Esa tarde no llegó al trabajo, su cartera se mecía y columpiaba cuando Andrés abría la ventana para mezclar el humo del cigarrillo con los olores que entraban de la calle. El mudo celular resbalaba por el escritorio cuando el vibrador reaccionaba con sus luces azules. Angélica, se paró tantas veces del sillón tentada en contestar, se detenía y volvía a mascar sus largas uñas verdes.
Ivonne mantuvo una prudente distancia y evitó, cuanto pudo, mirar sus ojos, sus labios, sus manos. Veía los árboles y jugaba con la punta de los zapatos de charol, como queriendo dibujar surcos, tricas, círculos.
-Cómo te fue en estos veinte años, -preguntó él-
-No fueron veinte, creo que son más de veinticuatro –respondió y volvió a callar Ivonne-
El sol, al comenzar la tarde, llegaba a todos los rincones de la plaza donde parecían escondidos, sentados en una banca improvisada de concreto. Ahí no se escuchaba la bulla de los micros ni de los voceadores que gritan …Pérez, la Ceja, 16 de julio…
De un momento a otro, se nubló y al instante cayeron algunas gotas que luego se transformaron en un tremendo aguacero. Ivonne, que pensaba volver a su trabajo y apagar la computadora, se puso más nerviosa porque a esa hora el portero ya habría puesto candado a la oficina y mañana el jefe se daría cuenta que no volvió al trabajo.
Peinó con sus dedos el ensortijado cabello, se paró y sin decir nada comenzó a correr hasta llegar a una calle empinaba con adoquines y aceras resbaladizas, la lluvia nubló sus ojos, pero era más preocupante la respiración que se cortaba en mitad del pecho. Se detuvo cuando llegó a la puerta de su casa. Tocó el timbre, la puerta, las ventanas, hasta silbó como le enseñó su hijo. Los perros ladraban y la gata caminó sigilosa detrás de la ventana con la cola parada.
Se sentó en el borde de la calle mientras la lluvia aún caía, ya sin mucha fuerza.
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