No pudimos salir esa noche. Cuatro horas de intensa lluvia provocó que la escalinata se convierta en ruidoso y violento río que arrastraba piedras, botellas, ramas y zapatos abandonados. En los hechos, estábamos cercados por la lluvia que bloqueó la puerta, el techo y cuanto agujero tenía la casa. Obligados a estrecharnos detrás de la ventana, veíamos a las gruesas gotas pasar por los postes de luz. Caían y rebotaban en el pavimento, luego, poco a poco se abrían camino en su eterno descenso convertidas en charco y lodo.
Preferimos no decir nada en tanto contemplábamos y escuchábamos a la lluvia. Jugamos con el aliento en los vidrios húmedos e imaginamos a las gotas ocultarse en el pretil enmohecido del vecino, las imaginamos también perdidas en el mar.
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