Su infancia transitó entre Sucre y Tarabuco, 64 kilómetros de ir y volver por el mismo camino de tierra, en ese espacio frío la pampa y las montañas se mimetizan en el cielo y la imaginación da rienda suelta al deseo, al miedo, a la mentira, a la eternidad.
Luis Valdés nació en Sucre y vivió en Tarabuco hasta los cinco años, luego de un tiempo, su mamá decidió radicar en la ciudad junto a sus ocho hijos, sin que esto suponga romper el vínculo con su esposo, a quien lo visitaban los fines de semana y en las vacaciones para ayudar en la siembra y cosecha de papá, en la venta de ají y grasa, en el aprovisionamiento de yerba para los animales y en el pasteo de ovejas, en esa época, Luis además jugaba fútbol con sus amigos, saltaba por encima de las fogatas en San Juan y aprendía a cocinar.
Su papá es un terco agricultor que con los años le fue más difícil sentirse cómodo en la ciudad, por eso, cuando llega a Sucre a comprar víveres y otros enseres, únicamente se queda un par de horas.
La primera vez que oí de Luis fue cuando me dieron su número telefónico con el fin de concretar la entrevista.
Días después entré al vetusto edificio de ITS-SIDA de la calle Ayacucho, el olor a laboratorio y medicamentos está remozado con aires desconocidos, por momentos parece una escuela, una oficina de impuestos, un centro parroquial.
Decidí no llevar preguntas en el bolsillo ni sospechar siquiera cómo abordaría la crónica, sé que no es recomendable apostar a la intuición, pero no entiendo por qué ese día lo hice. Me senté en un rincón de esa improvisada sala de espera con banquetas de madera ordenadas frente a un televisor, unas detrás de otras, cual si se tratara de un cine clandestino, en eso, el Chavo del 8 golpea a Quico y doña Florinda cachetea a don Ramón. Los minutos pasan y de rato en rato alguien se sienta y disimula ver la televisión, entra a uno de los consultorios y se escuchan tímidos murmullos entrecortados. Las enfermeras, farmacéuticas y médicos se encuentran en el pasillo y comentan del frío, del cansancio, de las reuniones y de la sajrahora, en eso llega un flaco muy flaco con los pómulos pálidos y hundidos, el cabello largo y el jean agujereado en las rodillas. Cuando se apresta a descansar en una de las sillas, sale una doctora de su consultorio, se acerca al flaco y le susurra al oído.
-No dejes de tomar las pastillas, -alcancé a escuchar-
Seguí esperando en una de las sillas apoyadas en la pared de color celeste, en esos instantes sentí la incomodidad de ser un extraño, la misma sensación tuve de niño cuando entraba a las fiestas infantiles y tenía que reír, jugar y ser travieso. Esos recuerdos me ayudaron aparentar estar enfermo, necesitaba crear lazos de confianza, simular para permanecer. En tanto emulaba esa circunstancia, a tropezones alguien terminaba de subir las grades de cemento. Apareció un muchacho de tez pálida, mediana estatura, rapado en los costados de la cabeza, vestía pantalón y chamarra de jean… vio a todas partes y creo que me reconoció sin conocerme. Me levanté, lo saludé y él comentó que su retraso se debió al intenso tráfico, muy común ahora en Sucre.
Luis, después de saludar a medio mundo, pidió al director del Instituto un lugar para conversar conmigo, en ese momento comprendí que guarda una relación cercana -casi íntima- con los funcionarios y médicos de ese lugar.
-Hola doctor.
-Hola Luis, le responde con un fuerte apretón de manos.
-Pueden entrar a ese consultorio que está vacío, -sugiere el director sin levantarse ni desprender la mirada de la computadora.
Ese ambiente no podría ser otra cosa que un consultorio porque huele a medicina, a jeringas, a algodón, a sábanas, se siente el calor de los focos que apuntan a la camilla e hipnotizan el miedo. Luis me invita a sentarme en una de las sillas que bordea el escritorio.
-Bueno, comencemos, le dije. Se sentó y le pregunté si quería mantener su nombre o prefería el anonimato.
-No, no se preocupe, todos me conocen, ya vencí esa etapa, -sonrío.
Luis vive con el VIH desde hace cinco años, lo supo un 14 de abril de 2014. Ahora tiene 27 años.
“Cuando me dieron el resultado, lo tomé tranquilo y ese día trabajé con normalidad como si no pasara nada. Al volver a mi casa me fui dormir casi inmediatamente, me sentía cansado sin ganas de pensar en nada. Desperté muy temprano y casi de manera natural comencé a llorar, te juro que no era por mí o por tener el VIH, sino por la preocupación de no saber cómo contaría a mi mamá y a mis hermanas. Creo que es una pregunta que todos se hacen en ese momento”.
-¿O no les aviso? …mejor me guardo para mí, se decía Luis, en tanto pasaban por su mente miles de imágenes, como el llanto de su madre, la desesperación de sus hermanas y las complicadas preguntas sin respuesta del cómo y del por qué.
“En mí estaba la necesidad de contar a mi familia, entonces bajé llorando hasta donde estaba mi mamá. Ella pensaba que estaba borracho”.
-Estoy mal.
-¿Qué te pasa?
-Tengo el VIH
Su madre no sabía de qué hablaba su hijo, pero sus hermanas que estaban ahí comenzaron a llorar y le explicaron que se trataba de una enfermedad incurable.
“Lloraron y me abrazaron, dijeron que no me preocupara, que me darían todo su apoyo. Desde entonces, sé que cuento con ellos: mis hermanas, mis cuñados, mi mamá y mis sobrinos”.
Su papá aún no conoce esa historia y es posible que nunca la sepa porque, de todas formas, dice Luis, no lo comprenderá.
Contuve la pregunta durante muchos momentos de la entrevista, pensé que no era necesaria (por el momento) y la obvié una vez más. Dejé que Luis continúe su relato.
“Contraje el VIH a través del alcoholismo. Como muchos jóvenes me emborrachaba sin más no poder y tenía relaciones sexuales sin saber con quién, en eso me transmitieron el VIH. A esa persona nunca más la volví a ver”.
Después de seis o siete meses, una mañana despertó muy mal. Se sentía enfermo como si estuviera muriendo. No tenía otra alternativa que ir al hospital donde le hicieron algunas valoraciones clínicas e inmediatamente pidieron su autorización para hacer la prueba rápida del VIH, lo que no le intimidó porque cada tres meses lo hacía. Esta vez el resultado fue diferente, dio positivo.
Estudió en el colegio de la Recoleta y en el José María Serrano, pero salió bachiller del CEMA con la idea de estudiar Psicología, mas sus innatas habilidades en la cocina lo llevaron a decidir por gastronomía porque disfruta y se divierte cuando cocina. Su mamá fue su primera maestra en el arte de mezclar alimentos, sazonarlos con secretos y sentir su perfección en el aroma que impregna el ambiente. Así se hizo famoso entre los familiares y amigos quienes en cualquier ocasión le piden que cocine un picantito de pollo o unas pizzas. Con la profesión en el brazo y el paladar como diploma, trabajó en varios restaurantes, pollerías y hamburgueserías. Tener el virus no le impide ganarse el pan y menos poner en práctica sus aptitudes, por eso, labura desde hace algunos meses en una pizzería.
Otra de sus pasiones es la peluquería, aprendió en un instituto cortes de diferente tipo y un día quiso especializarse en tintes. Actualmente, pone en práctica sus dotes estilísticos en el entorno más cercano.
La familia es su bastón, no existe otro refugio donde pueda estar mejor. Vive con su madre, con la hermana menor, con el cuñado y los sobrinos. Su hermana mayor vive en España y otras radican en Argentina. Su hermano es Maestro. “Tenemos una bonita relación. Ahora estamos enfrentando una situación delicada por la enfermedad de una de mis hermanas, todo esto nos une,… en realidad, siempre los momentos más difíciles nos unen”.
Por lo general, a los 12 y 13 años es difícil enfrentar a los padres y peor si se trata de gritar al mundo lo que se siente. A esa edad Luis se preocupaba además del sufrimiento que podría causar a su madre porque todos la señalarían y hablarían a su espalda,
-Tu hijo es esto o este otro, le dirían a mi mamá. –Comenta Luis-
“Las madres siempre cargan el peso del dolor”, lo dice en un tono de orgullo, pero también de resignación.
Una mañana dejó el miedo, se acercó a su madre y muy despacio le dijo.
-Soy gay.
- Yo te acepto como tú eres, pero mientras yo viva no te quiero ver vestido de mujer. –Respondió su madre y le trató de convencer que para gustar a otro hombre no es necesario parecerse a una mujer.
-Acéptate como eres, (…) tú eres hombre, pero si te gusta otro hombre acéptate así. –Le dijo muchas veces.
En dos oportunidades no hizo caso esa recomendación y se transformó en mujer.
“A mis hermanas la noticia no las sorprendió, me dijeron una vez que siempre lo supieron. Desde entonces me hacen bromas y me preguntan si estoy con algún chico, esas cosas. En verdad nunca afectó a mi familia en la magnitud que yo suponía. Más duro ha sido enfrentar a la sociedad donde tuve que aprender a ser fuerte”.
Su padre supone no saber nada, pero en realidad sabe quién es su hijo, prefiere callar e insistir con las mismas preguntas.
-¿Cuándo vas a tener mujer? ¿Cuándo vas a tener hijos?
Preguntas que Luis nunca contesta.
“Él sabe en silencio que soy gay, pero no lo acepta. Prefiere callar”.
No quiere iniciar una nueva relación sentimental, la última experiencia lo dejó quebrado. Murió su pareja hace siete meses en Cobija, le atacó una enfermedad oportunista (la tuberculosis) y el VIH hizo añicos su cuerpo. Luis se calla y detiene la mirada en cualquier parte, recuerda los planes que tenían, las ganas de irse a cualquier lado. Lo conoció en el Grupo de Ayuda Mutua (GAM) del ITS-SIDA donde aprendieron a conocerse, a cuidarse, a cuidar a los demás. El romance duró un año y medio.
Todas esas experiencias lo impulsaron a defender los derechos de las personas que viven con VIH, no con una actitud, pasiva, patética y lastimera, por el contrario, luchar contra los prejuicios, la discriminación y la propagación de la enfermedad, esto supone primero, dijo Luis, aceptar con alegría que tenemos una particular forma de vivir.
-Desde que vivo con el VIH el mundo se abrió para mí.
En este tiempo reconoció que en su cuerpo no está el enemigo, sino en el qué dirán disfrazado de convencionalismos.
“Hace algunas algunos años participé en un taller nacional de personas que viven con VIH hace más de 30 años, entonces yo me decía, recién empiezo, me falta tanto por vivir. Pensar de esa forma es muy bonito”.
Apagué la grabadora, y en eso, Luis se refirió a su trabajo con otros chicos que aún mantienen su secreto o están ahogados en la pena, con todos ellos construyó una familia sin alejarse del mundo y la cotidianidad de planear el futuro, como tener su propio restaurante, casarse, incluso, -por qué no- tener hijos.
Javier
Calvo Vásquez
Sucre,
9 mayo de 2019
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