Después de julio…
-No abras la puerta por favor… dormiré todo el día -dijo Claudia. Sus palabras suplicaron, desgarraron las sábanas donde ocultó su cuerpo ensortijado y vencido.
Adrián cerró despacio y escuchó gritar a Malena desde el fondo de su cuarto:
-¡No insistas Pa! Sabes que pronto se levantará, jugará con los perros y reirá de tus ocurrencias. Déjala que llore hasta que se canse –dijo- e inmediatamente aumentó el volumen del televisor. En eso, el gato saltó al cuello de Adrián, ronroneó alrededor con la cola parada y los dos perros parpadearon en un intento desesperado por no dormir.
Se dirigió a la ventana con la idea de levantar la frazada que la cubría, mas, prefirió que su cuerpo caiga con fuerza al sillón que provocó el rechinar de los resortes, como cuando nació Malena. A las cinco de la mañana de un domingo de marzo llegó la primera amenaza de parto, Claudia entró al taxi con mucha dificultad y entretanto recorrían las avenidas vacías arañó la mano de Adrián y contuvo el llanto mordiendo el bolso azul. En el hospital le pusieron una bata, se recostó en la mesa de parto, abrió las piernas y pujó desde ese instante durante cuatro horas.
-Puje señora puje, si quiere que esto termine –sentenció la enfermera- cuando la obstetra abrió con los dedos las paredes de la vagina y su mano derecha jaló la pequeña cabeza ensangrentada y gelatinosa. A diferencia de otras wawas, Malena gritó al nacer, que no es lo mismo que llorar.
-No sabes el alivio que me dio escucharte gritar –solía decir Claudia- y Adrián recordaba que en ese momento por fin su cuerpo se acomodó en el sillón remendado donde los resortes chirriaban dejándose ver entre el luido paño verde.
Ese domingo, como tantos otros, los adoquines se acomodaron sumisos a los pasos trashumantes que recorrían en el amanecer, con todo, ese día era distinto. Muy temprano la tele informó que el presidente estaba perdido, se especuló que huyó a China y se suicidó en el jacuzzi. Desde el tragaluz del baño Adrián vio gente desconocida que merodeaba el lugar con palos, trinches y banderas, notó varios puntos de humo diluidos en el cielo, le intrigó el insistente ulular de las ambulancias.
-A la mierda con todo –dijo-. Se puso una chamarra, ahuyentó al gato que emuló en su cuello a Phillippe, el equilibrista, y salió del departamento ubicado en el cuarto piso de un antiguo edificio. Saltó peldaño tras peldaño…, peldaño tras peldaño hasta llegar a la acera desportillada por donde bajaban dos ancianos haciendo sonar las rodillas temblorosas. Adrián cruzó raudamente como si alguien lo esperara en algún lugar.
A su paso encontró a un grupo que bloqueaba con sogas, piedras, banquetas y escaleras. Continuó su trote taciturno alejado de las vigilias amenazantes hasta llegar a un callejón angosto y serpenteante donde únicamente habitaba la sombra del sol. Sintió que por una rendija se arrastraba el sofocante calor corporal, así como los hacen las babosas; se acercó de puntillas a la ventana con vidrios rotos y sucios ¿Quién o quienes estaban dentro? Sospechó que del otro lado agonizaban cuerpos podridos, desnudas mujeres sudorosas, ebrios hediondos y rendidos drogadictos. Con el rose de sus dedos se abrió un enrejado corroído por donde fluyó la amarga fetidez. Ingresó por un oscuro pasaje que mostró su estrechez a medida que avanzaba, una endeble luz amarilla a penas se dejaba ver lo que hacía suponer que más adelante hallaría la salida.
Chapalearon sus zapatos en orín, en sangre coagulada, en caca y vómito. Resbaló de rato en rato que más de una vez estuvo a punto de caer. Logró mantenerse de pie gracias a las paredes estrechas y al techo cóncavo por donde se arrastraban sus manos. La luz amarilla continuó enana, como una estrella que agoniza y circula desorientada por el cielo de marte, por los plenilunios y por las brumas del desierto.
Desesperó e intentó retroceder, pero el miedo lo obligó a seguir de prisa sin saber por qué o para qué. Creyó escuchar el susurro de los fantasmas que se esconden en los pasadizos secretos, oyó voces que tramaban su asesinato. Así que elucubraba, la tenue luz amarilla se extinguió. ¿Alguien la apagó o simplemente desapareció como las estrellas solitarias? La cobardía tocó fondo, la misma que lo empujó hasta ese lugar y lo retuvo en ese instante.
-Este es el final… -Balbuceó-.
En ese momento percibió que se acercaba a él un tumulto iracundo y antes de apurar sus pisadas, otro gentío llegó por atrás haciendo estallar los charcos cual jinetes del apocalipsis. Decidió –instintivamente- atrincherar su cuerpo, extendió los brazos, las piernas, los dedos hasta que las uñas rasgaran el yeso podrido. Segundos más tarde, el gentío se encontró a centímetros donde Adrián pretendía mutar y en un dos por tres se enfrentaron a puñetazos, patadas, palazos, escupitajos, cabezazos… la sangre fulgurante se expandió por todos los rincones sin dar tregua a las voces que caían de manera estrepitosa.
-¡Sí!, sí es el talabartero que trabajó con mi padre –dijo para sí- cuando reconoció una de las furiosas voces, a la vez de soltar una leve mueca de esperanza.
Advirtió también al empleado del banco que facilitó su crédito, al lustrabotas que, luego de hacer brillar los zapatos y las botas durante muchos años en la oficina, consiguió el puesto de conserje. El lustra, como lo llamaban, festejó el contrato durante cinco días continuos.
-Chupamos hasta morir ¡Carajo! –Recordaba con cierto orgullo Manuel- el novio del jefe.
Participó también de la trifulca la pastillera del barrio, que heredó de su abuela el quiosco y el puesto (que no son lo mismo). Con cierta arrogancia pregonaba, durante las veladas a la Virgen de Guadalupe, que es hija de las calles porque con su “abue”, que la crio desde sus dos años, desayunaba, almorzaba, tomaba té, cenaba y hacía sus tareas en las veredas a los pies del quiosco, ahí conoció al primer hombre que la llevó a un alojamiento de la avenida Marcelo Quiroga Santa Cruz. La llamaban también Katari, que en quechua significa serpiente. Katari, gracias a la habilidad de su lengua, engañó a muchas pastilleras para quedarse con sus puestos, creando así el más grande monopolio de quioscos de Sucre.
Se agarró a puñetazos además la cocinera del Hospital, el micrista de la línea F, el director de su colegio -un tipo parco y muy bien enternado que se jactaba tener la mejor colección de discos vinilo de Sandro- Del otro lado, estaban el sandwichero que fiaba a todos los estucos del barrio, el cajero del super, el empresario de fideos, el exportador de nueces y la cobradora del peaje en la Zapatera. Todos ellos conocían a Adrián, eso lo llenó de confianza.
La tropa vencida yacía temblorosa, los otros, los que quedaron de pie, continuaron su viaje acalorado. Adrián avanzó poco a poco sin dejar que sus dedos abandonen el paramento que se confundía con rostros desconocidos, cosas perdidas en las esquinas de su casa, cielos amarillos, ríos turquesa… la sonrisa muda de Claudia, el grito destemplado de Malena, el bostezo de sus perros, el rom, rom de su gato, la rutina mediocre de su trabajo, los por siempre hijos de puta que son abanicados por los eternos amarraguatos, el olor amargo del cigarrillo casino y del pijcho amortajado, los casetes esparcidos en la cama y los libros arrimados en el velador.
-Sé que tu mujer leía el informativo del presi… es su amiga –dijo una voz desde el fondo del lodazal- ella es tu mujer, seguro ahora escapa con el hermano presidente –continuó diciendo.
Adrián se detuvo y, sin comprender muy bien lo que decían esas afónicas palabras, volteó lentamente, apuntó el pie derecho y a tientas dio un puntazo a la quijada de esa mujer que puso en duda la reputación de Claudia. Inmediatamente corrió con la seguridad de hallar cualquier agujero que lo saqué del peligro, en eso, chocó con un muro que sostenía una escalera de madera por donde subió con el aliento contraído hasta encontrar una ventana semiabierta que tenía los vidrios rotos y sucios. Sin pensarlo dos veces saltó a la calle.
La noche estaba más oscura que de costumbre lo que exigió de él precisión en sus pisadas ya que por momentos parecía estar en otro país. El olor desconocido que circulaba en el ambiente no permitía mantener el ritmo de sus piernas y mucho menos encontrar la ruta que lo lleve a su casa. La ciudad se sentía abandonada igual que los perros solitarios que arrastran la cola. Los bloqueadores se retiraron de las esquinas sin dejar que el humo hable de ellos. Las ambulancias, los micros, los policías, los taxistas, los hamburgueseros, las putas, los putos, los fisgones, los jailones, los rateros, los intrusos, los proxenetas, los violadores… todos se fueron.
Pocas farmacias mantenían el foquito azul, las brosterías estaban frías y la gasolinera olía feo.
Subió con cierta dificultad por una avenida rodeada de pinos y aceras resbaladizas, dobló hacia una arteria angosta iluminada por un enclenque poste de luz, notó que de un edificio antiguo se evaporaba un hilo refulgente, lo distinguió y comenzó a silbar como loco hasta que Malena sacó la cabeza por la lumbrera. Al instante lanzó un llavero. Tropezó varias veces por las gastadas gradas y casi a gatas llegó a su departamento.
-Amor… lo siento, no pudimos esperarte más y empezamos a comer el pastel de quinua –dijo Claudia al cerrar la puerta- Siéntate, lo calentaré y serviré café con leche.
Los perros que, permanecían sentados frente al Telediario, batían la cola y sin disimulo olían las manos de Adrián, del mismo modo que el husmear del gato. Malena revisó su celular sin dejar que desequilibren las cenizas del cigarrillo. Claudia se puso a jugar con los perros y con cierto sarcasmo contó la situación del país, además recomendó a todos no hacer renegar a su papá. Lo contempló en silencio apoyada en el sofá, sus ojos tenían el mismo color de aquella tarde que decidieron escapar. Viajaron en la carrocería de un camión rumbo a Macharetí. Buscaron un espacio junto a la papa, el cemento, las cebollas, las gallinas, los corderos, las garrafas de gas y el pan. Los campesinos que, con facilidad se acomodaron para dormir, los miraban con desconfianza y sorna. Aprovecharon las canciones de Yarita -que coreaba el chofer desde la cabina oxidada- para besarse, tocarse, olerse e imaginarse. Ahí aprendieron a dormir juntos. Una vez en Macharetí comenzaron un viaje interminable por los bosques, los ríos, las montañas, los lagos, las praderas y los pueblitos pequeños de Bolivia. La experiencia de esos años era el persistente tema de conversación en las reuniones con los amigos.
-Sí, tienes razón -decía Claudia- viajar solo es un pretexto, como todo lo que hacemos en la vida.
-En realidad viajábamos para estar juntos –añadía Adrián- sin perder de vista a Claudia que servía los chuflay en la mesita del living.
El día que resolvieron quedarse en Sucre coincidió con el acuerdo de tener a Malena, quien llegó como todas las wawas, con su marraqueta bajo el brazo: Adrián logró el crédito para el anticrético. A partir de entonces, hace 25 de años, viven en ese edificio.
Se sentó en el sofá a lado de los perros para tomar café con leche, Claudia no dejó de contemplarlo. Cada sorbo lo mezcló con una profunda fumada que le obligó a cerrar los ojos. Sin demora, levantó el plato con restos de quinua, la tasa y el cenicero. Los lavó silbando bajito If I have to go de Tom Waits con el gato en su cuello que equilibraba y mordía su cola.
-Claudia, apaga la tele después de jugar con los perros –dijo Adrián- no tardes mucho por favor.
Ingresó a su habitación con el bostezo en la mano y sin prender la luz dejó abierta la puerta.
-No te preocupes ma, mi pa ya te hará reír cuando te cuente sus historias. Déjalo que duerma o finja hacerlo –sentenció Brenda.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 12 de marzo de 2020
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