Lorenzo no hablaba en las reuniones familiares, respondía habitualmente con un sí, no, claro, no sé. Cuando le tocaba reír, lo hacía con los labios cerrados, jugando con los dedos encima de la rodilla.
Llegaba presuroso a su casa y sin importar el horario, sacaba un papel y cualquier cosa que ayude a escribir una carta. Preparaba el ambiente, cerraba su habitación, escogía un disco de acuerdo al estado de ánimo, encendía un cigarrillo y concentraba su mirada en la hoja de papel que mutaba de rato en rato en paisajes, rostros, noches, días, lluvias y vientos.
Igual que todos sus amigos, familiares y cuanto conocido tenía, recibí de Lorenzo cartas interminables, otras cortas como un telegrama y precisas como el titular de la prensa, pero ninguna era igual a la otra, si bien a veces trataba el mismo tema, se diferenciaba en la manera de contar y describir lo que había hecho, lo que pensaba y cómo se sentía. Acostumbraba a decir que sus cartas “a mano”, no serían suplantadas, por lo tanto, jamás podría negar su autoría, aunque lo intentó sin éxito.
Muchas de ellas no pude terminar de leerlas porque los borrones y saltos de página la hacía ilegibles, dependía claro, de cómo se encontraba; por ejemplo, en sus momentos más tranquilos su letra era redonda con pocos errores, el papel sin arrugas mantenía el olor a nuevo y daba la impresión que el bolígrafo azul había sobrevolado sobre él. En otras ocasiones se notaba el empujar del lapicero en cada signo, como el suicida que acelera su coche y arrastra con todo que se antepone en su camino o como aquel que sostiene con fuerza el puñal asesino, esas cartas parecían mixturas porque escribía con lápiz negro y rojo, bolígrafos verde, amarillo, lila, negro, rojo, azul y violeta, cada color contagiaba su olor a las palabras y al punto aparte.
Sus enamoradas se quejaban ante mí, porque a pesar de lo romántico que aparentaba ser, fácilmente ofendía con dos palabras, -es un cobarde y no dice de frente, coincidían todas al momento de enviarle la peor de las maldiciones.
-Puedes creer lo que dice, repetía sudorosa Patricia, señalando con su dedo tembloroso una frase que confieso no logré descifrar, -es un desgraciado hijo de puta, anticipó otra de sus chicas con los ojos color lagua y mejillas hepáticas.
Un día, Patricia invadió mi cuarto con cinco hojas que Lorenzo mandó, no podía creer que él fuera capaz de quejarse de su madre, cuando ella siempre salió a su favor, peor aun cuando le reprochaba por haberse quedado dormida al hacer el amor, mientras él ponía su mejor esfuerzo, su cinismo llegó al punto máximo, cuando confesó pensar en otras mujeres al momento de besarla. Patricia lloró y juró no volver a hablar con él –nunca más. Por sacarla de mi cuarto, se me ocurrió –en qué desafortunado momento lo haría- sugerir que le responda con otra carta, más ofensiva todavía, entonces sus ojos se abrieron como si habría encontrado lo que buscaba.
Desde ese día, y por mucho tiempo, Lorenzo y Patricia mantuvieron esta singular forma de comunicación, en sus cartas se depositaban los más agudos insultos, los sorpresivos arrepentimientos y las apasionadas reconciliaciones.
En una oportunidad, Lorenzo me comentó que las cartas que iban y volvía quedaban en la clandestinidad y que su contenido nunca fue revelado entre ellos. Ese es el mundo que fabricaron y la causa para ser la envidia de todos los enamorados.
Desde que la computadora y el celular se impusieron en nuestras vidas, Lorenzo ya no manda cartas, sé de él por sus cortas intervenciones en el facebook, sus mensajes a mi correo electrónico contienen un remitente indefinido y motivos que no son los míos; habituales saludos y felicitaciones llegan a mi celular en fechas en que todos -deben- expresan sus mejores deseos.
Se casó con Patricia y hasta dónde sé, siguen siendo un ejemplo de matrimonio, no hay peleas ni separaciones, de vez en cuando los veo arrastrando a sus hijos, cada quien con una mochila en el hombro y cepillando el asfalto caliente de la ciudad. Tal vez siguen carteando, ese quizá el secreto que les mantiene juntos.
2012
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