La lluvia azotó la noche, los paraguas se chocaban entre sí y las
movilidades chapaleaban dibujando estrellas en las paredes, mientras Juan borraba
sus oxidadas comisuras que desvelaba el foquito de 60 wat’s. De rato en rato
miraa con un ojo el libreto que descansa en una vieja banqueta del camerino y vuelve
a repasar los diálogos de las cinco historias, que, en más, representará.
Se sentó, encendió un cigarrillo, cruzó las piernas y repasó
imaginariamente los personajes, su semblante cambia al son de risas, gritos,
llantos, silencios, luego, camina despacio y la desesperación corre detrás de la
sombra. Cuando su rostro se ve bañado, tocaron la puerta y una voz delgada le
pide autorización para abrir el teatro. Juan volvió en sí, salió del vetusto
cuarto e instruyó, además, prenda las luces de la platea que enseguida saldrá a
vender las entradas.
A las siete de la noche se paró en la puerta del teatro y comenzó a esperar,
a tiempo de ver cómo las luces engrandecían a la lluvia y todos pasaban sin
doblar la mirada al letrero que decía “El triunfo del dolor y la felicidad:
maneras de vencer el aburrimiento”. Monólogo de Juan Domínguez, esta noche a
las 19:30.
Convencido que no sólo el público merece respeto, sino también el artista,
a las siete y cuarto corrió al camerino y de paso por el escenario, tocó el
timbre del primer llamado, volvió a peinarse y retornó al escenario para dejar
una maleta, una toalla; esparció cassettes por el piso, colgó chalinas y
guantes negros en la tramoya, sombreros de distintos colores dejó en las dos
mesas y acomodó en el centro del escenario el colchón de lana.
Posteriormente, probó el juego de luces y dio el segundo llamado. Juan no
se animó a ver detrás la cortina porque apostaba a la sorpresa, por ello,
retornó al camerino y viéndose al espejo quiso encender otro cigarrillo, pero
los aplausos que creyó escuchar lo detuvieron, en ese instante sintió la misma
sensación cuando en una oportunidad la flota partió llevándose su equipaje. Sin
pensar dos veces, con la mano mojada tocó el timbre del último llamado, apagó
la luz del camerino, cerró la puerta despacito, prendió las luces del escenario
y abrió el telón.
El cañón apuntó a Juan que descansaba en una silla remendada y poco a poco
relató la historia de un jubilado que contaba monedas, jugaba con el ring,
ring del despertador y recalentaba el pan para sopar en el café.
Dormir frente al televisor prendido y dar vueltas a la sopa fría creyendo que aún está caliente, luego hablar a la pared, al techo húmedo, a la radio que perdió la señal.
El jubilado cambió de domicilio e intencionalmente no comunicó a nadie de, por eso, para los antiguos vecinos y excompañeros de trabajo, él radicaba en el extranjero.
Dormir frente al televisor prendido y dar vueltas a la sopa fría creyendo que aún está caliente, luego hablar a la pared, al techo húmedo, a la radio que perdió la señal.
El jubilado cambió de domicilio e intencionalmente no comunicó a nadie de, por eso, para los antiguos vecinos y excompañeros de trabajo, él radicaba en el extranjero.
Un día, luego de cobrar su renta, se quedó a contemplar la vitrina de una
conocida licorería de la ciudad, conocida porque las bebidas eran las más
costosas. Siempre quiso comprar una botella para su cumpleaños y beberla poco a poco durante el año, …sorbo a sorbo viendo girar sus vinilos uno a uno. Nunca
pudo hacerlo porque para su cumpleaños tenía que “celebrar” con su esposa,
hijos, hermanos, cuñados y luego las nueras y yernos, nietos y nietas, así que
el dinero a lo sumo alcanzaba para dos botellas de soda. Ese día entró a la
licorería y sin preguntar el precio de los mejores wiskis, compró dos botellas y se
fue casi corriendo a su pequeño departamento. Prendió el tocadiscos y empezó a
beber hasta dormir. En la mesa, la botella estaba casi llena y el vaso aún
contenía algunas gotas y residuos de hielo.
Entre escena y escena, Juan creía escuchar murmullos, risas, el crujir de
puertas y pasos sigilosos que se desplazaban por los corredores.
Cuando concluyó el monólogo, elevó la cabeza y fijo su mirada a la luz que
encandilaba, sacó una mueca de contento e hizo una señal de agradecimiento
lanzando reverencias una y otra vez, extendió los brazos y se dio vuelta, cerró
el telón y apagó la luz.
Los aplausos sacudían sus oídos, su rostro enrojeció y retornó para
agradecer con el cuerpo encorvado, pero esta vez el reflector ya no
encandilaba, entonces sus ojos se achicaron y sus brazos se dejaron caer. Las
butacas desprendían frío, el silencio se había apoderado de los palcos y la
brisa continuaba golpeando las puertas.
El portero del Teatro dormía en la última fila, Juan bajó a la platea y le
depertó agradeciendo por los favores prestados, no se preocupe, le dijo,
“vaya a descansar, yo apagaré la luz y cerraré la puerta”.
La lluvia aún bañaba a la ciudad y caminó despacio rumbo a su casa, no
quiso recordar lo que pasó porque para él esa noche ingresó a la lista del pasado,
por lo tanto, no constituía motivo de preocupación, de aflicción o de alegría,
en ese momento deseaba descasar y ver el noticiero por la televisión.
Mañana es otro día, pensaba Juan, “Escribiré otras historias, tal vez no tan
tristes, no tan sosas, no tan obvias, algo que haga reír, pensar... en fin,
¡qué sé yo!, de esa manera tendré nuevos motivos para salir a escena y esperar
a los que hoy prefirieron escapar”.
Javier Calvo Vásquez
13 de junio de 2013
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