Inútil
ha sido el esfuerzo de Andrés, no superó a los likes de su novia ni con el apoyo de los amigos, los hermanos,
sobrinos y vecinos que fueron seducidos abrir una cuenta con la única
responsabilidad de apoyar al meme que publicó Andrés.
Ella,
su novia, hábilmente supo viralizar el video que grabó su hermano cuando se
hizo caca en el pantalón luego de una desaforada carcajada. El corto de 95
segundos se pagó con la mesada ahorrada de tres meses e inmediatamente puso a
circular en Twitter, Facebook, YouTube, Instagram y WhatsApp.
Después
de 40 minutos el video alcanzó 30.000 likes
y 7000 usuarios lo compartieron. A medio día, las redes de televisión más
importantes de Bolivia se vieron obligadas a cambiar sus titulares para presentar
la “Caca de Lizet”.
Desde
entonces, todos quisimos saber quién era la “desafortunada” muchacha. Siguiendo
el olor que deja la curiosidad, las radios, las revistas, los periódicos y
canales nacionales e internacionales compitieron para lograr una entrevista.
Los
rallity show le entregaron el premio por el hecho Revelación del mes. Tiempo
después, participó como cantante en diversos festivales de cultura y presentó
noticias en un famoso canal de televisión.
La
última vez que la vieron en los medios de comunicación, fue durante su
proclamación como candidata a diputada nacional.
Andrés
presumía a todos que Lizet era su novia, aunque ella ya no respondía a sus
mensajes ni devolvía las llamadas perdidas.
Ese
domingo, María cumplió 24 años. Su celular desde muy temprano anunció la
llegada de miles de mensajes al Facebook y al WhatsApp. El día resultó muy corto
para contestar a la cantidad de buenos deseos, entonces dividió a sus amigos de
acuerdo a afinidades y respondió con frases distintas.
Su
madre le mandó un mensaje a las cuatro de la tarde para invitarla a comer pollos
y festejar su cumpleaños junto a la familia. María respondió con una carita
feliz.
Antes
de comer, su padre llamó la atención a sus hijos y a su esposa en particular
por ignorar la tarjeta de feliz cumpleaños publicada en Facebook para su amada
hija. Nadie dejó un Me gusta y menos un comentario.
¡Son
desconsiderados y mal agradecidos todos ustedes! Reclamó el padre.
Luego
de un escasísimo silencio, María sacó el celular y mostró los memes creados especialmente
para ella. La madre sonrío con una ternura envidiable y los demás comenzaron a cortar
el pollo. Antes de retirarse, la hermana menor estiró el brazo y gritó
¡sonrían!
Al
unísono, se abrieron los congestionados ojos y por unos segundos sonrieron al
imaginar que serían amados y envidiados por el mundo.
En
la Universidad la conocen como Perla, aunque dicen otros que su verdadero
nombre es Inés. Cuando decidió abrir una cuenta en Facebook, su entusiasmo
creció rápidamente al comprobar la facilidad de conocer los gustos y disgustos
de gente que no conocía, aun los momentos más íntimos de sus compañeras podían
ser revelados.
Cada
vez eran más las solicitudes de amistad que recibía y sin pensar dos veces aceptada
el interés de personas con las que jamás conversó directamente. Su amabilidad
no la postergaba y agradecía a sus nuevos amigos por su solicitud.
-Gracias
por tu amistad, querido amigo. Decía uno de los mensajes.
Inés,
mejor dicho, Perla, publicaba alguna vez videos de música clásica, jazz y
extensas biografías de matemáticos y químicos renombrados, además, poesías de Machado y cuentos de Balzac. En el micro,
aprovechaba el tiempo para revisar lo que sus amigas, y los amigos de sus
amigos, publicaron durante el día e improvisaba respuestas irónicas, honestas y
otras también mentirosas. Con todo, siempre terminaba dando un me gusta a los
memes, a las buenas intenciones y a las canciones de amor.
A
pesar de que sus publicaciones no eran frecuentes, cuando lo hacía se quedaba
como hipnotizada frente al celular para ver cómo cambiaba el marcador del Me
gusta. Con el tiempo se acostumbró a ver al cero del Me gusta y al cero del Comentario. Su mayor
cosecha -si se quiere llamar de esa forma- fue cuando publicó una canción de
Maná que decía más o menos así…
-
Como yo te deseo… ¡ah, ah, ah, ah, ah, ah!
18
marcaron Me gusta, dos compartieron y uno comentó:
-
Como yo te deseo… ¡ah, ah, ah, ah, ah, ah!
Efraín
no tenía celular ni una computadora, estaba decidido a continuar usando el
teléfono fijo y las cartas escritas con bolígrafo azul, decía que esos antiguos
sistemas eran más efectivos. Antes de franquear en el correo central guardaba
en un folder amarillo con liguitas cafés, varios papeles cuadriculados y
borroneados.
Con
los años recibía menos llamadas, sus amigos y familiares le decían que era
costoso llamar de un celular a un teléfono fijo y que no tenían tiempo para
escribir una carta, rotular y enviar por correo.
A
pesar de todo, a Efraín nada le cambiaba, se decía a sí mismo ¿cuán importante
y necesarias son sus respuestas? Su extenso silencio, que rebotaba en su
pequeña habitación, le respondía.
-No,
no son necesarias, decía e inmediatamente sacaba de los sobres pegados con
yurex viejas cartas dobladas de todas las formas. Las leía y las volvía a guardar.
Cada
carta era distinta a pesar de decir casi lo mismo. Te amo, te extraño y bla,
bla, bla, pero él supo descubrir su diferencia por el tipo bolígrafo, por los
borrones, incluso por el grosor de la letra, aprendió a descubrir al disimulo y
al aburrimiento del amor. Fueron estas observaciones que le llevaron a no
responder las cartas de su prometida.
Efraín
un día decidió viajar, llegó a Brasil sin tener la menor idea de cómo se decía
hola en portugués. Trabajó como ascensorista, taxista y asistente de cocinero.
Un día, luego de una escandalosa borrachera, no pudo abrir la puerta de su
cuarto y se quedó dormido frente a ella. Al amanecer lo encontraron con un gran
corte en el cuello, otro en el estómago y un puñal descansaba en uno sus riñones.
Murió sin zapatos y con los bolsillos revueltos.
Las
autoridades brasileñas nunca supieron su nombre porque cruzó la frontera de
manera ilegal. El consulado boliviano hizo las pesquisas para saber si alguien
lo conocía, pero ni los vecinos más cercanos dieron alguna referencia, como un
correo electrónico o el número de un celular a donde llamar. Después de esperar
dos semanas y al ver que nadie reclamó su cuerpo, se decidió enterrarlo en un
cementerio muy pequeño y casi vacío, ubicado detrás del Corcovado.
Aquí
no hay celulares ni internet. Vivo en el infierno donde nadie está seguro de
despertar, donde el miedo es eterno y elucubrar sobre el dolor es un disparate.
Tener dinero o no tenerlo marca la diferencia no solo para salir desde este
agujero, sino principalmente para seguir viviendo y si es posible, acceder a un
celular, televisión por cable, yerba, alcohol y dos guadaespaldas.
Afuera,
tenía 2358 amigos en Facebook e integraba 13 grupos de WhatsApp, participaba en
eternos debates sobre política y fútbol. A través de tres direcciones
electrónicas mandaba y recibía cartas de mis amigos más cercanos, también
documentos ultraimportantes y recibía certificados de los muchísimos cursos
virtuales en los que participé.
Compraba
y vendía por medio del internet productos chinos, americanos y europeos,
incluso, posteaba publicidad para distintas agencias de marketing en el mundo, quienes
me pagaban diez veces más de lo que ganaba mensualmente como funcionario
público.
Hay
un teléfono público que funciona con una moneda de dos bolivianos, hacemos
turnos para atender las llamadas y gritar:
¡Soliz,
Céspedes, Flores! ¡Teléfono!
Hay
un televisor en la capilla, únicamente salen canales locales. En mi cuarto
tenemos una radio, pero solo podemos escuchar en la noche porque durante el día
cortan la luz. Lo bueno de estar aquí es que no siempre escuchas un reproche,
debe ser porque todos de algún modo somos malos y aceptamos con orgullo nuestra
culpa. Afuera, todos esperan que seamos buenos hasta en las circunstancias más
inesperadas, por ejemplo, si te caes o hablas fuerte, si eres gordo o flaco, si
te roban o te mueres con cáncer, al final te culpan por no saber cuidarte.
Como
en todo, los tres primeros meses son muy difíciles, así es en el trabajo, en el
embarazo, en el servicio militar, en la escuela y en el matrimonio. Al
principio, extrañé más husmear en las redes sociales que a mi familia, pero lo
cierto es que no hay tiempo para extraña porque los días se encargan de cambiar
el nombre de la respiración y es el miedo que no se marcha ni en el
confesionario.
Han
pasado tres años y posiblemente ya esté acostumbrado… no lo sé. Un día quise
ver el cielo y busqué algún rincón para conseguirlo, pero no, solo cae la
lluvia y el calor. Me acostumbré a dormir en un colchón de paja lleno de
pulgas, en un pequeño cuarto junto a dos asesinos, un violador y tres
estafadores… me acostumbre a no esperar, a ver entrar y a salir.
El
otro día me comentaron sobre los
adelantos del último celular, dicen que tiene la capacidad de detectar si los
que cliquearon un Me gusta abrieron previamente el enlace o leyeron dos líneas.
Pero
qué digo, cuánto puede importar lo que hace el nuevo celular si dentro de 26
años, tres meses, dos semanas y un día, no creo que pueda comprar uno, ni
siquiera el que no es inteligente. Además ¿con quién podría hablar?
Mientras
tanto, seguiré lavando las ollas, cocinando ají de fideo y sopa de arroz; jugar
básquet por la tarde y compartir partidas interminables de cartas o ser taxista
durante las días de visita lo que me ayuda a ganar unos pesos para al p’ikchu,
el cigarrillo casino y el alcohol medicinal.
Javier
Calvo
Sucre,
13/5/2017
09:19
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