril, 2023

 


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