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SUZANNE


Detuve la mirada en la espesa inmensidad que desenfocaba su perspectiva. El silbido se abrigó en las notas melancólicas de una canción de Leonard Cohen (Suzanne), se abrió paso entre el ruido y animó a mis pasos sin que logre despejar a la mirada.
Las calles se ampliaron y la ciudad creció como un globo, un espejo retrovisor. La mirada -sin el menor esfuerzo- se enteró simultáneamente de las más grotescas intimidades y los hechos más sorprendentes: las carteras extraviadas, la pelea de dos niñas, el beso desordenado de dos ancianas, la desesperación de dos perros que no podían separar sus colas, mientras tanto Cohen empujaba a mis pasos.

El viento continuó dando vueltas por la mirada detenida, traspasó las paredes y salió por las ventanas, el calor logró acomodar su color en mi rostro y su vuelo quedito viajó al ritmo de Suzanne.
Cuando el silbido simulaba escurrirse entre la muchedumbre, su eco aún guiaba mi caminar, de pronto, como si fuera un sacudón de fortalezas, toda la canción retumbo en mis oídos y tropecé, y caí y se perdió la mirada.
Tú seguías silbando, me encontraste, yo te alcancé; como si fueras Hamelín me sacaste, me trajiste y empezaste a reír, te echaste a mis brazos, buscaste mis labios, y yo, maduré la mirada.
Suzanne seguía sonando en mí, la cobijé y supe que no podía volver. El calor acomodó su color, el viento dejó de viajar y el amor perdió el nombre.
Abrí los ojos ese mañana de diciembre, la lluvia ya se había marchado sólo quedó su brisa y pequeñas gotas que se escurrían entre las hojas de ese robusto árbol, al frente estaban las montañas y el cielo amarillento mostraba claros de luz.

Desde entonces estoy aquí, con la piel quebrada, con los oídos y los ojos abiertos, y con Suzanne, que se mezcló con tu mirada y tu sonrisa transparente.
Javier Calvo V.

24 de diciembre de 2014

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