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BRAZOS CAÍDOS

 




¡Declaremos paro de brazos caídos! –le dije a Edwin, al salir de la escuela-. Callamos por un instante y, sin más, maquinamos la hazaña.

Antes, la directora del ciclo intermedio de la escuela Alonzo de Ibáñez (Potosí) reunió a los púber en la cancha de cemento donde entonábamos los lunes -a ritmo de acordeón- el hado propicio, también jugábamos básquet y futbito, en ese espacio de concreto, era habitual ver en sus rincones puñeteaduras durante el recreo, entretanto, los profeses comían su merienda; bueno, ahí, la directora informó a la fila acuartelada y muda que los “mejores” alumnos (aquellos que tenían las más altas calificaciones) eligieron entre ellos el Centro de Estudiantes de la escuela. 

Los convocó a su lado con la intención de que los conociéramos, entonces, se pusieron al frente con los brazos cruzados. Ella pidió un voto de aplauso por estos nóveles dirigentes que luego se comprometieron a representarnos de la mejor manera en los acostumbrados concursos de declamación y oratoria, a más de organizar con diligencia el homenaje a las madres y maestros del establecimiento. Aplaudieron únicamente los más visibles a la mirada del regente que, con apronto, movía los ojos de izquierda a derecha; los de atrás, silbamos y al rato -a modo de putear- comentamos con Edwin que ese grupo no nos representaba porque nosotros no votamos por ellos, …nosotros que no éramos “buenos” alumnos. 

Decíamos (aunque no con estas palabras) que la única manera de lograr la representación es a través del voto y la elección libre. Pensar de esa manera, en 1984, suponía disfrutar -de algún modo- de la democracia recién conquistada, aquella de la que se hablaba en la radio, se escuchaba en los bravos discursos a los pies de la Catedral y por la que, según contaban mis profes y se decía en los periódicos, muchos habían muerto. En ese contexto, no fue casual que el debate y la elección de representantes sean parte de la cotidianidad y se materialicen como referentes de la democracia, aun, en los círculos conservadores y autoritarios por antonomasia (laicos de la iglesia católica y unidades educativas públicas). Este ideologema, debe vincularse con las condiciones sociales y culturales del estudiante de escuela o colegio fiscal en la ciudad de Potosí de aquella época. Una gran parte, hijos de mineros y palliris (mujeres mineras), de migrantes campesinos, de comerciantes de k’atu (vendedor callejero), de carpinteros, de artesanos, de mecánicos, de maestros, de madres solteras, de choferes asalariados, de carniceras, de k’ateras, de panaderos, de desocupados, de verduleras… en fin, no solo compartíamos el pupitre, también nos encontrábamos en las filas interminables por ocho panes, un balde de agua, un kilo de azúcar y en los campos deportivos del barrio. Como no entonces andar cabreados si además de ser pobres, nos prohibían –por no ser buenos alumnos- elegir a nuestros dirigentes.

A propósito de lo anterior, un profesor acostumbraba a decir -con cierto sarcasmo- que a nosotros nos reconocían con facilidad por el olor, los labios secos, las manos p’aspadas, la polera descolorida y por ser unos contestones de mierda.

Para entonces, no pasaron ni dos años desde que Hernán Siles Zuazo subió a la presidencia (1982) y con él, el descontento se hizo en las calles, en los bloqueos de caminos, en las estoicas huelgas de hambre, en el salario mínimo vital con escala móvil; como muy bien lo habría definido Durkheim, vivíamos tiempos de efervescencia popular, esos días en que escaldaba en nosotros el descontento y la protesta. 

Entre la tarde y noche de ese otoño, nos despedimos en la esquina cercana a nuestras casas con una lista de tareas que garantizarían el éxito del paro de brazos caídos y la elección democrática del centro de estudiantes. Avalentonados y nerviosos, no podíamos dejar el plan para otro día, que no sea mañana, porque teníamos conocimiento que los maestros de un momento a otro declararían la huelga general indefinida por el pago de sueldos y el incremento salarial. El hijo de la portera, que también era nuestro compañero, contó que “mañana, antes de ingresar a los cursos, los profesores analizarán el pliego petitorio y elaborarán el plan de movilizaciones”. 

Ese tipo de reuniones, que cada vez era más frecuente, duraba por lo general una o dos horas, tiempo suficiente –decíamos- para explicar en cada curso que ese centro de estudiantes no nos representaba y que la medida de protesta exigía el voto democrático. Confiamos en el apoyo de los rebeldes que contestaban con groserías y en los que saltaban de alegría ante la mínima posibilidad de suspender las clases; del otro lado, estaban los buenos alumnos y los que eran incapaces de desobedecer la orden de “no salgan de sus cursos”, con todo –presumimos- que más del cincuenta por ciento apoyaría la medida, de ser así, el éxito estaba garantizado.

Ingresamos (como todos los días) a la escuela a las 13:30, ambos cursábamos el tercero de intermedio, pero en paralelos distintos porque desde ese año la directora decidió separarnos de curso. Luego de formar y marchar hacia las aulas, Edwin confirmó con un fruncido de ojos y el pulgar extendido al cielo que los profesores ingresaron a la Dirección. Llegó la hora, teníamos que entrar a 14 cursos (cinco primeros, cinco segundos y cuatro terceros), partimos por la mitad la responsabilidad de acuerdo a los amigos o conocidos que podíamos tener en los cursos, de esa forma, convencerlos sería menos complicado

Los de primero de intermedio no parecían comprender las razones de la demanda, a pesar de ello, salieron al patio por la obligación de cumplir la instrucción de “sus mayores”. Con los cursos superiores no fue tan fácil, algunos cuestionaron y silbaron, los más, aplaudían, rechiflaron de alegría y dieron más razones que justificaron el paro; al final, vimos a la muchedumbre extendida en el patio aguardando cualquier instrucción. Desde uno de los corredores de la segunda planta pedimos que no jueguen y que mantengan la calma, “si hacemos bulla, creerán que esto es un juego y no nos harán caso”, exhortamos suplicantes, en eso, alguien me dijo al oído:

-El regente está golpeando en el baño a varios compañeros por haber salido de su curso.

De inmediato, fuimos a enfrentar a quien acostumbraba a sonar nuestros traseros con un palo forrado con cinta aislante, le aclaramos el sentido de la medida al advertir que “nadie volverá a sus cursos hasta que la directora nos escuche”, los compañeros, que nos protegían como un muro, aplaudieron sonrientes. 

No obstante, estábamos conscientes que la medida no la sostendríamos por mucho rato, porque al primer grito de los maestros todos ingresarían a sus aulas. Después de deambular por más de una hora por el patio haciendo peripecias con la lengua para contener a los que pretendían retornar a sus ambientes, se acerca la secretaria y pide que vayamos a su oficina a hablar con la profesora de orientación. ¿Qué hacer? Si íbamos los dos no habría quién impida que los compañeros rompan el paro, pensamos que probablemente la convocatoria pretendía eso

-Es una trampa –dijimos- pero, si solo uno acude a la cita puede ser objeto de amedrentamiento, aun de chantaje. 

Es así que decidimos ir juntos a sabiendas que la medida de protesta fracasaría en cuestión de minutos, independientemente del resultado de la reunión; comprendíamos además que, si no respondían positivamente, difícilmente lograríamos replicar la hazaña.

La profesora dio vueltas con reflexiones jesucristianas y resaltó que más adelante tendremos tiempo para hacer esas cosas, inmediatamente, y sin darnos la oportunidad para explicar a detalle lo que queríamos, nos invitó a hablar con la directora quien sin vernos a los ojos se comprometió a organizar las elecciones democráticas en el menor tiempo posible, pero también pidió un poco de paciencia.

Salimos desmoralizados, el compromiso sonó igual al cansancio del padre que prefiere comprometerse a cualquier cosa a cambio de que lo dejen en paz. Afuera, no había nadie, todos estaban en clases.

Al volver a casa, Edwin no ocultó su contento a pesar de dudar del compromiso de la directora, inflaba el pecho de orgullo al resaltar la importancia de lo que hicimos y lo que conquistamos esa tarde.

-Paramos a la escuela por más de dos horas, eso nadie lo hizo antes ni siquiera de los de (ciclo) medio. –Dijo-.

Subimos la calle Bolívar imaginando el nombre de nuestro frente y quiénes lo integrarían.

Al día siguiente, la radio informó que el magisterio urbano y rural declaró la huelga nacional indefinida con bloqueo de caminos. Volvimos a pasar clases después de dos semanas, los profesores corrían con las lecciones y la directora anunció que se suspendían todas las actividades programadas: el concurso de declamación, los agasajos, los campeonatos deportivos y el tradicional maratón. No se refirió a las elecciones y creo que nadie se dio cuenta, nosotros preferimos, desde ese día, no tocar el tema.

Al año siguiente, ingresamos a ciclo medio o secundaria como hoy se conoce: Edwin se fue a vivir a Sucre y se inscribió en el Colegio Nacional Junín, yo, en el colegio Carlos Medinaceli de Potosí (ambos fiscales). A los meses, junto a un grupo de estudiantes de varios cursos organizamos un frente para postular al Centro de Estudiantes. Primero expusimos en el foro debate el plan de trabajo y nuestra posición sobre la situación política del país, al día siguiente se desarrolló la elección donde participaron además dos frentes, se decía que uno era de la “J” (Juventud Comunista de Bolivia) y el otro del MIR, nosotros alineados a la izquierda, pero sin partido que nos auspicie, una gran mayoría integraba grupos juveniles en sus barrios, llamémoslos -por poner un nombre- grupos culturales vinculados con las actividades parroquiales y de la Junta Vecinal. En mi caso, desde año antes, militaba en la Juventud de Estudiantes Católicos (JEC). En esas condiciones, y sin dinero para multicopiar panfletos o pintar lienzos, entramos a los cursos a exponer nuestras mejores intenciones y calificar a los otros de politiqueros. Ganamos las elecciones y festejamos en el canchón del colegio con coctel de naranja.

A partir de entonces, se inicia un largo recorrido de activismo sindical donde las huelgas de hambre, la movilización permanente y el desencanto político llenaron el tonel de la adolescencia atípica que nos tocó vivir. Los cuatro años del ciclo medio no tuvieron otro color ni otro olor distinto a la revolución que soñamos, este ímpetu que llevó a pelear y cuestionar a quienes hacían gala de sus verdades de Perogrullo. Al final, cayó el muro en Berlín, la Perestroika terminó con los rusos, mientras veíamos flotar cuerpos escuálidos de cientos de cubanos ante la mirada atenta de los tiburones. De pronto, las salas de reunión se quedaron solas, nadie apagó el foquito de 60 watts, como habría dicho Javier Sanjinés, desde esos años muchos decidimos por el exilio voluntario.

Ya son 36 años de esa tarde de mayo (sin conocer mayo del 68) cuando declaramos el paro de brazos caídos, ese día dio pie a los cuatro años siguientes de beligerancia, entretanto veíamos detrás de las banderas a la juventud de bailes, romances y despreocupaciones. Creí que atizaba la revolución, sin percatarme que, más bien, se trataba de navegar por la penumbra, como muy bien lo habría graficado Óscar Cerruto. Con el bachillerato, abandoné la tentación sindical, dejé definitivamente la JEC, perdí de vista a mis amigos comunistas y troskistas, preferí –desde entonces- emular a Carlos Medinaceli: hacer del arte (sin ser artista) un muro que me proteja del mundo.

Javier Calvo V.

31 de enero de 2020


PD. Debo confesar que la tentación sindical me presiona y me nubla con frecuencia, pero también me distrae, es como entrar a la tómbola, pero claro, ahora mi memoria está programada para no retener estas experiencias del sindicalismo en Sucre, así que no diré nada al respecto. 




Comentarios

Scarley Martínez ha dicho que…
Capísimo Javier, me encantó tu historia, muy inspiradora!
Unknown ha dicho que…
Qué linda reseña¡¡ muchas gracias por recordarnos que vale la pena luchar¡

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