Conocí Potosí gracias al desabastecimiento de alimentos, que en el país era
frecuente durante los últimos años del 70 y, con mayor dramatismo entre
1982-1985.
Por encargo de mi madre buscaba pan por toda la ciudad, entonces
imaginariamente trazaba una ruta y, con bolsa en mano, recorría las calles
Omiste, Lidio Ustares, llegaba al barrio de San Martín y luego a San Juan,
ingresaba a Concepción, San Cristóbal, el Calvario y Plaza el Minero, retornaba
por San Pedro, Santa Bárbara hasta llegar a la casa de mis abuelos que está a
dos cuadras de la Plaza 10 de noviembre.
Esas calles de adoquín y empedrado brillaban cual espejos, sobre todo en la
madrugada y en el ocaso. Muchas calles no tenían aceras, entonces, juntaba las
piernas y estiraba los brazos, arrastrando el cuerpo por las paredes, mientras
los autos rozaban la punta de los zapatos.
Han pasado muchos años de esos detalles y ahora buscan refugios en mí. Mas,
el frío potosino –al que todos temen- nunca me intimidó, por el contrario, hallé
en él la complicidad que mis silenciosos pasos necesitaban cuando no quería llegar
a la casa. La nevada y la lluvia, golpeaban queditas a la ventana de mi cuarto,
desde donde dibujaba con el aliento nubes, rayos y caminos perdidos.
Con mis compañeros de la escuela Alonzo de Ibáñez íbamos por la
circunvalación (lejos del centro de la ciudad) a buscar sapos y jok’ollos,
lagartijas y arañas. El lugar era muy árido, por lo que volvíamos con las manos
quebradas y los rostros quemados por el sol. Durante las vacaciones, con mi
hermano y mis primos, teníamos la costumbre de caminar por la Estación de
trenes, el hospital Bracamonte, el ingenio y campamento Velarde, el Teatro al
Aire libre y rodar por los desmontes de mineral hasta mimetizarnos de plomo.
Agradezco a la crisis económica (1982-1985) y a la dolorosa sequía
(1983-1985), compartir con los vecinos las interminables filas por ocho panes, dos
libras de fideo o una cuartilla de azúcar, ocasión para escuchar diversas historias,
desde aquellas que interrumpen las sábanas y los besos, hasta las fantasmagóricas
que nos dejaba la boca abierta. Quedarse en alguna esquina frente al sol toda
la mañana, a la espera de la cisterna para abastecer los tachos y baldes dos
veces por semana. Cargar la garrafa de
gas por 10 o quince cuadras, haciendo pausas para cambiar de mano. En el pretil
de las aceras amanecíamos apretujados envueltos con frazadas y fullos.
Estudié en el Colegio Carlos Medinaceli, un establecimiento fiscal ubicado
en la zona baja, a 12 cuadras de mi casa. Mis compañeros vivían en esa zona, esto permitió conocer otros barrios, por ejemplo, la zona de la
estación, la Delicias, Plan 40, Ciudad Satélite que presentaba otra fisonomía, sus
árboles y jardines enmudecían el frío. Más abajo, diminutas praderas (o por lo menos
eso aparentaban ser, donde la soledad mostraba su rostro erótico y sensual. Gran
parte de los vecinos eran maestros, comerciantes de la feria y
ex trabajadores de la COMIBOL.
Un pequeño grupo de compañeros vivía por la zona del cementerio, el mercado
Uyuni, la calle Chayanta y la zona San Roque. Gran parte de ellos integraban
reconocidas y respetadas pandillas: los Perros y los Gangochos. Sus casas, son
distintas a la arquitectura colonial potosina, de dos plantas, rústicamente
pintadas, con ventanas y puertas pequeñas. Mi madre un día comentó que sus habitantes
llegaron de Betanzos y Chaquí (poblaciones cercanas a la ciudad de Potosí).
Sí, caminé mucho por esos lugares, aunque desesperaba salir de esas callejuelas
de tierra y charcos permanentes. Por ahí cruzaba los rieles del tren por donde
equilibraban las parejas y los perros. Así llegaba hasta la estación y subía
por la avenida Antofagasta, una de las con mayor pendiente. No sentía cansancio
recorrer todas esas calles a pesar de la distancia a mi casa. A manera de
descanso me quedaba en la plazuela de la calle Sucre para fumar un cachito.
Durante mi adolescencia fui parte de un grupo de jóvenes católicos (JEC) lo
que me permitió conocer nuevas calles y personas, en esa época recién comprendí
el sentido del bule y eso de dar vueltas sobre él; entre charla y charla las
vueltas nunca terminaban, así como los cigarrillos. Cuando me cansaba de la
bulla prefería refugiarme en la Plaza y quedar (aún me quedo) asombrado por la
majestuosidad de su Catedral y percibir el enigma de la Casa de la Moneda.
Luego caminar por las angostas calles Quijarro, Junín, Ingavi y otras del
centro histórico que lamentablemente ya no recuerdo sus nombres. Me gustaba
estar solo en esas arterias, porque pensaba que así se apreciaba su intensidad
además de imaginar los secretos que ocultaban y los misterios que se
construyeron entre sus callejones, “¿si podrían hablar esos portones y
balcones?”, decía mi padre, que gracias a él pude memorizar cuanta leyenda y
detalle tenían esas casas antiguas, era una tarea que tenía que cumplir.
Como muchos, mis sueños no encontraban cobijo en esa ciudad, estaban lejos,
cada vez más lejos. El cine, la televisión y los viajes que gracias a la JEC y
la política realicé me mostraban otros lugares “más lindos”, con árboles…
muchos árboles y quedé tentado por ellos, tenía que ir en su búsqueda porque
sentía una conexión hasta enigmática, como si ahí estuviera mi consuelo.
Al partir de Potosí estaba consciente que no volvería para quedarme. Seguro
muchos compañeros de colegio y de la JEC también marcharon y no reconozco a los
que se quedaron.
Veo la ciudad con ojos del migrante que retorna, con nuevos bríos y nuevos
recuerdos. Aún me atrapan sus calles coloniales, sus balcones, tejados,
zaguanes y tocadores, sus iglesias con sus altos campanarios y ventanales con
rejas de acero fundido. Siempre quise sacar fotos a esos instantes de emoción y
asombro, porque no se sacan fotos a las cosas, sino a las emociones. Que suerte
la mía poder hacerlo.
Es una pena ver cómo se caen de apoco esas casas antiguas, muchas ya fueron
remplazadas por verticales edificaciones de ladrillo rústico. Sus valentonadas
calles coloniales de piedra y adoquín brilloso, hoy lucen mustios con el pálido
pavimento y varias iglesias siguen cerradas por falta de presupuesto para su
restauración. Nadie las cuida ni preserva su valor patrimonial porque ahí casi
todos son extraños, no se cuida lo que no se ama, suelen decir, yo añadiría, no
se ama porque nada hay en común entre la ciudad y sus habitantes. Una gran
mayoría de la población actual proviene del área rural, que tentada por la
minería decidió ocupar las laderas, las plazas y los mercados.
Tengo la sensación que estas vetustas casas son como los abuelos que
permanecen callados y con desconsuelo observan, desde una de sus ventanas,
extrañas actitudes de quienes llegaron sin la más remota intención de cuidar
ese legado arquitectónico. Pero están ahí, ellos construyen una identidad distinta
a las historias narradas por Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, y cuanto
cronista tuvo Potosí.
Seguro, para muchos nuevos potosinos lo aconsejable es apoyarse en la idea
de modernidad que tienen muchas ciudades del país y amontonar ladrillos,
vidrios que reflejan mejor que los espejos; más de uno seguro desea derruir las
fuentes de loza pulida, construir cuartos en los patios con arquería y molles,
seguro los herederos sueñan levantar sobre esas anchas paredes de adobe, modernas
galerías y departamentos.
Por eso no sería extraño –incluso- que a alguien se le ocurra destruir la
Casa de la moneda y construir ahí una cancha de fútbol, tampoco debe faltar
quien no separa la vista del majestuoso Sumaj Ork’o y tener la primicia de su
derrumbe inminente (así será si continúa esa irresponsable e irracional
explotación).
Ojalá algún día comprendamos el valor del patrimonio arquitectónico de
Potosí y empeñemos los esfuerzos para hacer de esta ciudad un bien turístico
con memoria e identidad.
Amar a Potosí no es sencillo, hay que tener el corazón de hierro, la sangre
en permanente ebullición, para ser de Potosí no hay que ser cobarde, hay que tener
el puño cerrado sin perder de vista la sonrisa extraviada en su cielo, en su
montaña donde se esconde Dios.
Javier calvo
10 de noviembre de 2013
Comentarios