Chelo y quena
Dormir en la plaza es habitual para los trashumantes pasajeros que detienen su caminar debido a la somnolencia de sus pasos. En una de esas tardes calurosas este chelista, después de una corta siesta, buscó sombra, sacó su instrumento del forro descolorido y sin más presentación se puso a tocar, en realidad no sé si se trataba de música barroca, jazz o la fusión entre ambas. Se unió a él una muchacha que antes de sentarse ya hacía sonar su quena.
A ella le vi una un día antes, la recuerdo porque tocaba la quena abriéndose pasó por la calle Loa, entre la muchedumbre de las seis de la tarde, quedé seducido por los sonidos raros que salían del instrumento, ella como Hamelín y yo como una pequeña rata que se dirigía al centro de la tierra. De repente sentí que la ciudad tragaba al sonido y quedé solo en una de las esquinas.
Los que caminaban por la plaza creían no reconocer los hilos de voz del chelo y la quena, y yo, desde otro rincón, observaba a sus risas que se liberaban sin importar cuántas monedas hacían eco en el sombrero agujereado. Al poco rato llegó otra muchacha con quien se pusieron a conversar, luego guardaron el chelo y acomodaron la mochila, pero la quena no dejaba de sonar, en eso, volvieron a reír y bajaron rumbo al mercado central.
El desafío
Mientras retornaba a la oficina, me llamó la atención dos pies que sobresalían de uno de los rincones del monumento a Bernardo Monteagudo, dormía sin roncar y sin soltar la bolsita verde con hojas de coca. Desde que se hizo famoso por haber desenterrado en el botadero del mercado central una maleta con mucho dinero, su jovialidad fue enclaustrada, su humildad se abrigó con otro gesto. Chicho Hebia le hizo llorar en la televisión y quiso redimir al mundo utilizando su inocencia, le obligó devolver todo ese dinero a cambio de unos cuantos billetes y algo de ropa. Desde ese día ya no me reconoce, antes se sentaba en la patilla de mi trabajo e intercambiábamos saludos, fumaba un casinito con el piccho que reventaba sus cachetes y trascendía toda la plaza.
Ahora entra y sale de la Gobernación como si fuera su casa, se apoya en uno de los pilares y observa con cierto desdén y vuelve a picchar. Sé que muchos le prohibieron dormir en la plaza, porque ya le dieron un cuarto donde vivir, pero no, él necesita que su desafiante irreverencia continúe riéndose de nosotros.
Javier Calvo
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