El aguacero de esa noche no impidió a Cecilia salir de su casa. Caminó despacio frotando su cuerpo por las paredes, casi de puntillas bordeaban sus pasos para no despertar a los perros que acurrucados se arrimaban en las puertas. Se detuvo en un poste de luz y observó a las gotas que caían en los adoquines y se convertían en burbujas que se desvanecían al bajar por la calle angosta.
Cecilia se sentó en la acera, como provocando a los charcos que de rato en rato se estrellaban en su rostro cuando los autos y las motos pasaban raudamente. Su blusa logró la transparencia y el pantalón fruncía sus piernas delgadas. De pronto, se escuchó el abrir brusco de una puerta que desde adentró llamaba a Cecilia. Ella se paró, se arregló el cabello y caminó con prisa por la calle angosta, en tanto, la lluvia seguía cayendo.
Javier Calvo V.
Enero de 2019
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