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CUANDO DIOS ABANDONÓ EL CIELO




Dios clausuró el cielo, cerró la cortina, la puerta dorada y jubiló a los ángeles y arcángeles. Dios está solo, como cuando empezó.

Bajó a la tierra, ya no controla la vida de los demás, concedió libertad al hombre y a la mujer, camina por las calles, en las praderas, en las playas como un extranjero que se sorprende a cada paso, como aquel que conoció todo a través de la televisión.

El mundo es muy grande y diverso -dice Dios- niños, viejos, gordos, flacos, heterosexuales, homosexuales, estafadores, hombres y mujeres buenos y malos, enfermos y sanos, bosques, mares, montañas, lagos, desiertos, religiones, inviernos, veranos, lluvia, viento, noche, día, perros, tigres, pingüinos, nieve, sol, comida de distintos colores, sabores y olores, bebidas por todo el mundo que alejan a la mentira, que empujan al espejo.

No terminaré jamás de conocer, pensaba dios, y decidió quedarse en La Paz, por cansancio y por estar más cerca del cielo, así no se olvidaría de dónde llegó. De la terminal salió confundido por tanto grito, "Oruro, Oruro, Cochabamba, Potosí, Sucre", mientras el viento cruzó de Este a Oeste. Como no conocía la ciudad prefirió caminar hasta cansarse y bajó la Montes, pasó por la Pérez, ingresó a la Comercio, pero no pudo seguir, había una marcha que intentaba entrar a la plaza Murillo, hasta que los policías gasificaron y Dios tuvo que escapar sin saber por qué, junto con los marchistas, comerciantes y gente que pasaba por ahí.

Con los ojos rojos y con ganas de vomitar, se sentó en uno de los bancos del Prado, cuando se aprestaba a sonreír y comprender a quiénes se gasificó, las bocinas de los minibuses, que amontonados estaban en el carril de bajada, interrumpieron su pensar junto con la marcha de las cacerolas en el carril de subida que protestaba por mejores salarios. 

En la pensión, le sirvieron chairo con algunos residuos de fricasé, Conversó con mucha gente que le ayudaba a conocer la ciudad, muchos evitaron que el auto blindado del Presidente le atropelle, aprendió a comer yauch'as calientes en el mercado Camacho, sándwich en las cholas, tojorí con pastel en el mercado Lanza y compró una chamarra en la Uyustus. No es fría esta ciudad como me dijeron, comentó Dios, que parado en la zona del Cementerio quedó impactado por la belleza del Illimani. Bajó hasta Mallaza y detrás del alambrado veía con cariño a las familias que tiradas en el pasto del zoológico compartían el ají de fideo con un refresco de linaza. 

El tiempo pasa y aún tiene mucho que conocer. Volvió a la terminal y compró un pasaje a Sucre, a la cuna de la libertad, le dijo un vendedor. Pasó por Oruro y se quedó en Potosí, las dinamitas le obligaron a bajar del bus y correr hasta la plaza central, una señora salió de una angosta callecita y le metió de un golpe.

-No puede arriesgarse así joven, le reprochó, cuando le entregó un cafecito en un vaso de aluminio con un pan colisa. 

Dios la miró y escuchó lo que contaba la señora, toda la ciudad estaba paralizada, se vivía un paro cívico, los mercados estaban cerrados, las calles bloqueadas con piedras y banderas rojo y blanco. Dios caminó por la Millares y se detuvo frente a la grandeza de un cerro que desde el cielo no era tan impresionante. Compartió la barricada en karachipampa con los vecinos de San Roque, ayudó a repartir verduras y pollo con los comerciantes del mercado Uyuni, llevó canela caliente a los huelguistas de la plaza 10 de noviembre.

Cuando finalizó el conflicto, dios notó que había bajado de peso, la blancura de su rostro había logrado un contraste rojizo brillante y sus cabellos no lograban mantenerse de pie. Los vecinos de la Satélite y Plan 40 organizaron una fiesta de despedida al que se sumaron los ex mineros del campamento Pailaviri. Bebieron toda la noche y Dios aprendió a bailar cueca, morenada y cumbia. Alguien quiso tentarle a tomar un chuflay, probó, pero no le gustó, el humo del cigarrillo era nuevo para él, así que no paraba de lagrimear cuando sus nuevos amigos se pasaban de mano en mano el cigarrillo Casino, junto con la bolsa verde llena de coca y legía.

Al Ingresar a Sucre, no tuvo más remedio que comprar lentes oscuros porque el brillo de las casas blancas le dañaba la visión. Todo era calmo y sin hacer mucho esfuerzo se sentó en la plaza con el tiempo y la oportunidad suficientes para pensar y no pensar, saludó a quien pasaba frente a él, aunque nadie le contestó, daba las gracias después de tomar un helado en el parque y nadie le respondió, las tojoreras del mercado central eran tan amables que le aumentaban tojorí e invitaban otro pedazo de pastel y caminó sin prisa hasta el mercado campesino, parece otra ciudad, pensaba Dios, una mezcla del paceñidad, calidez potosina y timidez sucrense. Quería quedarse ahí, pero el mundo no podía terminar en este sitio, expresó para sí y quiso aprovechar el tiempo e intentó comportarse como un turista, compró tejidos, se antojó el tarwi del mercado central, tomó tres vasos de refresco de mocochinchi en el cementerio general y cuando fue a comprar pasaje a la terminal, se quedó en el cuartelito y bailó hasta las seis de la tarde. Luego con unas amigas llegó hasta el parque Bolívar, quienes le abandonaron por alguien más joven, pero a él no le importó y se quedó contemplando el atardecer de ese domingo mientras las hojas de los árboles cambiaban de color a medida que ingresaba la noche.

A la mañana siguiente Dios decidió partir y continuar el viaje a todas y a ninguna parte, fue por Buenos Aires, Santiago, Río de Janeiro, La Habana, Londres, Dublín, Nueva York, París, Tokio, Nueva Delhi, Moscú; durmió en el polo sur y amaneció en el polo norte; … todo lo conoció, sintió frío, hambre, pero también se hartó hasta reventar y transpiró incluso por las orejas, mas estaba consciente que le faltaba mucho, aún no conocía la esencia del ser humano, no sabía lo que era el miedo, la rabia, el dolor y las ausencias.

Un día recordó sus días en el cielo y quiso saber cómo estaban los ángeles y San Pedro que no quiso devolver las llaves antes de irse. Emulando su vida en el cielo vio desde la ventada del hotel a la gente que pasaba, unos reían, otros lloraban, amaban, robaban, asesinaban y morían, Dios cerró la ventana y sintió que el mundo no era distinto antes de salir del cielo, todo permanecía igual. No me extrañan, no me quieren dijo y sintió cólera, de pronto asumió vergüenza y arrepentimiento porque pensaba que no había logrado la felicidad del ser humano y sintió tristeza, en silencio pidió perdón. 

Decidió volver al cielo para que desde ahí resuelva las necesidades y problemas de la gente, arregló sus cosas y cuando se aprestaba a cerrar su habitación, recordó que nadie lo esperaba y sintió soledad, miedo a volver a fracasar. Un gato le miraba desde abajo, Dios le abrazo y volvió a entrar para dormir en el sofá acariciándolo. Despertó al amanecer cuando una mujer de ojos grandes le exigía detrás de la puerta cancelar la pensión, Dios volvió a sonreír, la hizo pasar, tomaron un café y empezó a contar todo lo que había visto y ella se emocionaba e insistía que le llevé a esos lugares.

Días después, Dios decidió no volver al cielo y quedarse entre los hombres y mujeres, no abandonar a las calles, a los campos, al mar azul, desde entonces llora en los funerales, baila y ríe en los matrimonios, grita y tira piedras en las manifestaciones, transpira en las estaciones, corre detrás del ladrón de billeteras y aprendió a pelear en la cama por un pedazo de colcha, con su compañera de vida.

Javier Calvo Vásquez
14 de julio de 2012

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