Esa mañana, tardó el sol en salir. Emilio esperó sentado en la puerta de calle, en tanto yo, cambiaba el pañal de su hermano.
-Ya sale el sol, ya sale el sol -dijo Emilio y entró corriendo al cuarto- Se abrigó con el saco dominguero, se puso la visera azul y volvió a la calle.
-Apúrate mamá, ya sale el sol. -Volvió a gritar-
Tendí a la wawa en el aguayo, la cargué a mi espalda, agarré la bolsita de plástico y cerré la puerta. Estaba aún lejos, el sol se asentaba de a poco en la ciudad, podíamos darle alcance si nos apurábamos.
Bajamos a tientas esquivando piedras y lodo, mientras los perros ahuyentaban a otros perros, así llegamos a la carretera. El sol se acercaba.
Caminamos sin decir nada durante muchas horas, el cansancio se hacía en el aliento de Emilio que prefirió custodiar a mi sombra desvanecida. La transpiración de la wawa se evaporaba y su olor envejecido aprisionaba mi espalda. Las chinelas rosadas parecían prenderse en el alquitrán.
El sol quema los ojos y seca mis labios. La wawa duerme con la boca abierta. Escucho -a lo lejos- el respirar de prisa del aliento.
-Mamá, creo que en la ciudad está lloviendo, allá, detrás del cerro, el cielo está oscuro.-Comentó Emilio, casi balbuceando-.
-Camina más rápido para sorprender a la lluvia, debemos llegar antes que el sol regrese a la ciudad. -Le dije casi en silencio-.
Javier Calvo V.
30 de noviembre 2020
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