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LAS CARTAS

 

 



-No recuerdo la última vez que estuvimos juntos, –Murmura Andrea, mientras ordena por fechas las cartas de Iván- las doblé sin terminar de leer una sola.

La tercera esposa de Iván comunicó en el periódico su alegría por el segundo aniversario de su boda, en la foto se la distingue con un vestido de flores lilas y rosadas, un enorme jopo ochentón, los labios delgados pintados con fucsia brilloso y el celular plateado sostenido entre las manos. Rodeada de sus tres hijos, elegantemente vestidos, los abraza para que no exista la menor duda que solo son de ella.

Sus amigos más cercanos saben que se casó para salvar a la rutina de su hastío. Lo hizo, como en otras ocasiones, sin pensarlo dos veces. “Correr el riesgo es como un barco que comienza a navegar sin rumbo y sin saber dónde poder anclar” solía cantar quedito y su memoria silbó esa mañana cuando firmó el certificado de matrimonio, ante la mirada distraída de su experimentada esposa. Ese instante, fue como caer con los ojos abiertos de una gran distancia a un río turbulento, ruidoso “como lo hacen los valientes”, con la leve esperanza de sumergirse en lo más profundo y rebotar a una orilla lejana junto a su frágil aliento.

-Hola, buen día. ¿Señor Iván?

-Sí. ¿Dígame?

-Tiene una carta de La Paz, por favor recoja del Correo Central. –dijo la recepcionista tras el auricular, tenía algo ronca la voz, sonaba aburrida y friolenta. Gracias a la permanente visita de Iván al correo eran viejos conocidos, no obstante, nunca pasaron el límite del usted ni rebasaron los buenos días, las gracias y el hasta luego.

No dio importancia a la llamada y siguió rumbo a su trabajo donde ordena las copias de facturas canceladas por el consumo de luz; las apila por fechas, por tipo de propietario según orden alfabético, por importe y consumo de vatios. Las cataloga en archivadores por meses y cada viernes los guarda en el depósito del tercer patio. A veces, se queda horas en la puerta intentando abrir el oxidado candado.

-Tiene su maña… solo yo la conozco, -le dice al jefe de personal cuando éste le reclama el porqué de esa simple tarea toma más de cuatro horas.

Días después del telefonema, Iván pidió permiso a su jefe para recoger la carta, la oportunidad sirvió para saludar a la recepcionista que, al escuchar su voz, lo miró con una enamorada sonrisa por encima de los lentes y frotó con la palma de las manos el sobre blanco que de a poco le entregó. Sin leer el nombre del remitente ni hacer el menor intento por abrir, lo abandonó en el interior de su saco de poliéster. Después de un mes, rompió la envoltura que llevaba una estampilla con el mascarón de la Moneda. Le llamó la atención el papel cuadriculado tamaño carpeta y el bolígrafo azul -casi celeste- de punta delgada. La caligrafía precisa no rebasó un milímetro el margen doble. Se sentó en la cama donde dormía su esposa y comenzó a leer.

“…dejaré los rodeos, estaré ahí muy pronto. Que estés bien, besos”, precisó la última línea. Guardó la carta y apagó la luz. Entró al dormitorio contiguo y, sin hacer ruido, se acomodó en la cama de plaza y media, los perros movieron sus cuerpos con cierta mesura para darle un espacio, en tanto fingían dormir.

Esa noche, su mirada se extravió en la ventana ensombrecida que parecía crecer al punto de perder su forma y quedarse como una masa de luz, en un abrir y cerrar de ojos, la ventana estaba ya muy lejos como un insignificante cuadrado en medio de la oscuridad. En eso, distinguió la voz desfigurada de los profesores de escuela cuando le jalaban las orejas y golpeaban sus robustas nalgas con un palo revestido de goma delegada, sintió el olor a vino añejo que desprendían los pupitres y la salinidad de las tizas blancas, rosadas y celestes.

Reconoció el penetrante aroma a canela caliente con alcohol con el que se emborrachó en la adolescencia y le obligó a abandonar la ingenuidad del perfume para entregarse a la brutalidad del placer. Creyó escuchar el grito de sus padres, percató la somnolencia de sus amigos y se vio retornar solo a su casa por las frías calles angostas. Así, como su mente divagaba, sus dedos acompañaron el ritmo del viejo reloj de pared que solo marca los segundos.

Empezó a dormir y en su sueño despertó junto a risas de distintas facciones: las de boca abierta y de boca cerrada, risas de ojos, risas con lágrimas, risas de inventario, risas sin dientes y risas de venganza. Gemidos convalecientes movieron su cama a los que auscultó uno a uno para hallar la diferencia entre aquellos que piensan en otro y el gemido que suma los segundos antes del orgasmo, entre el que balbucea nombres y el que desespera en el arrepentimiento.

Sin bajar de la cama, se sentó en ella para acordarse lo que dijo Andrea en su carta, mas no pudo porque se desprendía de algún lado el horrible traqueteo de los zapatos rojos, lilas y verdes que ella acostumbraba a usar de lunes a sábado. Por más esfuerzo que hacía no logró identificar las facciones de su rostro y el timbre de su voz. En su pecho se revolvía el desprecio por esa mujer que, si tuviera una sola ocasión para salvar su vida en riesgo frente a un peñasco, la dejaría sufrir y contemplaría -con cierto júbilo- su irremediable caída.

“Hizo de mí una servilleta de papel que echó por el inodoro, sin pretender nada renuncié a las comodidades de un amor convencional y cuando la renuncia la tuvo en sus manos la extravió sin darse cuenta siquiera. Dediqué horas interminables a contemplar el brillo de sus ojos de miel, a saborear el olor de sus dedos y de sus orejas, pero ella solo hablaba, hablaba, hablaba, hablaba. Desaparecí del mundo con el único propósito de atisbar por las rendijas los contorneados muslos morenos por donde resbalaba sus húmedos deseos. De un día para otro, partió sin dejar una sombra donde yo pueda esperar”.

-Quizás me dio una señal y no percaté. –Se recriminó por muchos años al tratar de hacer memoria y visualizar a Andrea la última vez que estuvieron juntos.

Aún guarda la imagen que creyó verla en una esquina tomar el taxi con la mochila de nilón y una bolsa de mercado como maleta. Como era costumbre- Black Sabbath sonó esa mañana en toda la cuadra, él silbó sin desafinar Paranoid frente a la casa con jardín y un árbol de retama. El sonido agudo de cada nota despertó a los perros del barrio que reposaban frente al sol. Cansada del alborotó salió la mamá de Andrea y, sin preámbulo, le dijo que su hija se fue a La Paz y que no estaba autorizada a dar la nueva dirección. Su rostro cambió de semblante al observar la conversión acelerada que sufría el aspecto de Iván, fue como ver la descomposición cadavérica. Pasaron varios minutos sin que nadie diga nada, ella lo volvió a ver como queriendo evitar que caiga su tristeza y se haga añicos, él, no desprendió su mirada de la esquina donde –seguro- Andrea esperó el taxi.

-Fueron cuatro años ¿verdad?

-No sé, -respondió él-

-Seguro una de sus amigas te dará la dirección, tú sabes cómo son entre ellas, -dijo la señora de estatura mediana que llevaba trenzas deshilachadas reposadas en sus macizos senos. La pollera, sujetada por las anchas caderas, se dejaba llevar con dificultad por la brisa húmeda de ese día.

Bregó con las íntimas de Andrea algunos meses, hasta que un día pasó por debajo de su puerta un pequeño papel

Calle Jaimes Freyre 65-A

Sopocachi

La Paz


Desde entonces le escribió cartas cada semana, cada mes, cada tres meses, cada seis y, finalmente, una por año. Ninguna tuvo respuesta.

En las primeras cartas le reclamó por qué se fue sin ninguna explicación, al cabo de algún tiempo confesó cuánto la extrañaba, en las subsiguientes hizo de ellas un monólogo donde relató con lujo de detalles las elucubraciones más disparatadas, las aventuras mitómanas y los amores prohibidos, dejaba en el papel los secretos más perversos e ingenuos, su imaginación se hacía y yacía en él. Cual contrato de cumplimiento obligatorio, franqueó a la misma dirección durante 26 años. En el último mensaje le comunica que se casó por tercera vez, advirtió, sin embargo, que se trataba de una mujer desconocida, al punto que al nombrarla mastica su nombre porque teme confundirla.

“Mi matrimonio es un contrato de anticrético… será el último, en cuanto deje este trabajo partiré con mi gato y mis perros. Recuerdas, decías que tu próximo viaje no tiene pasaje de vuelta porque no cargarás nombres ni ausencias. No comenté sobre esas ideas porque no sonaban ciertas en ti, ahora, quiero lo mismo: partir y ocultar mi nombre avergonzado. De hoy en adelante no sabrás nada de mí”.

Cuando los gatos parecen arrastras los pies y las calaminas rechinan, es señal que se acerca la madrugada. Iván, una vez más, intentó dormir.

A las siete se levantó, ingreso de puntillas al baño y, entretanto limpiaba los dietes, guardó casetes y un libro en un bolso de gabardina azul. Se despidió de las mascotas con un beso en el centro de sus cabezas al prometerles volver pronto. Dio vuelta ante la desconcertada mirada de los perros que merodearon de pie y el gato bostezaba en el borde la ventana. Cerró la puerta sin hacer ruido. Se paró en el borde de la acera, observó la pulsera Ojival y caminó despacio con la punta del índice sobre las paredes descoloridas por las lluvias y el sol, cual niño que no quiere llegar a la escuela. Su introvertida infancia se vio renacer al dejar caer lágrimas liberadas por la pena, no permitió que lo distraigan las imágenes y las voces que acostumbraban a circular en su cabeza. Sus ojos apreciaron el ventilar sumiso de los balcones, divisó el rodar de una pequeña piedra en el tejado, notó el rancio orín plasmado como huella en las puertas del vecindario, escuchó el graneado de arroz que salía de algún agujero, olió el fregar de las llantas por la empinada calle que trepó por más de 20 años antes de llegar a la oficina. Se paró en los postes de luz para leer los avisos que perdían el color y se desprendían como ronchas calcinadas. Oyó el murmullo de una pareja de adolescentes que cruzó sin darse cuenta de la atónita mirada de Iván. Las voces se perdían cuanto más se alejaba. Todo, para él, era efímero, como el universo.

“Renunciaré a mi trabajo y con el finiquito compraré una casa en el centro del bosque, cerca al estrecho río de aguas claras. Hace mucho tiempo pasé por ahí, fue cuando extravié a mi libertad en un espacio eterno. Dicen que al tiempo se la distingue en las hojas, en el color del cielo, en el cuchicheo de la tierra y en el brillo del sol. Por primera vez sentí que mi libertad era feliz, entonces la abandoné para siempre. A pesar de no recordar cómo llegar, sé que existe el lugar donde nada tiene nombre y donde la brisa, como las olas en el mar, se confunde con el cielo. Ahí quiero volver”, habló para sí al cruzar la puerta de su oficina.

Ensimismado en sus sueños, dejó de hablar con sus compañeros de trabajo y dedicó los descansos en la suma quimérica de los centavos, los usaría para comprar su casa en el bosque azul. En las noches, se perdía en el Google Earth viendo fotografías satelitales e identificó los posibles lugares donde asentaría su vivienda. Una tarde, al leer los avisos del periódico, sus ojos se abrieron frente a la oferta de un terreno por el bosque de Cachimayo, describía además la extensión y el precio. No tardó en ver cómo se desplomaban los últimos naipes con los que pretendía jugar. La liquidación por 25 años de laburo no le alcanzaba ni para comprar un terreno en la pampa.

“Tendré que trabajar por lo menos 10 años más y ahorrar todo lo que se pueda”, comentó en voz alta y su esposa, que veía la televisión, sugirió que mejor compre en el centro de la ciudad para no gastar en el transporte. Al instante, evocó el reclamo que le sirvió en otras oportunidades cuando quería desviar el tema.

-Ya no me tocas ni me miras, quiero que sepas que yo necesito un hombre en la cama no un fantasma.

-No se toca lo que no se desea ni te desean. Solo queda figurar ocasiones ardientes e idear en ellas a quién se entrega sin disimulo. –Respondió Iván, al acordar entre ambos que cesarían los reclamos dejando la vida privada en absoluta reserva. A partir de entonces se llevaron mejor, conversaban sobre el clima, las viejas y nuevas enfermedades, las novedades de la farándula, los sangrientos asesinatos, las huelgas, los bloqueos, la corrupción, el gobierno, la oposición, los chismes del vecindario y de la oficina, el desempleo, la nostalgia de los clásicos del ochenta, la incertidumbre de las telenovelas y hasta alguna vez dormían juntos.

De esa forma se reanudó el molinete, la rutina de Iván cercenó la poca consideración que sentía por la humanidad, hizo de las cartas -que nunca envió- las celdas donde la fuga es el deseo eterno, …de los libros y la música su protección, los perros y el gato sus más preciados interlocutores.

Un viernes por la tarde decidió tomar café al salir del trabajo, lo que no era habitual en él. Sacó un libro de solapa dura, sorbió con cuidado y dando vueltas a la cucharilla sopló con cierto refinamiento, pero, por más esfuerzo que hacía por sentir el raspón que deja el amargo café y la fluidez de Eduardo Scott, la bulla lo empujaba. Abruptamente, se levantó, desbordó el mal humor y el desdén que sentía por quienes estaban en el lugar.

“El griterío es insoportable y la música horrible no me deja disfrutar del café ni de la lectura”, lanzó las monedas en la mesa de madera y salió con los ojos clavados en el parquet. Al cruzar la calzada una voz chillona y afónica lo detuvo.

-¡Iván!. No corras, espera.

Al girar la cabeza en el centro de la avenida reconoció el rostro de Andrea que lo observaba desde el borde de la acera, llevaba un vestido ajustado en las caderas que logró ceñir las estrías de sus delgadas nalgas, calzaba unos zapatos rojos con punta de alfiler. Sonreía con una mueca de auxilio infantil. Los rulos teñidos caían y parecían volar como los de Marilyn Monroe.

-Ahí está, conserva el aire impulsivo que siempre me irritó, -Pensó Iván al acercarse.

-Llegué hace un par de semanas y no sabía cómo encontrarte. Tenía vergüenza preguntar a las antiguas amigas, tú sabes cómo son ellas. Estoy viviendo en la casa de mis padres, están viejos y vine a cuidarlos. Mis hijos ya están grandes, hasta nietos tengo. -Dijo agitada y algo nerviosa-. Él, sin demostrar interés en las palabras, prestó atención a los pómulos de Andrea, a los ojos abultados, a las arrugas gastadas, a los dientes amarillos y deformes, a los labios cansados y rajados, a los párpados inflados. Sus cabellos guardaban un reflejo soso y abatido, sus senos -que antes parecían saltar como lo hacen los resortes de una cama de motel- hoy, besan el ombligo con una postura gelatinosa.

-¿No me contarás cómo te fue en este tiempo? ¿Te casaste? ¿Cuántos hijos tienes?

No sabía si responder con el reclamo que atragantado estaba o marcar la indiferencia contando frivolidades como tal vez ella quería escuchar. Pasaron rápido por su cabeza los 30 años de ausencia, los vio como figuras detrás de la niebla: reservadas y temblorosas.

-No, no tengo hijos porque mis exesposas, y la actual, tuvieron con otras parejas, así que –conmigo- no hubo necesidad. -Lo dijo al acordarse que eso mismo le contó en una de las misivas.

-¿No leíste? Creo que es momento de responder a varias preguntas que te las hice, por ejemplo, ¿por qué no dijiste que te marchabas? sabes que no te hubiera retenido. Sé que recibiste todas las cartas, me lo dijo la recepcionista del correo. –Se calló sin que los labios dejen de temblar-.

-Es cierto, las recibí hasta hace algunos años, pero tú sabes que siempre fui floja para leer y escribir. ¿A caso no recuerdas que tú estudiabas por mí y me pasabas el chanchullo en pequeñas hojas? Hacías también mis tareas y trabajos prácticos. Al recibir tu primera carta me dio mucha rabia al constatar que no era cierto que amabas, no llegaste a comprender que no necesito frases bonitas ni promesas para saber de ti. ¿Pasó tanto tiempo que aún no lo entiendes? Le pedí a mi madre que no diga la dirección de mi nueva casa para que no escribas ni esperes en vano mis respuestas. No alcanzaste a comprender el mensaje, encerraste a tu amor en un castillo en ruinas.

-Pero el silencio es una respuesta, deduje que querías que siga escribiendo y que, en algún momento, volverías.

-¿De dónde sacas eso? Te dije que quería ir a un lugar donde nadie sepa mi nombre. Lo hice de ese modo. Además, si querías verme y escuchar mis respuestas ¿por qué no viajaste a La Paz? Claro, lo más fácil es escribir y esperar. Te quedaste para observar desde donde no hay luz para que nadie te reconozca. Me casé, tuve varios amantes, tengo hijos, nietos, trabajé de ejecutiva y vendedora de hortalizas, visité el mar, las montañas y aprendí a emular otras voces. No hace mucho murió mi esposo, lo lloré, pero no amargó mi vida. Tú ¿qué hiciste? Te casaste como si se tratara de la ruleta rusa, con la diferencia que el revolver no llevaba balas ni existía un contendor, acechaste al olor de la pólvora, al estallar de tu cabeza y a la agonía. Tu único amigo es la factura enmohecida. Te busqué, pero no para ayudarte.

-Partiste –contestó Iván- porque no te bastó que te amara, quisiste que también el mundo lo haga. No fue suficiente decirte que eras las más hermosa, fuiste en busca de admiración y deseo. Regresaste con el único consuelo de encontrar al viejo árbol, el que permanece inmóvil ante la lluvia, el calor y el frío que descansan por un rato antes de retomar su senda.

-Ya estás viejo como para echar la culpa a tus fantasmas, enarbolas a la soledad como tu único equipaje, en eso, arruinaste tu vida porque no fuiste capaz de descubrir su traslucidez.

Ella se quedó debajo de un árbol y él caminó como si alguien lo esperara, se internó en calles desconocidas donde la gente lo saludaba al tiempo de ocultarse detrás de las persianas y los perros olfateaban sus zapatos negros. El miedo era misterioso, como la hediondez que se escabullía junto a la frágil luz amarilla amenazante. Quiso pasar desapercibido sosteniendo la respiración, mas, terminó derrotado ante los aturdidos ojos que salían por los adobes gastados.

-Soy un extraño. –Se dijo- mientras sus pies catalépticos tiraban su rostro. Se acordó de los almuerzos familiares, los felices cumpleaños, el primer día de escuela, la última hora del domingo, la graduación universitaria, el primer sueldo, el insomnio de noches claras que nunca termina y el rom, rom de la flota que acelera y frota sus frenos.

-Somos desconocidos. –Se volvió a decir-

-¡Espera Iván! Le dijo la voz áspera y desafinada.

Se sentaron en el único madero que resistía la banqueta de una plazuela sucia y oscura. Iván pensó estar al borde del acantilado y entendió la languidez de los cientos de japoneses que se lanzaron al vacío para matar a la vergüenza y el fracaso.

-Deja de correr –dijo a su oído y le agarró con fuerza su brazo- ambos sabemos que no existe la eternidad, porque hasta en el bosque el silencio muta y es sencillo caer. Vez, no nos sirvió escapar, tú en la cima del árbol y yo, como el viento, sin brújula a cualquier parte.

Volvió a sentir la vieja mano huesuda en su hombro y el aliento de cigarrillo negro. Mantuvo los ojos cerrados, inspiro profundo, y al rato, exhaló poco a poco.

Abrió los ojos y se vio en la misma calle conocida, a los pies de la casa donde vivía -que no es lo mismo que sea su casa- escuchó el ladrido de los perros y el maullar del gato que removía las cortinas con la cola parada; en la segunda planta, alguien apagó la luz de la habitación.

Javier Calvo Vásquez

Sucre, 16 de septiembre de 2020


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