Hemos retirado todos los arbustos esta mañana, el
amanecer se levantó pausadamente y su brillo calentó los rostros, las manos y
los ojos. El sol se extendió tanto que le perdimos de vista y el cielo se
volvió azul, de ahí para adelante las nubes pasaron de rato en rato dibujando
figuras que se desvanecían, morían o simplemente cambiaban de forma.
Una mañana, de hace muchos años, me levanté antes que
salga el sol con la intención de sacar fotografías de los primeros rayos de luz,
me aposté en un cerro llamado Garcilaso (Sucre) y esperé junto a los ladridos
desesperados y los curiosos focos que recelaban entre las cuatro paredes de
adobe visto. Hasta que llegó el sol, tardó 30 minutos para apropiarse por
completo del cielo. Como un loco abrí el zum e inmediatamente lo cerré buscando
todos los ángulos posibles mientras el naranjo intenso se hacía cada vez más
blanco. Después, el cielo tomó su color normal y empecé a bajar, en mi paso me encontré
con las señoras que barrían la acera, con los panaderos que cuidaban sus manos
del pan caliente, con los perros que presurosos salían de sus casas a orinar,
con los albañiles que empujaban sus bicicletas y con los autos que calentaban
sus motores mientras el rocío yacía en los parabrisas.
Antes de llegar a casa me detuve en el mercado central a
tomar un api caliente con tres buñuelos acompañado de otros madrugadores con
quienes compartí cada sección del periódico, unos preferían el deportivo, otros
los clasificados, yo leí los titulares de la portada. Llegué a casa e inmediatamente
bajé las fotografías a la computadora, al momento de revisar cada toma encontré
detalles que en su momento no me percaté, como los reflejos de las montañas,
las sombras de los árboles, los colores que no tienen nombre y dibujan
circunferencias alrededor del sol, casas pequeñas que apagan la luz. Ahí
comprendí que a veces ponemos todo el esfuerzo en querer eternizar los momentos
y descuidamos otros detalles que son parte del todo, que dan armonía y belleza,
en eso interviene el ego del fotógrafo para complacer a su sonrisa en el espejo
y al aplauso colectivo, quedando al margen el sentido de cada circunstancia.
Entonces asimilé que la fotografía no podía ser una
pasión, una profesión, menos una necesidad, para mí únicamente es el
instrumento para transmitir sensaciones y compartir circunstancias, por eso
continúo fotografiando a los diversos rostros de la naturaleza, comprender así
que soy parte de ella, como el viento, el sol, la lluvia, el cielo, las
montañas, los árboles y el mar, así de mutables, por tanto, impermanentes.
El salar y la luz
Pasaron muchos años desde la última vez que fui al salar
de Uyuni, en la década del 80 este lugar generalmente era visto como el
yacimiento que proveía de sal para nuestras comidas, y Uyuni, el paso para varios
campamentos mineros de Potosí como Atocha y Telamayu por entonces vi al salar con esos ojos, lo que
justifica por qué preferí el calor del Toyota Land Cruiser que el frío gélido del salar y sus mil colores y sus
ilusiones psicodélicas y su magia y su instante lunático y su poético silencio.
Viajé con Samuel, mi hijo, rumbo al salar por donde
pasaron las motos y autos del Dakar, queríamos conocer por qué ese destino es
uno de los atractivos turísticos más importantes del país. Mi pasó por Potosí
trajo muchos recuerdos, y con ellos, los arrepentimientos… La carretera
polvorienta y llena de calaminado había sido sustituida por el mudo asfalto,
pero aún estaban las rocas que tienen formas como aquel que se parece a un sapo.
Pasamos cerca del río San Juan, por los centros mineros de Porco, Agua y
Castilla, las pampas y las casas solitarias que parecían desaparecer. Al llegar
a Uyuni sentí a un pueblo extraño en su propia tierra, mochileros por aquí y
por allá y el lodo resbaladizo que dificulta cruzar las avenidas y calles. Por
todas partes también aparecían agentes de turismo ofreciendo un paseo por el
salar, prometían puntualidad, comida fresca y vegetariana, agua y gaseosas, comodidad,
además de un guía profesional, tampoco no reservaban insinuaciones para
desacreditar a los agentes de la competencia, es así que caímos en la tentadora
oferta e hicimos los tratos.
Luego del fallido intento de comer algo, decidimos tomar
un taxi que nos lleve al hotel, dimos la dirección y el taxista inició la
marcha zigzagueante por los baches de calles de tierra o a medio enlosetar, después
de avanzar dos cuadras el alumbrado público solo se encontraba en las esquinas quedando
con la luz del auto, frente a eso nos pusimos nerviosos e imaginamos en
silencio y al unísono lo peor, “quizá nuestros cuerpos los boten al salar o en
el mejor de los casos únicamente nos roben las cámaras y la billetera, así nos
dejarían un poco lejos pero no tanto”, de pronto la movilidad se detuvo frente
a un portón que tenía un pequeño foquito, el taxista muy educadamente nos
saludó y cobró ocho bolivianos, “este es el hotel” dijo y salimos rápidamente.
Ya en él, nos registramos y buscamos la habitación en
medio de un gran patio oscuro, los cuartos estaban alrededor y gracias a una
pequeña linterna llegamos al nuestro, la llave no era de un chapa sino de un
candado, entramos y estábamos frente a tres camas arbitrariamente acomodadas,
un televisor en un rincón que solo se podía ver desde una de las camas, la
puerta vidriera del baño era transparente truncando cualquier posibilidad a la
intimidad.
En realidad no importó mucho ese detalle porque necesitábamos
descansar y así lo hicimos. Despertamos temprano, pedimos café caliente con dos
panes mermelada y mantequilla, Samuel añadió
un revuelto de huevo, felizmente no tardaron mucho.
Cuando salimos del hotel pedí factura, mas el
recepcionista lo tomó como una ofensa y muy molesto aseguró que ahí no se daba nada
de eso y si necesitaba realmente que vaya a reclamar al otro hotel que tenía el
propietario, salí molesto y con la esperanza de encontrar lo antes posible un
taxi que nos lleva a la agencia de turismo para empezar el recorrido por el
salar. Como es de suponer fue vana nuestra espera por lo que decidimos caminar,
a los pocos minutos nos sorprendimos al
constatar que del hotel al centro de Uyuni simplemente separaban cuatro cuadras.
Si bien el compromiso de la agencia era comenzar el
recorrido a las 10:00, en realidad iniciamos a las once de la mañana, entramos
siete personas a una vagoneta 4*4: dos chilenas, dos argentinos, un peruano y
nosotros (bolivianos), el guía (que era el chofer) sabía lo mismo o aun menos
que nosotros sobre el salar. El Cementerio de trenes tiene su atractivo, lamentablemente
no hay quien cuide ese lugar ojalá que en algún momento no se “vaya a perder”.
Como llovió una noche antes, Colchani, donde se procesa la sal yodada, estaba
lleno de lodo por lo tanto no se podía caminar con facilidad y menos conocer el
lugar.
De ahí para adelante, naturaleza pura que cambia cada
instante de color y forma, por eso es inútil
teorizar al respecto, es mejor callar y sentir su silencio aunque no es muy
fácil por el ruido que hacen los turistas sacando fotos, otros saltando y
haciendo trucos de perspectiva con sus cámaras.
Después de tres horas de conocer al intenso salar que
enceguece al sol y a la transparencia de sus aguas que no van ningún lado, a
las nubes que parecen estar debajo del cielo y posadas sobre las montañas,
llegamos a un hotel de sal donde debíamos almorzar, el chofer dejó en una mesa
de Coca Cola las carnes (chuletas) frías, el arroz, una bandeja con pepinos y
tomate, le preguntamos qué es de la comida
vegetariana, simplemente contestó que no sabía nada y que eso “nomás le
entregaron”. Pedimos un salero, ¡uhh! sorpresa, decía en letras pequeñas, “Hecho
en Chile”, todos se rieron. Si bien esos pormenores no importan en definitiva, pero creo que no tiene mucho sentido consumir
en el centro del salar de Uyuni sal de otro lugar. Posteriormente llegamos al
sitio más impactante porque gracias al agua que bordea el salar, este se
convierte en espejo logrando confundirse con el cielo, las montañas y las nubes.
Retornamos contentos, quedamos emocionados y
reconfortados porque conocimos el salar que en sí es complicado y simple a la
vez, como un cuadro gigante que cambia de tonalidad, de brillo y contraste
(como cada instante de la vida), que invita a no pensar y a callar, es el salar
que seduce con su luz y permite liberar a los sentidos
Javier
Calvo V.
Sucre,
28 de enero de 2015
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