Todos los medios días y al finalizar las tardes, se sentaba en la escalinata de la Universidad, y con la voz agrietada, ofrecía galletas, dulces y chicles. Mientras salíamos del trabajo nuestra prisa se enfrentaba a la tranquilidad de Clemente Vela; era muy chistoso porque teníamos que bajar a hurtadillas para no pisar su mano o tropezar con el bastón.
Alguna vez me detuve a observarlo y
quedé impactado al saber que reconocía a sus amigos con sólo escuchar el sonido
de sus pasos; de improviso, cuando intentaban pasar desapercibidos, les llamaba
por su nombre y preguntaba por sus hijos, la esposa, el trabajo y cambiaba
abruptamente de tema hasta que después de algunos minutos, se sujetaba del brazo
para tomar impulso y pararse, en seguida se iban por la calle Junín rumbo a la
ex peatonal.
La bolsa sujetada en el antebrazo, la
mano derecha aferrada al bastón y del cuello colgando una radio canchera; la
frente marrón brillosa y el cabello lustroso casi siempre bien cortado. Cuando
hace frío en la ciudad todos nos abrigamos con chamarras, bufandas, guantes y
fruncimos el cuerpo sin mirar atrás; Clemente continúa con polera manga corta
que, de tanto estirarla con la cabeza espigada, deja al descubierto su estómago
desnudo. Sus morenos pies no olvidan de donde viene, por eso no abandonan las
chancletas que tal vez un día fueron de color café.
Nació ciego hace 36 años en Tomina, municipio
del departamento de Chuquisaca, pero vivió poco tiempo en esa región porque su
madre decidió traerlo a Sucre para abandonarlo en el instituto de ciegos
Aprecia. No conoce a su padre porque éste también se fue a los pocos días de
haber nacido Clemente. Recuerda que en ese tiempo su madre le pegaba y gritaba
mucho, le golpeaba la cabeza y él no entendía por qué, ahora piensa que se debió
a la constante borrachera de su mamá, que sumada al maltrato físico, afectó a
su desarrollo neurológico y estabilidad emocional.
Por esos años, sufría convulsiones,
desmayos, se mordía la lengua y caía de repente, “era terrible”, suspira
Clemente, según él, toda su enfermedad tenía que ver con su pena; haber quedado
solo, no poder comunicarse con nadie porque únicamente hablaba en quechua, además
de enfrentar la ceguera, no era para menos, “pero ahora estoy bien ya no tengo
nada, el Dr. Ramírez me curó”.
En Aprecia, desde un principio, se ganó
el afecto de todos y si bien no concluyó su formación escolar, hizo muchos
amigos durante los casi veinte años que vivió junto a los niños ciegos que
llegaban y se marchaban cuando lograban la mayoría de edad. Ahora está
volviendo a aprender a leer y escribir en braille, por las mañanas o las tardes
se vuelve a sentar junto a los niños y a su imaginación retornan los dibujos
con relieve.
Hace tres años fui vivir en una casa
aledaña al albergue de niños ciegos, lo primero que me llamó la atención es que
cuando salen todas las mañanas rumbo a la escuela 23 de marzo, hablan fuerte y hacen
correr sus bastones por las rejas de mi ventana, entonces parece sonar un coro
de matracas confundiendo al eco del zaguán. Cuantas veces no pude contener la
risa al escuchar sus comentarios sobre sus actividades planificadas, “¿vamos a
ver el concierto de los masis?”, “hemos ido a ver el desfile”, “estamos yendo a
ver la entrada”, claro, después comprendí que ellos pueden ver los sonidos
estructurados en imágenes y símbolos que les permiten observar igual o mejor
que yo.
Clemente, a pesar de ya no vivir en
Aprecia, continúa pensionado en este hogar, por eso a las doce y media llega
presuroso, a veces acompañado por amigos y niños o por la radio a todo volumen
con música villera, cristiana o el programa de noticias; sabe que le estamos
escuchando por eso no olvida saludar cordialmente “buenas tardes doña Mechi,
qué es de la Andreíta… chao”, luego continúa su caminar.
Intrigado por conocer quién era
Clemente, un día le esperé en la puerta del instituto para pedirle una
entrevista, me preguntó con qué motivo y dónde iba a publicar la nota; a pesar
de mis sinceros argumentos y la extrema timidez periodística, no parecía
convencerlo, él siguió caminando pero desde el fondo del zaguán me respondió “haber
pues”, lo que sin duda me animó a sacarle el compromiso, entrevistarle al día
siguiente.
Preparé la reportera e ingresé un
miércoles de mayo al patio de Aprecia y pregunté por él, inmediatamente al unísono
los niños gritaron:
-¡Clemente te buscan!
-No, no es a mí, respondía sabiendo que
yo era quien le buscaba
-¡Es pues a voz, te están buscando!
insistían los niños
Me acerqué le di mi nombre y le recordé
sobre la entrevista
-Ahora no, ahorita vamos almorzar,… después
ya, y se dio vuelta.
Esperé una hora para volver a entrar, le
encontré sentado en la sombra y le pedí que fuéramos a un sitio más tranquilo, de
ese modo iniciar la conversación.
“Cuando llegué (al instituto Aprecia)
era muy chiquito, no quería quedarme porque tenía mucho miedo, me acompañaba mi
mamá pero después ella se fue, me abandonó, es que mucho tomaba, …ya no
recuerdo mucho de ese tiempo, sólo estoy pidiendo en oración para que deje de
tomar”.
Durante el tiempo en que hablábamos,
algunos chicos jugaban a nuestro alrededor, unos con autos y otros con
figuritas, entonces imaginé a Clemente jugar en ese mismo patio y le pregunté
cómo fue su niñez, pero él reiteraba no recordar mucho de esa época, “jugaba
con autitos, pelotas, ahora ya no me acuerdo”, sin embargo, la pregunta logró
refrescar su memoria y sin que yo insistiera, contó sobre sus amigos: el Soto,
el Agustín y Ciro, con quienes, aprendió varias cosas e hizo travesuras que
provocaron a la paciencia de las profesoras de Aprecia.
Después de salir del instituto, decidió trabajar
vendiendo pastillas, chizitos, galletas y cereales, con un capital que no
supera los 50 bolivianos, cuando me contaba más detalles sobre la cotidianidad
de su labor, repentinamente cambió su semblante, y a tono de denuncia, dijo que
el otro día le dieron un billete falso de 20 pesos, lo que afectó terriblemente
a su negocio, “quien me habrá dado ese billete, desde eso no puedo recuperar mi
capital y ya es pérdida, esto ha sido al cambiar monedas cuando me han dado ese
billete, entonces ya no voy a poder comprar palitos de quinua,… sipis, ni
modo”.
Pero Clemente se da modos para que no le
falte nada, o casi nada; además del bono que recibe del gobierno, se gana entre
10 a 20 bolivianos por entregar volantes de distintas casas comerciales, “hay
otros que me dan más, con eso compro pastillas y otras cosas (se ríe con tono
de picardía), así estoy caminando por las calles vendiendo y también a los
chicos de aquí (Aprecia), hay no más venta pues”.
Su amigo Nemesio, que vende periódicos
en la puerta de la Asociación de Jubilados de la Universidad, una tarde le
llevó a la iglesia Adventista, desde eso se volvió cristiano y asiste
regularmente a la escuela sabatina donde se realiza el culto. Gracias a la
radio de la iglesia se comunica con sus familiares en Cochabamba, lo que
despertó en Clemente el sueño de ser radialista, “quisiera trabajar en la
radio, pero haber, tal vez de los cristianos”.
El cuarto donde vive está ubicado en la
calle Uyuni, a pocos metros de la ex estación, según me describió, es tan
pequeño que no cabe un colchón más. Cuando no tiene ganas de trabajar se queda
en su cuarto todas las mañanas “echado” en su cama escuchando noticias, música cristina,
folklórica y “chicha también je, je, je”.
Con el pasar de los años, la relación
con su madre ha mejorado; junto a su media hermana le visita habitualmente los
domingos para cocinárselo “alguito”, “Mi mamá ahora es buena, ya no me pega y
ojalá deje de tomar, ella vive en la salida a Cochabamba. Viene para hacérmelo
pescado”.
Cuando la entrevista parecía ingresar
por otros detalles, se acercó uno de sus amigos con quien empezó hablar en
quechua, por eso preferí callar y quedarme a observar sin entender
absolutamente nada de la conversación. De un momento para otro, callaron y
Clemente movió su cabeza hacia mí, como esperando que siga preguntando, después
de largos segundos reaccioné y con el quechua revoloteando en mi cabeza, le
consulté sobre quién le enseñó o dónde había aprendido hablar el idioma nativo,
ambos estallaron de la risa y más bien dijo estar olvidándose, “me refinado les
digo pues yo”.
Ser ciego contrae enfrentar algunas
dificultades, especialmente al momento de trasladarse de un lugar a otro, una
de ellas tiene que ver con parar a los micristas y taxistas. Comentó que
generalmente no quieren “levantarles” y se pasan de largo, por eso aprovechó la
oportunidad para mandar un mensaje a los trabajadores del volante, “por favor
quiero decirles que no nos discriminen, que somos igual a cualquier persona, sólo
que no vemos”.
Siguiendo su vocación de radialista,
cogió la grabadora, se acercó al micrófono y se dirigió a sus familiares
olvidados para pedirles que por favor le llamen a su celular, “Tal vez tengo
familia en otros lugares, tal vez en Santa Cruz tenga otros, quisiera que me
llamen a mi celular 67610273”.
En tanto cerraba los ojos fuertemente y
pedir que se comunicaran con él, varios niños se acercaban para sujetarse del
brazo y hablarle sobre varios temas, él hizo a un lado mi visita y prefirió
responder a cada uno, comprendí en aquel momento el gran cariño que Clemente tenía
con los chicos, por momentos incluso era un niño más. En eso pasaron varios
minutos, sentí que él ya no quería seguir hablando y antes de ser sorprendido
con un abrupto chao, saqué la última curiosidad no registrada en mis apuntes:
-¿Deseas tener hijos?
El silencio se apoderó de ese instante,
preferí creer que no me escuchó lo que me llevó a apagar la grabadora, pero al mínimo
de sus labios salió un susurro:
-He pensando tener hijos… pero no,… no
hay la mamá ¡ay!,
Ruborizado escondió el rostro entre las manos.
Bueno Clemente, me tengo que ir, le
dije, se levantó y me hizo prometer que una vez publicada la nota le entregue
un número, me dio un abrazo, sujetó mi brazo y se despidió:
-Gracias Javier,… chao.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 20 de mayo de 2013
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