Sus piernas se encogían y se presionaban una a la otra, los dedos de ambos pies mostraban un azul grisáceo.
Malena puso mucho esfuerzo al levantar su cuerpo dejando caer las sábanas junto al pantalón blanco, la blusa de color amarillo, el corpiño naranja y el calzón lila que desordenados aún guardaban el humo del cigarrillo Derby y el singani Casa Real que se desparramó en algún momento de la noche.
Frente al espejo sus ojos se desvanecían y el par de pezones perdían el rosado violeta que acostumbraban tener, sus piernas empezaron a temblar esa mañana y nuevamente su cuerpo quedó sin fuerzas. Abrazada a los zapatos de charol y con tacones de fierro, empezó a soñar. Cruzaron rostros, olores y lágrimas que resbalaban de las miradas. Malena reía y reía mientras frotaba las orejas que perdieron sus pendientes de fantasía.
Adrián esperó, desde entonces, que Malena recoja sus calzones, cambié las sábanas y cierre la puerta, pero no, ella con su desnudez clausuró las ventanas y soltó el agua de la tina para ahogar el corazón de Adrián.
Una mañana, cuando todavía dormía Adrián, sonó la puerta y se detuvo el goteó que perforó el recuerdo. La humedad tardó en salir y los vidrios empañados poco a poco descubrieron la luz y la sombra. Adrián despertó cuando las paredes confinaron al color y la puerta cambió de cerradura. Se sintió un extraño en ese lugar y buscó una manera de salir. Gritó por una rendija una y otra vez, pero sólo un aliento delgado susurró a mitad de la tarde; aquel que un día solía calentar sus labios.
Javier Calvo Vásquez
25 de abril de 2015
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