En los últimos meses de 1982 el racionamiento de agua en Potosí fue más estricto, pero como casi todos los años, se esperaba que las lluvias de diciembre, enero y febrero llenaran las lagunas de San Ildelfonso y Chalviri, de donde se abastecía la ciudad.
El 1 de enero de 1983 el sol brilló más fuerte y las nubes esparcidas mostraban su transparencia, mientras mis padres pedían que sople al cielo para que la lluvia termine de caer. La alegría del año nuevo no convenció a mi abuela porque creía que si no llovía ese día, nadie nos libraría de la sequía
Hasta 1982 la distribución de agua se realizaba de seis a siete horas por día, de acuerdo al cronograma dispuesto por la Administración Autónoma para Obras Sanitarias para todas las zonas de la capital, por eso no es casual que las casas conserven hasta hoy los tanques de almacenamiento sobre sus techos.
Llegó el carnaval, y con él, las malas noticias. Se confirmó que las lagunas solo guardaban charcos esparcidos y grietas donde antes crecieron las llulluchas, algas con las que se cocinan tradicionales sopas potosinas.
A diferencia de otras temporadas, no se prohibió jugar con agua porque lo poco que caía por los grifos apenas llenaba las ollas y calderas, mas el ingenio se dio modos para que la diversión no sea derrotada, así empezamos a echar harina sobre los cabellos y la boca.
Una mañana, presuroso salté de la cama ante ruidos extraños procedentes del patio, me acerqué y posé una de mis orejas a la pared… la tubería empotrada expulsaba roncos eructos, como queriendo extraer de los oxidados tubos al rocío que se ocultaba y fingía ser lluvia.
Desde entonces, no hubo tiempo para creer en soluciones a mediano y largo plazo, ni espacio para el cansancio y la impaciencia,… debíamos salir con baldes, bidones, latas, ollas y tachos e iniciar interminables filas frente a las escasas vertientes que existían en Potosí o en los exiguos pozos que luego de varios meses de sacar y sacar, nos enteramos que muchos de ellos estaban contaminados.
En los primeros meses de aquel año, la psicosis popular se refugió en las marchas de baldes vacíos y en las rogativas al Señor de Vera Cruz, patrono de Potosí. El gobierno de la UDP responsabilizó de la crisis del agua a la dictadura banzerista, por no invertir los recursos de la bonanza económica generada por la minería en los primeros años de la década del 70, en represas y nuevos acueductos.
En Televisión Boliviana transmitían prolongadas y exitosas campañas para los potosinos. El país aportaba con recipientes de todos los tamaños y colores. Los españoles donaron almacenadores de agua, los daneses obsequiaron filtros y los norteamericanos mandaron a sus técnicos. En la estación de trenes esperábamos desde las cuatro de la mañana que lleguen los donativos.
La producción agrícola desapareció en gran parte del Departamento, lo poco que se cosechó aquel año fue vendido por los intermediarios en precios exorbitantes. Las comunidades silenciaban, quedaron los más viejos sentados en la puerta de sus vacías tienditas a media luz. En las poblaciones intermedias, se cerraron los pocos centros comerciales y el viento se apropió de sus ventanas. La población rural migró a Chile y Argentina.
En la ciudad muchos enviaron a sus hijos a Sucre, La Paz, Cochabamba y Santa Cruz; los angustiados y preocupados padres prometieron que la separación duraría hasta que pase la sequía, y fue así, un año después muchos marcharon detrás de sus hijos.
Con los meses, la información sobre la sequía dejó de importar y los titulares prefirieron hablar sobre los conflictos de gobernabilidad de Siles Suazo, del Pliego Petitorio de la Central Obrera Bolivia, de la Huelga General Indefinida, sobre la desdolarización, la inflación, la caída del precio de los minerales, el descenso de Independiente Unificada y el retorno a la democracia en Argentina.
De repente, esa circunstancia no deseada y aborrecida se naturalizó, se prendió de la rutina. Como si se tratase de un empleo, todas las mañana de ese año nos dedicábamos a llenar turriles y pilones. Dejó de molestar la incomodidad de esperar horas y horas a las cisternas, aprendimos muy rápido a colar el agua con filtros fabricados con yute y arena donde quedaban petrificados los revoltosos bichos rojos, similares a la borra de ají.
Aprendimos a bañarnos en bateas y guardar las lavazas para reutilizarlas en los baños. El agua de la ropa lavada corrió la misma suerte. A pesar de todo, el amor de mi padre por sus plantas era tan grande que se dio modos para que no dejen de florecer.
En eso, el invierno no se olvidó de sus heladas, ventarrones y cabellos escarchados; no obstante, los labios mutilados por el sol y las manos rajadas se esforzaron en ocultar al cansancio.
En ese tiempo, los técnicos que realizaban el gaseoducto Bolivia – Brasil, se trasladaron a Potosí para construir el ducto desde la comunidad de La Palca, distante a 25 kilómetros y en pocas semanas la ciudad contó con un centro de almacenamiento de agua para abastecer a la zona baja (ciudad Satélite, Delicias, Bracamonte, Cantumarca).
Por razones que hasta hoy no entiendo, años más tarde se abandonó el proyecto. Quedan algunos tubos amarillentos esparcidos al borde del camino.
La conexión del río San Juan, a 50 kilómetros aproximadamente, representó el proyecto estrella de los ochenta porque solucionaría el problema de agua que siempre tubo (tiene) Potosí. Después de varios años se concretó este sueño que beneficia únicamente a los barrios de Plan 40, Ciudad Satélite y zonas aledañas.
En 1983, los potosinos hicimos cola todos los días para dos bidones de agua, pero también -como casi todos los bolivianos en esa época- para comprar pan, azúcar, arroz, fideo, harina, papa, carne, tomates, lechugas, gasolina, gas y cigarrillos. Nos acostumbramos además a los permanentes cortes de energía eléctrica, programados de 18:00 a 21:00 durante dos o tres días a la semana.
La alegría llegó en octubre junto a la primera lluvia, dejamos los bañadores al borde de las canaletas junto a improvisados ductos que concluían en los tanques. A partir de entonces, semana tras semana sumábamos imaginariamente los metros cúbicos que necesitaban las lagunas para garantizar el abastecimiento en 1984.
Cuando suponía que mi cumpleaños pasaría acarreando agua, un día antes la ronca tubería expulsó al rocío que se convirtió en lluvia y me quedé junto a mi madre contemplando su caída a ese viejo pilón que había perdido su brillo y espesor.
Hoy, después de 33 años de esa testaruda sequía, las promesas están remozadas al igual que miles de potosinos que esperan todas las mañanas a las cisternas. Están apilados en el patio los baldes, bañadores y tachos cuidando que el sol no vuelva a evaporar el agua.
Javier Calvo
Sucre, diciembre de 2016
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