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LA TROMPETA DE FELIPE

 


Lo acusan de robar una radio National, una plancha Phillips, una máquina de escribir marca Royal modelo 1951 y un tocadiscos Pioneer de dos velocidades. Lo detienen en la puerta del colegio dos policías de civil.

La directora interrumpe violentamente la clase de música y solicita al profesor dar permiso al estudiante Cabrera para encontrarse con sus padres que lo requieren en la puerta del establecimiento. Felipe, antes de salir, guarda los cuadernos, las carpetas y libros en el compartimento del pupitre y se retira peinando -con los dedos de uñas largas- sus encrespados cabellos negros.

La maestra lo acompaña hasta la puerta de salida y, sin esperar que Felipe se despida como suele hacerlo todos los días, cierra el portón de madera con tal fuerza que el eco tosco revota como pelota de ping pong entre las paredes de ladrillo. Al pie de la acera, endereza la mirada para buscar a sus padres; en eso, una mano ancha y sudorosa agarra el brazo de Felipe y sin dar tregua ni tiempo para mirar a quien lo sostiene, otro hombre robusto de pequeña estatura aprisiona el otro brazo, entre ambos lo levantan hasta conducirlo a la parte trasera del jeep Toyota Land Crusier, modelo 1978.

Felipe está sentado frente a un teniente de la policía que llena un formulario en una destartalada máquina de escribir.

- Eres un pillo de mierda, -sentencia el policía mientras teclea- la virgencita te castigará porque robar a los padres es como robar a Dios.

Felipe no entiende a qué se refiere; no obstante, está consiente que estar al frente de un policía representa una posición de desventaja, cree que es más seguro aceptar sumisamente lo que le manden, hacerse al machito no cabe en este instante, se dijo, sabe que, de lo contrario, lo golpearán en el cuartito que está al lado de las gradas, donde el foco de luz amarilla intermitente cuelga del alto techo con cañahuecas y el dolor se hace sempiterno, tal como sucede en las películas de policías y ladrones; porque al final, lo que les interesa es encontrar al culpable y no conocer las causas del hecho.

Decide callar y firmar sobre las líneas punteadas señaladas por el teniente Morales con el dedo índice. Al acercarse al escritorio metálico, el grito ronco de un capitán lo detiene, su cuerpo trastabilla, apenas distingue al oficial que recostado está en un viejo sofá, pijchea coca y fuma un impregnante cigarrillo negro.

- ¡Lee primero!, -inquiere, mientras ve la tele en blanco y negro, absorbe el cigarrillo en un intento desesperado de terminar con la última partícula de nicotina- ¡lee porque después dirás al juez que no sabías de qué se te acusa o nos culparás por hacerte firmar a la fuerza!… ¡Lee cabroncito!

Felipe intenta leer, pone su mejor empeño, pero no es tarea sencilla porque ese montón de letras escapa de las palabras, letras que perdieron el rumbo y se hallan extraviadas por arriba y por abajo. En ese papel hay líneas infinitas de las que huyen las letras y caminan a su albedrío por sendas solitarias.

Antes que la impaciencia del teniente termine con el rostro de Felipe, finge leer el anverso y reverso de la hoja y, sin más que decir, firma el papel sábana. Deja caer el lapicero en el centro del escritorio, sus ojos se nublan y desfallece el acostumbrado brillo de su mirada.

Felipe nunca fue un tipo acostumbrado a prolongadas conversaciones; por eso no le fue difícil esconder sus palabras en el atiborrado espacio de su silencio. Durante el juicio prefirió callar.

El juez, al dar lectura a la sentencia, explica que por tratarse de un delito sin importancia donde no existen agravantes y al no contar el acusado con antecedentes delincuenciales, se lo condena a dos años de prisión, con la posibilidad de salir libre por medio de un procedimiento administrativo abreviado; empero, añade, que en cumplimiento a la solicitud de los padres del sindicado, víctimas del robo, se añade a la pena un año y once días más, de tal manera que Felipe Cabrera esté obligado a cumplir tres años y once días de prisión en la cárcel de San Roque de la ciudad de Sucre.

Concluida la audiencia, lo trasladan a una celda de tres por dos metros, ese espacio compartirá con un violador confeso, un ladrón de celulares y un deudor de pensiones familiares. El más antiguo de los tres, el ladrón de celulares, le informa que él es el jefe y propietario del lugar, a quien debe guardar obediencia absoluta; dicho esto, advierte que, desde ese instante, si no quiere que lo golpee y viole las veces que él quiera y, más bien, tener el privilegio de dormir en paz sobre unos cartones en un rincón de la celda, simplemente tiene que tender las camas, mantener limpio el lugar y cumplir con los mandados.

Felipe sigue al pie de la letra las instrucciones, esto le hace ganar cierta fama y prestigio en la población carcelaria. Los jefes más temidos, anoticiados de la calidad de servicios que presta Felipe, lo convocan para realizar labores de limpieza y envíos especiales de una celda a otra; por lo general, son cartas de amenaza, medicamentos, cocaína, marihuana, alcohol, pan y hasta poemas de amor; en recompensa, le dan cigarrillos, un manojo de coca, un par de fumadas de marihuana, tostado de aba o Coca Cola con singani. La característica que más trasciende y agrada a todos es su silencio, ya que jamás cuestiona una orden, venga de donde venga.

Gracias a estos antecedentes, el cocinero oficial de la cárcel le pide que colabore como asistente de cocina, “el trabajo es relativamente liviano” le comenta, al explicarle que su anterior asistente salió en libertad y que él cumple con el prospecto para ese puesto “como no hablas, solo te dedicarás a hacer tus deberes…”; luego de una pequeña pausa, le dice despacito al oído que no confiaba en nadie porque los otros solo entran a la cocina a robar cuchillos, cucharas y comida.

-Tú no eres capaz de hacer esas cosas, de eso estoy absolutamente convencido, -afirma, luego retrocede sus pasos y eleva la voz- si aceptas, nunca más volverás a sentir hambre, tú sabes que aquí es de lo que más se sufre, incluso es más terrible que los golpes y humillaciones que vivimos a diario, sobre todo los más calladitos, -asegura en un tono matizado por la súplica, la orden y la compasión.

Felipe no duda un segundo y acepta el trabajo. Está encargado de tostar el arroz, pelar las habas, las arvejas, las cebollas y las papas, lo hace con tal prontitud que se gana el alias de “El lame papas”, su habilidad de pelar es tan precisa que de un tirón saca la cáscara dejándola traslúcida. Además de esas labores, lleva los platos de comida a los jefes más importantes de la cárcel, a cada quien un plato especial mezclado el arroz, el fideo y la sopa con sobrecitos de cocaína y marihuana. El jefe de la cocina le recomienda no mezclar los platos y entregar a cada quien lo que le corresponde, ya que, de producirse una pequeña confusión, él pagará con su vida, situación que nunca sucedió, la comida especial llegó puntualmente al destinatario específico.

Durante tres años y once días, por las buenas o por las malas, todos intentaron sacarle una conversación, por lo menos unas cuantas oraciones que superen a los acostumbrados monosílabos. Los intentos fueron fallidos, solo obtuvieron el rutinario sí, no, claro, no hay problema, cómo no, estoy de acuerdo, no se preocupe, de inmediato.

Una mañana de lunes, el director de la penitenciaría lo llama a su despacho. Felipe, del otro lado del escritorio, cumple la orden de sentarse en la silla de madera color celeste, lo hace en el borde más cercano a la nada, la silla se balancea porque una de sus patas (debido a los trajines de la vida) perdió el equilibrio… cojea, cojea la pobre silla sin ritmo ni armonía.

-¿Sabes cuántos años estás aquí? -pregunta la autoridad sin levantar la mirada ni dejar de firmar el fajo de papeles, entretanto su secretaria permanece parada a su lado- supongo que no, como no hablas con nadie ni a nadie interesas, seguro ignoras el paso inmisericorde del tiempo; pero te confieso que lo más sospechoso no es que no hables, sino que desde que entraste no recibiste una sola visita; digo que es sospechoso, porque hasta los más avezados asesinos tienen sombras que los extrañan, lo sé porque estoy al tanto sobre lo que sucede con cada uno de ustedes. En tu caso, es como si hubieras llegado de algún planeta extraño y no conoces ni entiendes nada; entonces, no solo todos te ven como un bicho raro, si no que tú también te sientes extraño en este mundo. ¿Quién eres Felipe?

Durante esos breves minutos, intenta procesar lo que dice el director de la cárcel… siente un alivio tranquilizador al saber que nadie le buscó. Mientras trata de entender esas palabras, sus dedos continúan jugando entre ellos y su mirada permanece clavada en el bikini que lleva una rubia en el calendario.

Después de soltar esos comentarios, el director se dirige a la secretaria con algunas preguntas referidas a la incautación de armas blancas, celulares, coca machucada y algunos gramos de marihuana. En eso, entrega a Felipe un formulario que en la parte inferior lleva una línea punteada.

-Hoy cumples tres años y once días de prisión, no te esfuerces por leer y solo firma, ya ordené que tus dos poleras, el short remendado, las chinelas, la gorra de lana y el pantalón poliéster los guarden en una bolsa y te entreguen al salir. El jefe de cocina puso un poco de arroz a la valenciana en una bolsa para que comas, él llegó a quererte y con seguridad sentirá tu ausencia.

Felipe se acerca al escritorio y firma sobre la línea punteada, se levanta, hace una reverencia y sale despacio de esa habitación repleta de archivadores esparcidos en el piso. El guardia de turno lo acompaña hasta la salida. Antes de cruzar el umbral, le entregan sus pertenencias, el carnet de identidad y el arroz a la valenciana.

A una cuadra de la penitenciaría se encuentra con la plazuela Beni, se detiene frente a ella encandilado por los sauces y los pinos, el cantar iracundo de los loros y los perros que duermen frente al sol. Estuvo así por algunos minutos, hasta que la bocina de un camión lo despierta; busca una banqueta con sombra, se sienta en ella y disfruta de la brisa que llega aleteando. Su acostumbrado soliloquio se materializa, Felipe desconoce el sonido y la espesura de su voz, hasta ese día imaginó que sonaba de distinta manera, descubre que es ronca, añeja, gruesa; siente miedo de no saber cómo vivir en libertad y enfrentar al mundo. Las ideas que llegan a su cabeza las dice en voz alta, cada vez más alta que los pocos transeúntes creen que Felipe está loco. Con el paso de las horas, empieza a reconocer la corporeidad de sus palabras…

-¿Dónde iré?”, ¿no recuerdo haber robado?, ¿fue una trampa?...

Las luces se prenden en la plazuela de sauces y pinos, las siluetas de los pétalos dispersos se proyectan en el jardín y las aceras. En tanto Felipe abre la bolsa con arroz a la valenciana, llega a él un sentimiento de culpa por no despedirse del jefe de cocina ni de sus compañeros de celda, tampoco de los que le regalaban cigarrillos, marihuana, coca, legía y, alguna vez, galletas y pastillas. Sobreviene la nostalgia por los cartones viejos, por el colchón de lana que le obsequió un reo antes de escapar. La cuchara de plástico remueve los arroces, las arvejas, las zanahorias junto con restos de grasa y salchicha; en eso, se dejan ver tres billetes de cien, dos de cincuenta, dos de veinte y uno de diez bolivianos. Por un instante la respiración se detiene y sin mayor dramatismo, guarda los billetes y le ofrece comida al gato gris que, desde la mañana, lo acompaña apilado en un rincón de la banqueta.

El frío de invierno cala en su flemático cuerpo, la plazuela está vacía, algunos policías rondan el lugar tras la denuncia de algunos vecinos, creen que Felipe es un sujeto peligroso. El miedo vuelve a él, comprende por qué se cierran las ventanas.

Camina lentamente con el gato colgado del cuello, sus pasos desanimados no tienen interés de llegar a ningún lado; se detiene por un momento ante el olor penetrante del pollo frito que sale de una vieja ventana, llega a su mente el sabor del tallarín salteado con verduras, salsa soya y papas fritas. Palpa el bolsillo derecho de su pantalón donde escondidos están los billetes obsequiados por el jefe de la cocina, el “Ganzúelas”. Pone la mirada en el letrero y en las veinte especialidades de pollo que ofrece el restaurante chino. Es consciente que por primera vez en su vida tiene dinero en su poder con el que puede decidir qué comprar, “es la oportunidad para no obedecer a nadie ni siquiera a mi mente que calcula todos mis movimientos”, comenta para sí, en tanto el gato fricciona su lomo en el pómulo derecho de Felipe. Levanta la cabeza, ingresa con paso firme al restaurante que guarda el cálido olor corporal depositado en las sillas, los dragones rojos se mecen al ritmo de una flauta que dulcemente interpreta las melodías Shakuhachi. El gato ronronea seducido por las campanillas que se balancean de una puerta corrediza.

La palma de su mano se desliza sobre las sillas que, sin llegar a tocarlas, siente la delgada memoria abandonada. El olor amargo de la limonada aún flota junto a los cubos de hielo que se estrellan entre las paredes de la jarra de vidrio. Las luces palpitan al unísono, cada vez más rápido, más rápido, más rápido hasta que la oscuridad rompe la quietud del ambiente. Las garras del gato se prenden en el cuello de Felipe y el dócil maullido silba a su oído. Se queda quieto, acaricia la cabeza del felino que tiene las ojeras puntiagudas apuntadas atrás. Los ojos de Felipe se acomodan a la oscuridad y, sin pretender hallar rumbo, su cuerpo se desliza empujado por el incienso con olor a cannabis.

La flauta repite una y otra vez la misma melodía que acompasa la respiración del gato. Fue entonces que el grito estridente y el rostro desfigurado de su madre se desprende de las paredes.

 

La madre de Felipe jamás ocultó su preocupación por el mutismo de su hijo, “ya tiene tres años y hasta ahora no sabe o no quiere hablar”, se lamentaba ante su esposo, amigos y familiares; con el tiempo, el silencio persistente dejó de representar para ella la falta de comunicación, más bien se convirtió en una amenaza, un puñal que la enfrentaba cada día. Cansada de esa situación, y convencida que Felipe está enfermo, lo lleva al pediatra, quien asegura que no debe preocuparse porque el niño solo está llamando la atención, “es un engreimiento común, los exámenes clínicos no encontraron nada irregular en las cuerdas bocales ni en el oído, aunque es posible que también se trate de un leve retraso o letargo que pasará con un poco de rigidez en la educación”.

Sin pensarlo dos veces ni esperar una segunda opinión, los miembros de su familia aplicaron la receta de inmediato. Le preguntaban cualquier cosa o le instruían que haga algo en particular, lo golpeaban si no respondía o no cumplía la orden. No conformes con eso, a fin de que deje de llorar, le echaban con agua. Cuando uno de los vecinos les preguntó por qué golpean a su hijo, respondían por no obedecer a sus padres, “Entonces, mejor péguele con goma o kincha charaña, verá que será más dócil el niño”, aconsejaron los transeúntes de la culta Charcas.

La relación con los maestros y compañeros de escuela no fue distinta, se hizo costumbre empujarlo y reírse al verlo en el suelo; sus compañeros lo hacían como forma de juego y los profesores no dudaban en castigarlo por no saber leer “bien”, por no aprender la tabla de multiplicar o porque tartamudeaba ante cualquier pregunta. Para evitar ser objeto de risas y golpes, imitaba a los compañeros de escuela, repetía las mismas palabras, corría y reía si ellos lo hacían. En su casa aplicó la misma fórmula, así logró detener la violencia y ganar la indiferencia de su familia.  

Cuando pensó que ya era un niño normal, como lo esperaban todos, Felipe intentó hablar con sus hermanos y compañeros sobre los temas que más le apasionaban: los enigmas del universo y la música que escuchaba su padre; se veían entre ellos y lanzaban una carcajada; entonces, cortaban la conversación y lo dejaban con la palabra en la boca.

Otra particularidad muy notoria en él era su apego estricto a la literalidad de las palabras; esto lo convirtió en el hazmerreír de todos; por ejemplo, era común prometerle cualquier cosa, incluso las cosas más descabelladas, él las creía al pie de la letra, pero por tratarse de algo imposible de cumplir, Felipe se frustraba y lloraba desconsoladamente. Adrede sus padres le instruían que cuide bien al perro mientras ellos estaban fuera de su casa, él se quedaba horas al lado del animal para que no le pase nada. Cuando tenía la oportunidad de expresar sus opiniones, lo hacía de manera descarnada, esto provocó que muchos dejaran de hablarle. En una ocasión, le dijo a su padre que Dios no existe y que se aburría en las misas, éste entró en cólera y, de un lapo, dejó ensangrentado el labio superior de Felipe.

En su camino a la escuela, su memoria activaba el olor de las pizarras, de los cuadernos, del borrador, de los restos que deja el tajador de lápiz; llegaba a su mente el olor del recreo, el grito de los profesores, las conversaciones arrítmicas de sus padres y hermanos, la bulla de sus compañeros, las bromas que no comprendía y el olor a podrido de las cacas y orines esparcidos en el baño de la escuela. No tenía ganas de llegar a la escuela, sentía miedo.

Los domingos eran sus peores días, permanecía sentado en su cama contemplando los cuadernos, el transcurrir de los minutos alentaba la ansiedad, le desesperaba no saber cómo explicar al profesor por qué no hizo las tareas, cómo decirle que no fue por flojera, sino porque simplemente no sabe cómo hacerlas ya que por más esfuerzo que ponía, los resultados siempre fueron incorrectos. Todos los lunes en la mañana eran iguales, el olor, la temperatura, el grito de los niños, el castigo de los profesores, el frenético ruido de las motos y los micros, la ropa limpia, los zapatos lustrados y el Himno Nacional.

Uno de esos lunes decidió ir a la escuela media hora antes de lo habitual, caminó sin levantar la vista del suelo; a medida que crecía el ruido sus pasos apuraron hasta que su cabeza parecía estallar, entonces decidió correr como queriendo encontrar el silencio. Se detuvo, abrió los ojos, se vio al frente de las líneas del tren desde donde siguió su caminar sin curso. El viento rechifla y el aliento se oye cansado. Muy lejos está la ciudad.   

El tren se acercó con su matraca cansada, obligándolo a subir por una pequeña quebrada hasta llegar a una explanada llena de arbustos y churquis. El ocaso se hacía y el cielo transformó su azul intenso en un naranja que oscurecía tiñendo de sombras la ancha pradera. Felipe desafío al viento hasta que la noche lo arrope y proteja a su agotado espíritu.  

Al amanecer del día siguiente, la policía lo encontró durmiendo debajo de un sauce. Sus padres no podían permitir semejante majadería, así que lo internaron en el Instituto Psiquiátrico, ya que solo un loco cambiaría la comodidad de su casa por la desolada y gélida pradera.

Permaneció ahí un par de años, los primeros meses no quería levantarse de la cama, lo que colmó la paciencia de los enfermeros que lo ataron a una silla para dejarlo en el jardín, desde ahí acompañaba el recorrido del sol y las nubes.

Días previos al carnaval, una banda de música fue al Instituto “a distraer a los locos del manicomio”, tal cual decía la nota que presentaron al director del Psiquiátrico, tocaron morenadas, caporales y cumbias, Felipe no se inquietó a pesar de la estridencia de las trompetas desafinadas y del bombo que no podía seguir el ritmo de los platillos; sus oídos estaban concentrados en el sonido de las trompetas, sus ojos clavados en el emboquillado de los labios y en los dedos que saltaban por los pistones. Antes de retirarse, uno de los músicos se acercó a Felipe y, sin que él lo pidiera, le entregó la trompeta; la acarició y observó todas sus partes, luego intentó emboquillar, el músico le explicó cómo debía hacerlo, entonces volvió a intentar, sopló, sopló y digitó los pistones hasta adquirir confianza. Descansó un instante, cerró los ojos y volvió a emboquillar la trompeta de donde salió una desconocida melodía, algo melancólica y perturbadora. El director del psiquiátrico, que veía la escena desde la ventana de su oficina, decidió salir de inmediato y cuando estaba a un metro de Felipe, pidió no interrumpir, “déjelo tocar, es un tango muy hermoso de Piazzolla, usted es testigo de un milagro”, aseguró el director. Durante más de una hora tocó distintas composiciones que congregaron a los locos, a los camilleros, a los psiquiatras, a los panaderos, a los jardineros y a cuanto curioso deambulaba en el lugar.

Concluido el espectáculo, la banda se retiró, todos volvieron a sus actividades y Felipe permaneció sentado en la silla.

Con el tiempo, los médicos se dieron cuenta que Felipe tenía un apego estricto a las órdenes, lo que hablaba bien de él y le distinguía entre los otros internos que se resistían a obedecer, es así que la terapeuta sugirió darle algunas responsabilidades. La primera tarea impuesta fue colaborar en la panadería, luego en el barrido de los corredores y, finalmente, en el cuidado de los jardines. Cada labor transferida la hizo con prolijidad lo que motivó a los técnicos del Instituto a enseñarle el cambio de enchufes y a realizar pequeñas instalaciones eléctricas y sanitarias; del mismo modo, la jefa de la enfermería le adiestró a poner inyecciones, cambiar sueros y técnicas de primeros auxilios.

Días previos al año nuevo, el director del Instituto llamó a los padres de Felipe, les explicó que su hijo era un chico normal y que no tenía el menor sentido que permanezca en ese lugar.

-Le seré sincero, nunca le administramos un solo medicamente, no fue necesario. Hicimos el seguimiento de su caso, ahora concluimos que Felipe no está enfermo; en efecto, es un poco retraído, pero esas cosas no se curan aquí. Así que llévenselo. –dijo el especialista, en tanto los padres se veían entre ellos, como queriendo explicarle que ese diagnóstico estaba equivocado y que, más bien, su hijo necesitaba medicamentos.

-Le parece doctor si lo llevamos a un centro de adaptación de niños especiales, me dijeron que hay en Cochabamba, -comentó la madre en tono de súplica- usted podría autorizar su traslado.

-Bueno, hagan lo que quieran con él, pero aquí no se queda ni un día más, porque me da la impresión que Felipe está más extrovertido cada día, a pesar de no tomar medicamentos ni recibir la visita de su familia. Lo ideal será llevarlo a una escuela de música, quizás al conservatorio, su talento no lo puede desperdiciar- concluyó, mientras firmaba el informe con el que liberó a Felipe.

En su casa, su madre comenzó a gritar y a pedir a Dios que su hijo sea normal.

-¿Por qué me pones esta prueba Dios mío? Solo te pido que sea un niño como los de mi hermana, como los del vecino, como los que salen en la tele, -dijo viendo de reojo a Felipe que decidió pasar la noche debajo la cama.

Su padre, impotente ante el silencio de su hijo, se dejó llevar por los chufláis acompañado de Piazzola y Mozart, se embriagó hasta quedar dormido. A Felipe le emocionó esa música, salió de su escondite y al observar que su padre roncaba en uno de los sillones, se acercó de puntillas hasta el tocadiscos y contempló con admiración el girar del disco, no podía ocultar su rostro de alegría ante la melodía que se desprendía del aparato. El violonchelo, el órgano, el piano, el bandoneón, la flauta y los violines ingresaban en él como lo hace el agua fría en el cuerpo afiebrado. Su madre, lo observó desde la puerta y exclamó...

-Dios, tú lo viste, tu sabes que es raro, medio tonto y distraído, si tu voluntad es llevártelo, aceptaré sumisamente-, entretanto, lo ojos de Felipe continuaron detenidos en el girar del disco.

A los pocos días, a insistencia de su padre, le inscribieron en una escuela fiscal, una que estaba alejada del centro urbano, los estudiantes eran hijos de migrantes del área rural y de familias reconocidas de la “sociedad sucrense” que los llevaban a esa escuela como forma de castigo por sus repetidas reprobaciones y problemas de comportamiento, los llevaban a las quebradas para que nadie los reconozca y no pasen vergüenzas.

Su madre aceptó que lo inscriban en esa escuela porque “el nivel de exigencia es cero; o sea, aquí todos pasan de curso, así no tendremos que preocuparnos que Felipe aprenda y menos aún que apruebe el curso”, dijo a sus otros hijos. Todos los días a las siete empunto de la mañana, su padre lo dejaba en la parada del micro H que cruzaba la ciudad hasta descansar en un camino de tierra desde donde se veía Sucre llena de techos de teja y calamina, una llanura extraña y confusa. Felipe bajaba del micro y caminaba 300 metros para llegar a la escuela ubicada al pie de una quebrada, cerca de un riachuelo silencioso donde deambulan cerdos, ovejas y sapos. La escuela está rodeada de árboles de pino, donde los perros y gatos acostumbran a protegerse del látigo del sol, de las ráfagas de lluvia y del insensible frío.

Desde un principio, la profesora y sus compañeros lo trataron con cierto recelo, le decían el choco porque era el único que tenía la piel blanca y los labios rosados, los cabellos negros enrulados y los ojos como la miel. A Felipe no le interesó el sobrenombre ni por qué lo llamaban así, estaba interesado en agradar a los demás, en compartir con sus compañeros y ser aplicado. Con ese afán, ningún esfuerzo fue suficiente para convencer a sus compañeros que era como ellos. Los años de primaria pasaron entre las regulares calificaciones, las bromas sobre el color de su piel y la tartamudez.

En secundaria, asistió a un colegio ubicado en la frontera que divide la ciudad colonial con la ciudad del ladrillo. A diferencia de su anterior escuela, la bulla suplanta a la brisa del campo y los perros no descansan debajo del pino, transitan temerosos con la lengua en el suelo, se escabullen en los mercados y se trepan a los basureros en busca de comida. Sus nuevos compañeros solo se acercan a él para pedir favores, desde un lápiz hasta las respuestas del examen de historia. Durante el tiempo que estuvo ahí nadie lo llamó por su nombre, le decían “el Cabrera” y más de uno le gritaba al oído “el cabrón”. Felipe jamás dio señales de enfado, para él, ese gesto, representaba la confianza depositada por sus nuevos “amigos”; mas, lo cierto, es que ellos solo se burlaban, como lo hacían con el micrista, al afilador de cuchillos y al cargador de tambor de hojas de coca que pasaba todos los días por el colegio entre las ocho y nueve de la mañana. El único vínculo que lo relacionaba con sus compañeros fue el espacio cuadrangular del aula y los15 minutos de recreo.

Más de una vez quiso acercarse a la chica que le gustaba, jamás encontró las palabras precisas para detenerla, su mirada a cualquier parte la ahuyentaba. Los acostumbrados insomnios escondían los versos dedicados a ella. Sus compañeras pensaban que Felipe tenía algo raro que no inspiraba confianza y mucho menos imaginar siguiera iniciar una relación amorosa con él. Felipe, no dejaba de observar a Cecilia, quien, al darse cuenta de esa presencia inquietante, comentó a sus amigas; ellas, horrorizadas por el atrevimiento de “ese loco”, hicieron circular el rumor que Felipe era gay; esto provocó una tormenta en los estudiantes y profesores del establecimiento. Los pocos que le hablaban, dejarlo de hacerlo, los estudiantes más populares le escupían y tocaban las nalgas.

-Mariquita, ahora serás la puta de la promo- le dijo el presidente del colegio cuando lo llevó a empujones hasta el baño, donde le esperaba un grupo de estudiantes, Felipe quiso escapar, pero por más puñetes que daba a todas partes, no pudo; diez changos lo sujetaron de los brazos y las piernas, taparon su boca con un sucio pañuelo, el más grande del curso le sacó el pantalón y el calzón, dieron vuelta su cuerpo, lo apoyaron sobre el inodoro y uno tras otro penetraron las nalgas de Felipe. El último de ellos, al terminar de eyacular, orinó sobre él.

Con el cuerpo magullado y rendido se retiró con la cabeza baja, las chicas al verlo salir formaron un callejón por donde Felipe arrastró sus pies que no encontraban espacios para escapar. Escuchó las risas desembocadas y percibió el silencio de Cecilia, quien hace algún tiempo le envió una diminuta sonrisa.

A partir de entonces, nadie habló con él, solo escuchó el cuchichear de los que pasaban por su lado: maricón, mariposa, puto, gay. La violación que sufrió Felipe llegó a los oídos de la directora, quien, durante la Hora Cívica en homenaje a los derechos humanos, se refirió a lo acontecido: 

-La sociedad está corrompida, debemos reconocer los signos del mal que atenta a la moral, seremos drásticos con las desviaciones, castigaremos a los que perturban la armonía en el colegio, no permitiremos actos obscenos, así que advierto a los mariquitas que aquí no tienen cabida, -señaló la directora, sin despegar la mirada puesta en Felipe- Hay un estudiante que se cree mujer, a él le digo que, si no cambia su conducta, lo expulsaremos y denunciaremos su anormalidad ante las autoridades.

Para entonces, Felipe construyó cierta confianza con uno de sus hermanos, a quien le contó -luego de apagar la luz de la habitación- sobre lo que hicieron con él en el baño del colegio. El hermano respondió cubriendo su rostro con la almohada.

 A las ocho de la mañana de un miércoles 21 de marzo, Felipe se despidió de su familia desde la puerta de la cocina, su hermano no levantó la mirada del café y el pan con palta, sus padres untaban el pan con mantequilla.

A las diez de la mañana del mismo día, la madre de Felipe ingresa a la Fiscalía a denunciar a su hijo por el robo de una radio National, una plancha Phillips, una máquina de escribir marca Royal modelo 1951 y un tocadiscos Pioneer de dos velocidades.

 

Luego de tres años y once días Felipe está parado frente a la puerta de su casa, ahora no está solo, un felino aprisiona su cuello con sus garras, mientras lame su oreja y bate la cola. La luz de la segunda planta se apaga y se escucha el cerrar de las cortinas. Dobla el cuerpo y empieza a caminar hasta alejarse de la ciudad. Pasa por una plazuela donde ensaya una banda de música, reconoce los caporales y las morenas, se sienta en una banqueta de concreto para escuchar, el gato se oculta por debajo la chompa y acurruca el cuerpo de Felipe.

El director de la banda lo reconoce, hace algunos años le prestó la trompeta en el Psiquiátrico; se acerca, le ofrece la mano y le invita a ensayar con sus amigos de la banda. Felipe agarra la trompeta y logra un solo de la famosa morenada Cecilia.

De ahí para adelante, Felipe supo que debía seguir el camino de la música, no podía abandonarla porque únicamente con ella podía enfrentar al mundo. Integró la banda durante algunos meses y gracias a ella conoció a otras personas y recorrió la ciudad durante las entradas folclóricas y fiestas patronales, pero los pocos billetes que recibía no alcanzaban para vivir, además no dejaba de sentirse extraño en ese ambiente donde resistía todos los días al sarcasmo y la envidia de los otros músicos que sembraron intrigas para que el director lo despida.

-Ya no hay cabida para ti, toma la trompeta y busca otras opciones, -le dio un abrazo y depositó dos billetes de 100 bolivianos en el bolsillo derecho de la chamarra descolorida, obsequiada por un pasante durante un preste.

Felipe, junto a su gato, tocó muchas puertas para encontrar una opción de trabajo, la encontró en una panadería que ofrecía dos buenas oportunidades; la primera, le pagarían 200 bolivianos cada día; la segunda, podría vivir en un rincón del almacén de harina. Durante los descansos, tocaba la trompeta mientras el gato mordía los panes duros de la cena y jugaba con los ratones que rondaban el lugar.

El dueño de la panadería, al escucharlo, le dijo que estaba perdiendo el tiempo en Sucre, ya que los trompetistas solo tienen una sola opción: tocar en una banda, entonces le recomendó irse a La Paz.

-Tal vez algún grupo de jazz te pueda contratar, también puedes tocar en restaurantes finos donde podrás impresionar con tus solos de Charlie Parker. Esa idea se adueñó de Felipe y desde entonces ahorró peso tras peso. Con 1000 bolivianos en el bolsillo, le dio una señal al gato para que trepe a su cuello, guardó la trompeta en una mochila junto con dos poleras, un pantalón, una chompa, dos chalinas, dos calzones, dos pares de medias, las chinelas envejecidas y un par de zapatos obsequiados por un comerciante del mercado negro.

Como era la primera vez que subía a una flota, no sabía el procedimiento ni las convencionalidades que debía seguir, le era difícil preguntar qué hacer o por dónde ir, así que siguió a los demás en la terminal de buses donde reconoció la Flota Copacabana que calentaba su motor y llevaba el letrero “Sale a La Paz”. Subió temeroso, observó a los otros pasajeros que cotejaban el número de su pasaje con el número del asiento, hizo lo mismo, hasta encontrar el número 16, un asiento junto a la ventana. Se sentó y puso al gato entre sus piernas. La flota apagó las luces cuando salió de la ciudad; desde ese instante, ambos durmieron hasta llegar a El Alto, desde donde se veía la gran hoyada.

-En esta ciudad parece que habitan luciérnagas –le dijo al gato, le acercó a la ventana quien empañó el vidrio con su respiración.

Felipe vivió en La Paz durante cuarenta años, compartió su vida con cuatro gatos y un perro. Tuvo un par de amigos y dos amantes que lo abandonaron sin dar una razón comprensible para él. A los 42 años, una amiga psicóloga le entregó su identidad:

“Felipe Cabrera es autista”

Se rieron juntos porque estaban conscientes que ese papel no cambiaba en nada su vida, “la lucha y el agotamiento constante te seguirán hasta tu muerte”, le advirtió ella.

-Hace tiempo que ya no quiero quedar bien con nadie, que el río halle su transparencia y fluya, fluya hasta llegar al mar. –susurra Felipe a su oído, en tanto la abraza y acaricia su cabello marrón.

Javier Calvo Vásquez

15 de julio de 2024


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Sentado en el borde del muro descolorido, el Ich’u juega con el equilibro, sujetando su delgada voz en el charango a quien abraza como a una wawa de pecho. Las cuecas, los huayños y los bailecitos nos ayudaron a tragar a ese infame trago mezclado con Yupi. Él cantaba sin descansar con los ojos cerrados, y yo, a su lado, le pasaba de rato en rato el vaso desportillado lleno de alcohol. Luego de 20 años me encontré con José Luis Santander, el I’chu, caminaba despacio por la calle Arenales rumbo a la Plaza 25 de Mayo y en medio del acostumbrado “¿cómo te va?” le comenté que lo vi en la televisión cantando y zapateando en un programa dominguero, así es, dijo José Luis, como hasta ese día creí que se llamaba. Con cierta seguridad, mencionó que hace siete años decidió vivir de la música y aseguró que no hará otra cosa en adelante. Quedé sorprendido, y porque no admitirlo, forrado por una profunda envidia, para compensar ese sentimiento le propuse entrevistarle, de esa ma...

GUILLERMO FRANCOVICH

  “La gratitud primigenia es el deberse a otro”, sentenció Heidegger, al explicar que en la gratitud el alma recuerda lo que tiene y es. A. Constante (2005), sintetiza la idea al señalar que la gratitud no es más que el agradecimiento por la herencia recibida. “Gratitud es la respuesta al don recibido. El supremo don es aquello que somos, la dote que somos”.   De ahí, entendemos que la ingratitud es propia de los sin alma que, en el caso de Bolivia, se empeñan en confinar nombres que dedicaron su vida a la producción del pensamiento y a dejar frutos (hasta hoy disfrutados) en las instituciones donde les tocó servir, es el caso de Guillermo Francovich que su hazaña más grande no fue ser catedrático, rector, diplomático, ni recibir reconocimientos en muchas partes del planeta, no, su hazaña -como muy bien apunta H.C.F. Mancilla- son sus libros, a pesar de saber que la “colectividad boliviana recibía sus obras con un silencio de tumba”. Muchas investigaciones abordan el pensa...