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ALAMBRITO


Alan Vargas. Foto. Gentileza Jaime G.


25 de agosto de 2016 

Su mesa estuvo tapaba todo el día. Dicen que muy temprano ordenó los anillos trenzados, los aretes de alambre y el letrero escrito con bolígrafo rojo “Se hacen simbas”. 

-Luego cubrió la mesa con otro mantel y se retiró -dice Patricia que tiene su puesto artesanal en el mismo sector, conocido hasta hace algunos años como “De los hippies”-. Ahí se vende artesanías desde los primeros años del 90, a un comienzo todos eran artesanos que tendían sus paños en el suelo. Viajeros que se quedaban en Sucre unos días y después prolongaban su viaje interminable. Hoy quedan pocos artesanos, en su mayoría son comerciantes que instalaron casetas y ofertan su mercadería en condiciones más seguras. Ninguno se viste como hippie y no huele a pachuli. 

Llegó la hora de guardar los collares de bambú, los anillos de plata, las coloridas chalinas de lana, de hilo y algodón; los aretes, las manillas y los prendedores de madera, en tanto la mesa de Alan sigue tendida y tapada, como queriendo proteger la mochila clandestina, descolorida, remendada y amarrada con guatos de zapatos. Entonces, Jaime, otro de sus compañeros artesanos, junto a Patricia levanta la mesa y la mochila para guardarlas en uno de los quioscos del mercado donde habitualmente suele llevar Alan. 

-Seguro está chupando por ahí y se durmió. Mañana volverá como si nada, -Le dije a Patricia esa noche- Recuerda Jaime. 

Desde que Alan llegó a Sucre vivió en el barrio de la Recoleta, pero nadie sabe la fecha aproximada ni las circunstancias que influyeron en él para dejar de ser un errante. 

Esa noche, en su barrio hacía más frío que en el centro de la ciudad, en agosto los árboles del cerro Churuquella soplan, silban y se agitan con fuerza, parece que el rocío confunde el día con la noche y se siente caer minúsculas y delgadas gotas de agua - viento. 

En esa temporada, el empedrado cambia de contraste a medida que avanza la noche y la luna llena se detiene en los tejados que, si los ves de lejos, parece que besaran el suelo. Los perros ladran y corren unos detrás de otros por las antiguas y angostas calles llamadas –quien sabe porqué- de los Gatos. Se pierden rumbo al Guereo chocando con las entrepiernas de los calenturientos suspiros y jadeos que creen mimetizarse con la sombra. 

Alan no hacía ruido cuando entraba a la casa donde vivía, una vivienda remodelada hace algunos años, mas, por dentro, conserva los callejones, el patio con piso de loza y piedra, rodeado de cuartos con pequeñas puertas sin ventanas. Cruzaba esos pasillos antes de llegar a su habitación que estaba en el segundo patio, bajaba despacio por una escalera de madera puesta ahí hace mucho tiempo. Debía evitar el maullido de los gatos que merodean en las esquinas y en la punta del techo. 

-Escuché un ruido, pensé que eran los gatos que, como todas las noches, pelean, caen del techo, luego trepan por las paredes y tiran la escapada. –Recuerda la dueña de casa al admitir que no prestó atención y volvió a dormir-. 

Trastabilló Alan por el patio colonial y al intentar bajar por la empinada escalera, se enredó uno de sus pies en los peldaños y cayó a las piedras brillosas y desportilladas del segundo patio. Es probable que con el ruido los inquilinos hayan despertado y creyeron, como la dueña de casa, que eran los gatos. 

Después de un rato, alguien que pasó por el lugar encontró la escalera tirada y a Alan junto a ella. 

-Estaba inconsciente –dijo la dueña de casa- con sangre coagulada sobre el lóbulo izquierdo y baba vieja entre los dientes. Vino la ambulancia y se lo llevó. 

15 años antes 

En aquel tiempo Alán saludaba a todos, esa extraña simpatía me llamó la atención y motivó acercarme como periodista de Televisión Universitaria. Producía un programa sobre historias de vida, En Blanco y Negro se llamaba. Luego de las presentaciones de rigor y tratar de ser lo menos protocolar para no espantarlo, le propuse entrevistarlo. 

-Tuve una niñez desesperante, -comenzó a decir- pero al rato aseguró no recordar nada de esos años, por lo que prefirió describir su adolescencia, los días que estudió con los padres salesianos en Cochabamba, La Paz y Santa Cruz (en ese orden). 

-Fue una gran felicidad salir bachiller –dice a tiempo de aprisionar los hombros, agigantar el pecho y dejar que se estiren las comisuras-. 

Durante la dictadura de Hugo Banzer (1971 – 1978) Alan realiza el servicio militar, primero en el Centro de Instrucción de Tropas Especiales (CITE) de Cochabamba y luego en el Cuartel General de Miraflores en La Paz. Además de recibir la instrucción castrense enseña los himnos a los desventajados hijos de mineros. 

“Los jóvenes de centros mineros eran mal vistos y maltratados, tuve la responsabilidad de hacerles cantar el himno nacional, pero ellos se quejaban y decían al Sargento que no les enseñaba bien, entonces yo quedaba mal con todos, eso no me gustó y tomé otro camino”. Retornó a Cochabamba con sus maestros salesianos. 

Se encontró con sus amigos que hacían teatro e ingresó al mundo del arte de la mano del profesor de escultura “un tal Callao…” y el profesor de artes plásticas Tito Kuramoto con quien se fue a Santa Cruz. Tiempo después participó en el Concurso Nacional de Dibujo donde obtuvo el primer premio, esto era, acceder a una beca en el Instituto de Bellas Artes de esa ciudad que avaló su designación como director de la unidad de Artes Plásticas. 

“En ese ambiente conocí a Piraí Vaca, claro, ahora él ya no me debe recordar”, dice. 

Simultáneamente a sus trabajos de profesor de dibujo y artista plástico, integró el famoso coro cruceño Santa Cecilia y aprendió fotografía que, entre otras cosas, significaba revelar el rollo de 36 exposiciones y copiar placas en el cuarto oscuro. 

A días de ingresar a la Universidad Gabriel René Moreno (Santa Cruz), nuevamente la bota militar agita la vida de los bolivianos, García Mesa toma el poder con el apoyo de la Fuerzas Armadas (17/07/1980). Retorna la persecución, la tortura, la muerte, el exilio y los campos de concentración. Los militares intervienen las universidades, encarcelan a sus dirigentes y destruyen la documentación de los postulantes, entre ellos de Alan que -luego de algunos meses- decide abandonar el templo y la Escuela de Bellas Artes con la intención de aprender artesanía, ese oficio de alambrero y trenzador de hilos. Fue cuando agarró sus cosas y empezó a viajar. 

“Ser artesano es hacer tus propios trabajos. Ahora ofrezco mis cosas a la gente, muchos lo aprecian y otros –como en todo- se retiran y no compran nada. Sabía que este oficio no me daría dinero, pero me ayudaría a viajar de cualquier modo y en cualquier momento”. 

Los últimos años 

Patricia recuerda que cuando era muy chica conoció a Alan, lo escuchaba hablar con su mamá sobre astrología, la coca, el cuerpo astral y cosas que no entendía nada. 

-Lo veía como a un gurú. –Dice- Como esos maestros desconocidos que a veces se ven en la tele. 

Alan era de estatura pequeña, tez morena, muy flaco, de ojos saltones, pómulos contraídos y llevaba la barba dispersa como la de los gatos. 

“Por casualidades de la vida me hice cargo del puesto artesanal de mi mamá, así me convertí en vecina de Alan. Me viene a la cabeza ahora verlo llegar apurado como si alguien lo esperara, con su chamarra azul que después fue ploma y finalmente blanca. La chamarra le quedaba muy grande, le llegaba casi hasta los pies -seguro alguien le regaló- me decía para mis adentros”. 

Con los años se hicieron amigos y cómplices que lo compartían todo, aun las acaloradas discusiones que concluían –por lo general- en las chicherías y verbenas. 

“Me pedía que le enseñe a tejer y hacer artesanía con los hilos, a pesar de poner todo su interés nunca pudo, lo único que logró fue trenzar anillos que -casi al final (de su vida)- se puso de moda entre las colegialas, a tal punto que hoy se hacen en varias ciudades”. 

En verano, cuando el calor sucrense incita a botar los jeens y las chompas, Alan se perdía misteriosamente. Iba muy temprano al río Quirpinchaka y retornaba a medio día con la camisa arremangada, la mochila en el hombro y la chamarra amarrada a la cintura. 

-Llegaba bien peinado y pituco el Alan. –Sonríe Patricia con cierta nostalgia- 

Jaime, fue otro de sus amigos que lo conoció al poco tiempo de llegar de Santa Cruz. 

-Ha debido ser entre el 96 o 97. –Comenta- 

“Me sentaba en el suelo a picchar junto al Omar y el Carlos (artesanos). Ahí conocí a Alan. Él se apropiaba de la conversación al hablar de filosofía y astronomía”. 

Con él frecuentó las chicherías y aprendió a tomar la chicha empulada (chicha embotellada). En ese entorno conoció a gente “copetuda” de corbata, alcohólicos y a muchos que cuando entraban al boliche lo primero que hacían era saludar al Alan. 

-Vamos a tomar chichita –me decía- tapaba su mesa y luego bajábamos a la (calle) René Moreno. -Hace memoria Jaime. 

“Era bárbaro… te captaba y te dejaba cojudo, quedábamos como zombis, entonces él se daba cuenta hasta dónde había llegado y decía …Miren cómo es mi forma de ser, les estoy captando toda su energía y ustedes también a mí”. 

Alan sustituyó la chicha por el alcohol cuando se cerraron las tradicionales chicherías de Sucre. “Me preocupé al verlo tomar alcohol puro, los famosos soldaditos con la boina azul que mezclaba con yogurt o Pilfrut”, comenta Patricia y rememora una de las típicas frases de su amigo que solía repetir cada vez que se aprestaba beber. 

“Es mi multivitamínico”, decía, mientas terminaba de sorber hasta la última gota, luego se sentaba con las piernas cruzadas en su pequeño taburete de madera, sacaba de la bolsa verde con la punta de los dedos las hojas de coca que acomodaba entre las paredes de sus roídas encías a la par de torcer y retorcer los alambres que de a poco tomaban forma de arete o callar. 

-La coca es mi chicle clorofílico de larga duración marca boliviana. –Repetía una y otra vez- al contemplar la hojita de coca que parecía embelesarla con la punta de la lengua. 

Nunca le preocupó su problema con el alcohol ni comentó sobre el tema. Sus colegas artesanos no decían nada y todo transcurría con normalidad hasta que en una oportunidad se luxó uno de los tobillos al caer de borracho. Esa circunstancia fue aprovechada por sus amigos que lo internaron en el hospicio 25 de Mayo donde estuvo por más de un año, tiempo en que no bebió ni hizo artesanía. Las monjas no le permitían acullicar ni pisar la calle, decían que estaba enfermo. 

“Lo visité dos o tres veces. Al principio casi no lo reconocí porque estaba limpio, peinado, rasurado, bien comido y más cuidado”, evocó Jaime y desvela que en esa temporada Alán conoció a un fisioterapeuta a quien después lo consideró un hermano. Era un estudiante que hacía sus prácticas en ese centro de acogida, acostumbraba a entregarle a escondidas coca y bicarbonato. 

Por circunstancias desconocidas Alan salió del hospicio, volvió a su puesto de artesanía y retornó al alcohol de la boina azul. 

“Como si hablara con otra persona se preguntaba y el mismo respondía, así pasaba horas y horas. Más tarde se incorporaba al grupo y hablaba de lo mismo una y otra vez”, contó Patricia, al asegurar que el trago le estaba volviendo olvidadizo y hasta un poco loco. 

El 25 de agosto de 2016 lo vieron dar vueltas por el mercado. 

-Esa mañana parecía extraviado, como si no conociera a nadie -declaró un comerciante del lugar- Alan le preguntó dónde estaba el baño, lo que le pareció raro porque él conocía a la perfección ese sector donde trabajó por más de 25 años. 

-Es imposible que no se acuerde. Algo no anda bien –Se dijo así mismo el comerciante del Mercado Central- Alán le pidió que lo lleve a orinar, entonces caminaron despacio y lo dejó en la puerta del baño. 

Al día siguiente, al ver que no retornó a su puesto, sus amigos lo buscaron por todos los boliches, plazas y rincones donde acostumbraba a deambular. Una de las vendedoras de artesanía que conocía su casa decidió ir a preguntar. A las pocas horas reunió a sus compañeros y dijo: 

-Alan está hospitalizado, dicen que está grave, se partió la cabeza. 

Inmediatamente hicieron la “coperacha”, como llama Jaime a la acción de recaudar dinero para colaborar con los gastos de hospitalización. 

Patricia se movilizó por los lugares donde lo conocían, fue a los boliches de doña Mirian, doña Daysi y doña Hilda, ubicados en inmediaciones de la avenida del Ejército y la Recoleta. Reunió en una noche 500 bolivianos. 

En el Mercado Central se hizo otra coperacha, por ahí aparecieron también sus amigos rokeros y aquellos que, aparentemente, nunca podrían haber conocido a Alan. Al cabo de varios días sumaron las monedas y billetes dando como resultado la suma de 9000 bolivianos. 

Cuando despertó del estado de coma habló con una de las comerciantes del mercado, le dijo que a un amigo le entregó 4000 dólares para que se los guarde. 

-Pídele por favor y utilicen en todos los gastos. –Habría dicho-. 

El médico informó a Jaime que Alan tenía un coágulo en el cerebro producto de la caída, pero con paciencia y algunas operaciones podía salvar la vida, empero, le advirtió que ese no era su único problema. 

-Su hígado está cocido, quemado totalmente, ya nada podemos hacer -Dijo el galeno- además tiene una severa anemia que impedirá su recuperación. 

Los artesanos y sus amigos sabían que Alan estaba muriendo. 

Muy pocos conocieron su cuarto de la Recoleta, uno de ellos es Pablo Cervantes, más conocido como Pablo violín, que alguna vez lo acompañó a tomar chicha. 

-Se respiraba soledad en cada rincón –dice luego de hacer un recuento de las cosas que vio esa noche. 

“Un colchón y una frazada tirados en el suelo, un anafe que hace mucho tiempo no fue prendido. Una mesita con revistas antiguas y dos libros viejos deshojados: El profeta y el Lobo Estepario. No tenía ropero ni velador, menos un espejo”, recordó Pablo al describir el color de las paredes que parecían desvanecerse junto con el moho y las esquirlas de yeso podrido que retenían cuadros con mensajes. 

“Seguro los puso hace muchos años porque estaban amarillos, parecían muy antiguos. Uno de ellos decía”: 

Tú dices que amas la lluvia, pero cuando llueve usas paraguas 

Tú dices que amas el viento, pero cuando sopla muy fuerte cierras las ventanas… 

Por eso tengo miedo cuando dices que me amas. 

-No me acuerdo muy bien el autor. Déjame ver… Maaaley, algo así 

- ¿Bob Marley? 

–Le pregunté 

-Sí, ese Marley. –Confirma Pablo- 

Junto al colchón descansaba la pequeña radió Akita color plomo de cinco por tres centímetros con la antena extendida y el botón de encendido en on. “Parecía muerta esa radio”, afirma el violinista. 

“Hacía frío en ese lugar, entonces le pedí a Alan que me preste algo y observé que sobre la silla estaba una chamarra super vieja y un jeen tirado en el piso. No había más ropa”. 

La despedida 

Cuando llegó la noticia de su muerte decidieron utilizar el dinero que sobró en los gastos fúnebres. En eso, se enteraron que apareció el amigo que guardaba el dinero de Alan, quien se comprometió a devolver lo se pagó en el hospital y cancelar los gastos del velorio y el entierro. 

Jaime fue el último en despedirse. Abrió el cajón y puso sobre su cuerpo todos sus instrumentos de trabajo: El alambre, los hilos, los alicates, pinzas, su coquita y unas monedas. 

-Tal vez hay algo que hacer allá y le falten algunas monedas -dice Jaime- y sus ojos parecían buscar la última imagen que guardaba de Alan. 

Contó que el día del entierro lo acompañaron sus amigos, sus compañeros artesanos, los comerciantes del Mercado Central y sus amigos rockeros que tocaban en la chichería de doña Fernanda. 

-Alan siempre se presentaba haciendo reverencias. –Recuerda Patricia- 

“Soy Alan Vargas, orejas largas hasta las nalgas y amigo de los perros vagabundos. Me encontrarán siempre aquí (en el puesto artesanal), porque soy el trabajador, la secretaria y el jefe… ¿interesante no?” luego reía al intentar ocultar su mirada en el suelo. 


 Javier Calvo V.
Sucre, noviembre de 2019


Patricia Palacios

Jaime

Pablo Cervantes


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