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LAS HOJAS


Llegó...
El motor del viejo Mazda se apagó junto a las luces que iluminaban la  cuadra angosta.
El taxista encendió un cigarrillo y sin voltear la cabeza habló despacito, las palabras se contuvieron junto al humo que se agazapaba entre las paredes de sus morados labios.
-Cuando quieras puedes salir, sentenció el taxista.
Escuchó el chirriar de la puerta oxidada, el frío le apretaba las manos y la nariz se caía poco a poco. Dejó las maletas en el jardín y caminó tan rápido sin llegar a correr. Era la única habitación iluminada y cuando entró Andrés todos callaron y su llanto se escapó...
Tartamudeaba y no logró reconocer el guión de los velorios. Un montón de imágenes circulaban y definían lo que sentía y lo que debía sentir
¿Por dónde empezar?
¿Cómo decirlo?
¿Fuerte? ¿Despacio? ¿Desesperado? ¿Rabioso?
¿Cómo se expresa el dolor? ¿Cómo se pinta a la tristeza? y ¿Cómo mostrar el sufrimiento?
Lloró, lloró e hizo llorar a  la concurrencia.
Abrazó a su madre, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos y a los vecinos... de pronto desapareció.
¿Dónde está Andrés?
Nadie supo en qué momento salió, alguien dijo que amaneció en uno de los cuartos oscuros,
En el entierro la querida esposa se dejó caer a los pies del ataúd mientras las hijas se desmayaban una tras otra. El sepulturero las observaba apoyado en la escalera junto al nicho que aún conservaba el olor del anterior difunto. Andrés  las miraba detrás de un árbol, aplastaba con las manos un puñado de hojas nuevas que sin darse cuenta las arrancó.

Después de muchas cartas y telegramas volvió  a su antigua casa. Esta vez las habitaciones fueron iluminadas, las ventanas reparadas y las puertas cambiaron de color. El jardín guardaba nuevas flores y hasta un  perro cuidaba el portón, quien al sentir que Andrés se acercaba se levantó inmediatamente sin perder la mirada que estaba extraviada en el piso.
Se dio cuenta que su madre se reía detrás de las cortinas y sin más saludos le arrojó una chamarra a tiempo de pedirle a gritos que se ponga porque era la única forma que el perro le deje entrar.
Así lo hizo. La cabeza y la cola comenzaron a balancear junto al ritmo del incansable jadeo.
El salón estaba vacío, sus hermanas dejaron pan fresco sobre la mesa redonda cubierta por un mantel de colores.
Sintió que la camisa se pegaba a la espalda y que por la frente caían varias gotas que a medida que avanzaba por los corredores más le cubrían los ojos. Se detuvo al ingresar a un patio con plantitas alrededor, se sacó la chamarra y revisó los bolsillos uno a uno, en eso, sus manos sintieron que varias hojas secas estaban el bolsillo de la solapa.
- Están aquí... dijo
Otro es su color, su fragilidad depende del viento y el sol. Las volvió a guardar en el mismo bolsillo, se puso la chamarra y muy despacio abandonó la casa. El perro en el portón se sentó sin perder la mirada puesta en el piso.


Javier Calvo

Junio de 2016

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