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LA ÚLTIMA PARADA



Dejar caer la última carta sobre la mesa en señal de victoria o rendición, expresa el fin de algo y el inicio de otra partida, similar a migrar que no es lo mismo que viajar. Es una peligrosa apuesta que se intimida con las primeras luces que de apoco se extienden en el horizonte. Entonces la valentía se encoje en su afónico estruendo.
Ahora, aquí, tu caminar y tu olor te delatan, canjearán tu nombre y tus miedos. Con todo, quizás -si al final de la cuadra aún la conservas- tu memoria recree tu rostro entre las malolientes calles, entre la estridencia de los minibuses y los mercados, entre la bruma del sol que incinera tus ojos y en las escalinatas interminables que, como mástiles, hacen de ti su bandera.

Te acuerdas, te encontré en la última parada del micro X1, camino a Ravelo. Salté del micro con mi cámara Nikon y tú –desde abajo- preguntaste al chófer “a qué hora irá al (mercado) campesino”, luego te resignaste ante el silencio maleducado y te quedaste parada en el borde del camino de tierra, distrayendo con un palito de helado -en un esfuerzo que contorsionaba el cuello, el brazo y la mano- a la wawa que tardaba en dormir.
-Debe ser mujercita, -pensé- luego de observar el ch’ullito rosado que sobresalía del awayo multicolor.

Tal vez porque soy, como tú, un extraño y porque las mujeres que serpentean mi circunstancia son distintas a ti, es que tú -en tanto mujer- interpelas y destruyes la comodidad de mis construcciones mentales con tus pasos sigilosos después de la última parada, con tu paciencia inquebrantable de domingo en el mercado, con tus trenzas fibrosas que al atardecer parecen deshilachadas.


Pero para nada eres un poema soso y ñoño de ciudad premoderna, tu verbo es caprichoso que no mide poses para beber de la botella, agarrar a puñetes a quien ose coquetear a tu marido, zapatear –hasta romper los tacos de tus zapatos de charol- con el huayño en las fiestas patrononales del barrio, mientras supones estar en la comunidad junto a tus padres, padrinos, abuelos, tíos, primos, hermanos y amigos.


Desde mi pose de clase mediero deduzco tu pobreza, tu sufrimiento y tu alegría. Imagino que tu marido es un chófer asalariado o un albañil que –como tú- también es un extraño que no tiene “modales” para comer en la orilla de las aceras, entretanto lo observas y la wawa gatea a cualquier parte.


Apenas bajas del micro, el chófer apaga el motor y equilibrándote con las dos bolsas en ambas manos subes la calle empinada llena de baches y lodo fresco. Regresas del mercado, casi es de noche, cargando a la wawa que está despierta y sentada en el awayo, tiene la cara empapada de dulce y el sol al parecer congestionó sus cachetes p’aspados. Así te pierdes camino al cerro, donde seguro está tu casa, digo esto, porque dos flacuchos perros bajan de la quebrada batiendo sumisos la cola. En tu barrio las casas se dispersan y –como las luciérnagas- las luces se prenden y apagan.


Este encuentro casual se queda en cada foto que narra la circunstancia de la mujer indígena en la ciudad. Asumo que no son postales ni ventanas por donde se la exhiba, más bien son espejos –como muy bien diría J. Szarkowski (1922-2007) que ponen en evidencia los pedazos de mis subjetividades respecto al mundo que se equilibra entre mis tormentos. Entendida así la cosa, la bendita objetividad está venida a menos, es más, hago gala de la parcialidad con la mujer indígena - urbana: migrante, pobre, trabajadora, comerciante, madre, dirigente de la junta de padres y de la junta vecinal, abuela, amante, chola y birlocha. Me impongo a mostrar su condición de sujetos marginales del poder (S. Rivera 2018).


Ya lo dijo Gerry Badger (2009), la fotografía crea discursos, que no son otra cosa que el resultado de las subjetividades de quien toma la foto y quien la observa. Roland Barthes (2005) coincide con esta postura al señalar que el fotógrafo al sacar una foto se enfrenta consigo mismo. En su libro, La cámara lúcida (1990), dice que cada foto define el momento que fue, es decir, cada foto expresa lo que ya no es, mas, el espectador se apropia, la recrea y deconstruye en un nuevo relato.
“Es verdad que la foto es un testigo, pero un testigo de lo que ya no existe. (…) Creo que es así como habría que abordar el enigma de la foto, es al menos, así como vivo la fotografía: como un enigma fascinante y fúnebre” (2005).

Javier Calvo V.
Sucre, 24 de abril de 2020

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