-¿Llamaste a mi papá? ¿qué te ha dicho…? –Volvió a preguntar la loca de ojos redondos y brillosos cachetes- No fue la primera vez que me pide llamar a su papá desde una de las ventanas del psiquiátrico de mujeres colindante con la calle Ayacucho. Ese día se cumplió un mes de cuarentena, con todo, mis perros no perdieron la costumbre de salir a olfatear las paredes y jalar sus correas como si alguien los esperara en la esquina, en tanto les rogaba que no corran, ideaba una nueva mentira que la convenza.
-Ummm… llamé, pero nadie contestó, -alcancé a decir- y sentí su mirada hasta el final de la cuadra.
Hace poco, mientras daba de comer a los perros callejeros que llegan a mediodía, interrumpió la misma pregunta.
-¿Hablaste con mi papá? –dijo desde la misma ventana sin dejar la menor duda que su cuerpo se sostenía en la punta de sus pies. Su rostro redondo resplandecía como la luna y sus ojos se extraviaron en la lisura, lo mismo que su cabello que revoloteaba como una ola coqueta y atrevida.
-Sí, sí hablé, -mentí una vez más- no obstante, cuando empezaba a dar mayores detalles, su chillido me cortó para preguntar cuándo vendría a recogerla.
-Dijo que en junio –respondí tímidamente- y sin dar tiempo a más explicaciones saltó en su trecho jaleando sin extender mucho las manos.
-¡¡Urra! –Gritó junto a su amiga que la acompañaba- y dejó ver el moño amarillo que sostenía su cabello.
-¿Cuándo llegará? –Volvió a preguntar embelesada- Conseguí decir entre los dientes que a principios de junio e inmediatamente quise escapar de ese momento posando mi mirada en los perros que c’ascaban los huesos y relamían el caldo de pollo.
-Bueno, dijo que hará todo lo posible por llegar –le expliqué en señal de descargo y arrepentimiento sin separar la vista de los perros que gruñían- Entonces volteé mi cuerpo para entrar a mi casa, cerré la puerta y en medio del zaguán oscuro escuché, como un estruendo, la risa de ambas que parecían mofarse de mi mentira.
La cuarentena también se ensaña del insomnio que elucubra voces, sombras, suspiros y sudores. Una noche, de las tantas que pasé despierto, un grupo de perros comenzó a pelear frente a mi ventana donde habitualmente la vecindad deja la basura, mis perros ladraron exaltados igual que otros que viven cerca a mi casa tornándose en un espectáculo insoportable. Abrí la ventana, golpeé con violencia una vasija de aluminio a fin de ahuyentarlos y pueda escapar la perra en celo. La vasija sonó afónica y desorejada como las campanas que anuncian la llegada del camión con gas, solo así se retiraron sin perder de vista a la perrita que corrió con la cola escondida hacia la calle Uyuni, en eso, observo que se acerca al son del trotecito militar un gato amarillo con la cola parada y el cuello esbelto.
-¡Pucha, mierda! se encontrará con los perros que van hacia él –dije en tono de rendición abatida- Guardé para mí la esperanza de que la arrechera perrina sea más importante que devorar a ese trasnochador felino, mas, advierto que sin mayor drama ni escándalo y haciendo abstracción de los furiosos ladridos que parecían comérselo, el gato salta por encima de cada uno abriéndose paso como una boligona sin abandonar el parsimonioso ritmo de su trote que lo lleva hasta un árbol, sube despacio y salta al pretil del muro donde parece caminar de puntillas en un serio intento de emular a las bailarinas que cruzan el escenario conteniendo el silencio, luego brinca a uno de los techos del psiquiátrico donde a paso lento entra a la oscuridad.
Cuando estuve a punto de cerrar la ventana, me percato que se prende la luz del cuarto desde donde suele preguntar, la loca de los ojos redondos, si hablé con su papá.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 4 de mayo de 2020
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