¡Revienta esa pelota! Grita la barra desde la improvisada gradería de la cancha de tierra del barrio Lajastambo (Sucre). Esa tarde, el calor de invierno sofocó al viento que conspiró contra el balón y el sudor se fosilizó junto al sol que ayudó al polvo a emular a la lluvia.
Detrás de uno de los arcos, un grupo de niños -sentados en piedras pequeñas y medianas- sigue atento el partido: unos silban, otros insultan, los más chiquitos ríen. Me llama la atención un pequeño que posiblemente no pase de los cinco años, lleva un sombrero grande que cubre sus ojos y en sus manos retiene una pelota de goma que la empuja entre las piernas cual si fuera un camión y sus rodillas el pico más alto del cerro.
Me acerco a ellos y pregunto:
- ¿Quiénes están jugando?
Se ven unos a otros como queriendo inventar el nombre de los equipos, el más grande interrumpe y revela que son de pueblos distintos. – No, dice el que tiene la cabeza rasurada al estilo Neymar, - son de diferentes barrios y no sabemos qué se llaman, destacó.
De pronto se corta la conversación y voltean la mirada al partido, mas el silenció deja escapar un cuchicheo en tono de fastidio
- Están jugando y nada más…
No fue necesario que me digan que soy un extraño, sus miradas y las frases cortantes ya advertían que mi presencia incomodaba, por eso, lo más práctico ha sido identificar a los equipos por el color de la camiseta: Amarillos versus Celestes.
La pelota no transita fluidamente, los jugadores caen permanentemente en el desnivelado terreno y la bola traspasa hasta la quebrada luego de un furibundo chu’tazo. Los arqueros son responsables de correr tras ella y una vez que la rescatan sus pasos son lentos como si el tiempo se detuviera en el cansancio.
Después de varios minutos de espera por fin vuelven a jugar y nuevamente la tribuna se inquieta, abuchea y rechifla.
- ¡Mete la pata Pedro…! ¡Marioooo! ¿Qué estás haciendo? ¡Corre carajo a cubrir, sino te voy a cambiar!
Temeroso me acerco hasta los niños para preguntar no sé qué, pero me calla la pelota que pasa rosando mi cabeza y se estrella en la puerta de lata de la Empresa Municipal de Áreas Verdes, ubicada a metros de la cancha.
-Chalita estaba, dice uno de los niños que tiene estampada en la polera la fotografía del Rey Misterio.
Otro es más tajante en su calificación:
- ¡Ese es un pendejo!
Después de que la pelota traspasó por cinco veces la valla y el muro de adobe, los jugadores son más cuidadosos y hacen toques precisos; únicamente rematan al arco cuando están cerca. El partido es de ida y vuelta. Los amarillos tuvieron dos posibilidades de gol y si no fuera por el viento seguro ya estarían ganando por lo menos dos a cero. Los celestes son desordenados y están buscando el penal.
- ¡Gooooool!
Gritan en coro los amarillos y en vez de correr detrás del autor del gol, como se ve en la tele, solo atinan a darle la mano y desde el bordillo -que parece una gradería- escapa un par de aplausos.
Cuando el partido se traba por las permanentes faltas o porque la pelota se pierda en el barranco, el público se distrae comprando refrescos de linaza o mokochinchi, gelatina en bolsita, bolos de hielo, helados del Valle y pasankallas rosadas. Los niños aprovechan esos minutos y entran a la cancha a patear botellas de plástico. El más pequeño, sujeta un tronco delgado que lo arrastra como si estuviera llevando su auto de plástico por las empolvadas carreteras.
En el centro de la calle, otro equipo trota al son del uno, uno, dos, dos, tres, tres y se inclina hasta tocar la tierra con la punta de sus dedos. Más allá, una señora pasa presurosa con el aguayo descolorido en la espada sin dejar de cardar con la rueca de madera. Un anciano, apoyado en un chueco bastón, no detiene su despacio caminar. Viste un poncho plomo, pantalón de bayeta y sombrero de potolo. Cerca de él, un señor orina en los arbustos, luego toma del hombro a una niña que probablemente sea su hija. Se alejan por el camino de tierra rumbo a la Barranca.
La pelota nuevamente está en la cancha y el arquero del equipo celeste grita.
- ¡Un gol más y terminamos!
El público se ríe, tira botellas y cáscaras de mandarina
- ¡Maricones! ¡Sigan jugando!
En ese momento, llega raudamente el micro Nissan Civilian que se estaciona sin apagar el motor e inmediatamente el chofer toca la bocina de manera entrecortada. A los pocos minutos, en la esporádica parada de buses se aglomera gente de diversas edades e ingresa al micro a empujones. En cuestión de segundos muchos ya se cuelgan de la puerta y se escuchan gritos desde adentro
- ¡Partí pues maestro, ya está lleno!
Supuse entonces que están yendo a una fiesta porque una gran mayoría aún tiene el cabello mojado, tupidas las trenzas, los rostros encremados y brillosos, las polleras cortas, las mantas rosadas, amarillas y verdes.
Me gana la curiosidad y pregunto a la señora de la tienda, que, por cierto, no oculta sus ojos de envidia y cansancio al ver como se hincha el micro.
- ¿Dónde estarán yendo no?
-Es domingo señor, casi todos bajan al campesino (Mercado) y otros al parque (Bolívar)… como todos los domingos.
Javier Calvo V.
15 de julio de 2018
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