Un día preferí caminar luego de estar sentado dos horas en un velorio, tenía la geta estirada porque no pude sacar un plano general a la familia doliente. Subí una larga avenida acurrucado en las paredes y con la mirada en aquella zigzagueante acera, de pronto me empujaban los bocinazos y el rugir de las motos, pretendí escapar y subí por una calle que se elevaba por encima de aquella avenida de donde surgían matorrales y pequeños árboles que aún pretendían ser, en ese momento mis ojos se quedaron con un pedazo de cielo donde un par de viejas ramas permitieron que el viento marque el compás y así emular a las bailarinas de salón.
Sentado en el borde del muro descolorido, el Ich’u juega con el equilibro, sujetando su delgada voz en el charango a quien abraza como a una wawa de pecho. Las cuecas, los huayños y los bailecitos nos ayudaron a tragar a ese infame trago mezclado con Yupi. Él cantaba sin descansar con los ojos cerrados, y yo, a su lado, le pasaba de rato en rato el vaso desportillado lleno de alcohol. Luego de 20 años me encontré con José Luis Santander, el I’chu, caminaba despacio por la calle Arenales rumbo a la Plaza 25 de Mayo y en medio del acostumbrado “¿cómo te va?” le comenté que lo vi en la televisión cantando y zapateando en un programa dominguero, así es, dijo José Luis, como hasta ese día creí que se llamaba. Con cierta seguridad, mencionó que hace siete años decidió vivir de la música y aseguró que no hará otra cosa en adelante. Quedé sorprendido, y porque no admitirlo, forrado por una profunda envidia, para compensar ese sentimiento le propuse entrevistarle, de esa ma...
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