Muchas veces le advirtió que no era buena idea sorprender a la muerte.
Con él aprendió a reír y cantar en el pretil de la acera.
Deambulaban de puntillas por los rieles mientras la ronca voz del maquinista les carajeaba y los perros callejeros corrían a la par confundiendo su ladrido con la chirriante frenada de las ruedas de acero.
Su debilidad fue el cigarrillo. Postergaron muchos compromisos y abandonaron el deporte y las reuniones sociales por unas fumadas. No importaba la marca, el tamaño ni las grietas. Una noche, bajaron rumbo a la casa de ella fumando el Derby de cajetilla naranja, sus pasos parecían navegar sin dar sosiego a los pulmones y los puchos se prendían y botaban, se prendían y botaban. Pasaron por su casa y volvieron a subir.
“…te vi palidecer, me viste palidecer, transpiramos caliente y frío hasta que en la puerta de la universidad comenzaste a vomitar, y yo, vomité en la puerta del hospital”.
Reía y limpiaba los labios de él con un pañuelo que guardaba marcas de lápiz labial, luego se frotó los dientes con el mismo pañuelo sin dejar de reír. Llegaron a una pequeña plazuela y se sentaron frente a un viejo pino.
- Qué casualidad, dijo,
- De niño trepaba este árbol y junto a mis primos fumaba los cigarrillos de mi padre.
En diciembre, por algo inexplicable, sentían que todo era posible, fue en ese tiempo que provocaron a la lluvia y a los rayos cuando se guarecían debajo de las ramas de un eucalipto. Un adiós era suficiente para luego viajar en camión con el rostro frente al viento y el sol En esos días aprendieron a nadar en una poza del río Yura donde se sumergían y flotaban con los calzones burbujeando. “Me veías riendo en la playa con tu polera mojada y transparente. Así aprendimos a nadar”.
En eso, la navidad les inducía a dar vueltas agazapados y con la mirada extraviada creían estar lejos de la mentira de tenerlo todo, pero pronto entendieron que el empute era una ficción porque la navidad estaba en todas partes,… así, preferían emborracharse. En una oportunidad, compraron un litro de singani a granel, lo llenaron en una bolsa transparente y lo mezclaron con refresco en polvo, desesperados agujerearon la punta de la bolsa y bebieron sentados a los pies de una puerta abandonada, “muy lejos del centro, cerca del cerro, saliendo de la ciudad”.
En una oportunidad, ella le preguntó cómo quisiera morir.
-Pansa al sol, dijo,
-Sumergido en una piscina de cocaína.
Ella le vio feo y él empezó a reír. Más tarde le tranquilizó al explicarle que jamás podría hacer realidad ese sueño porque nunca tendría tanto dinero para llenar una piscina de cocaína.
- Sí, quisiera morir riendo, aunque simuladamente, pero riendo.
Cantaban por las calles sin importar el tono ni la memoria. “Ese momento era infinito…”. Les gustaba Gian Franco Pagliaro, aunque después -por separado- lo calificaron como cursi. “Nunca estábamos solos, eran nuestras las palabras y cualquier lugar era nuestro hogar, porque todo lo compartíamos incluso el odio a los tiranos y los soberbios”, ese estribillo era el preferido.
Cuando él propuso tener una hija ella se espantó, pero no tardó mucho en volver a reír, desde entonces no salieron de la cama y en el baño contaban los segundos a la espera de una leve señal de la prueba rápida. A pesar de no tener una casa ni trabajo, el riesgo de tener una hija les excitaba y apostaban todo a la casualidad. Era como cerrar los ojos y lanzarse a un precipicio con la única certeza que les esperaba un lago profundo o las filosas rocas.
Ella, repetía los tipos del tejido muscular y la estructura de las células caliciformes, contaba con los dedos los glóbulos rojos, determinaba mentalmente el valor del hematocrito y se veía fluir por la corriente sanguínea. Él, en el otro extremo de la mesa, intentaba comprender a Foucault. Las bocas llenas de p’iqchu, con litros y litros de agua, cigarrillo Casino y Legía. “Que lindos días… buscábamos pretextos para seguir estudiando y no ir a dormir”.
No sorprendería a nadie si él un día decidiera morir, es más, sus padres, sus hermanos, los amigos más cercanos, la madre de su hijo y su hijo en silencio aguardan esa noticia. Menos ella. Está segura de que él no tiene tiempo para matarse porque aprendió acumular compromisos y responsabilidades que lo tendrán ocupado en los próximos cincuenta años… “Este mundo me cautiva, es absurdo vivir sin su alegría y su tragedia”.
Pasaron más de 20 años para encontrarse. Se sentaron en un banco de piedra sin espaldar. Fumaron hasta la mitad de cada cigarrillo y comenzaron a contar los omeprazoles, ketorolacos e irrigores que consumían durante el día y comentaron sobre el inoportuno sueño que les impedía terminar ver una película.
…volvieron a reír, a lanzar carcajadas interminables mezcladas con atragantadas salivas.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 4 de diciembre de 2017
Comentarios