“El presidente Guido Vildoso aprobó la amnistía a los presos y confinados políticos. El mandatario adelantó, a tiempo de firmar el Decreto Supremo, que su gobierno garantiza la transición pacífica”.
-Qué lindo…, se van los militares dejándonos las ollas vacías, dijo el periodista al anunciar que la Junta Militar ofrecía garantías a los diputados y senadores elegidos en las elecciones de junio de 1980 para que designen al gobierno democrático.
Sí, las ollas, las canastas y las bolsas estaban vacías. Desde los primeros meses de 1982, era frecuente escuchar en las tiendas de barrio que las panaderías dejaron de producir por falta de harina y manteca, entonces, era habitual salir temprano a buscar la canasta familiar a los mercados y hacer largas y aburridas filas al contorno de las panaderías, de los distribuidores de gas licuado, de las casas de abarrotes para comprar diez panes, un kilo de carne, una arroba de azúcar y cuatro libras de fideo.
Una mañana de agosto de aquel año, mientras hacía las tareas, la radionovela Kalimán es interrumpida por el redoble de los tambores y el compás del bombo que marcaba la emblemática marcha militar Talacocha, compuesta a finales del siglo XIX por el Teniente Coronel, Francisco Suárez Pando, en homenaje a las batallas del ejército de la Confederación Perú -Boliviana. Cuando los clarinetes parecían saltar en pedazos, el locutor leyó la convocatoria a la marcha de protesta dispuesta por el Comité Cívico Potosinista y la Central Obrera Departamental, por la democracia y en contra del desabastecimiento. “Las organizaciones vivas del departamento y el pueblo en general deben reunirse en la histórica Plaza el Minero a las dos de la tarde”, decía en partes salientes el comunicado y de inmediato vibra con más fuerza el redoble de los tambores, el bombo sacude el compás y los agitados clarinetes son acompañados por trompetas y trombones que empujan al combate, …a la revolución. En ese tiempo convulsionado, esa marcha -en el imaginario de los potosinos- simbolizaba la movilización popular, el desacato y la resistencia.
En el almuerzo, por lo general los únicos que hablaban era mi padre y el hermano mayor, pero ese día fue distinto, interrumpí la solemnidad de medio día con la noticia de la marcha y la insinuación de que debíamos ir sin dar mayor explicación.
En pocos días creció la expectativa a la par de los comentarios de diferente tipo, por ejemplo, se rumoreaba que los mineros bajarían del Sumaj Ork’o con la intención de tomar la Prefectura. Del otro lado, varios periodistas afirmaban tener la certeza de que los militares saldrían a reprimir ante una pequeña señal de desorden social. Las cartas estaban echadas después de dos años de dictadura, la bronca inflamada de algún modo habría que hacerla reventar.
Si mal no recuerdo, la marcha se desarrolló un jueves, curiosamente no estaba ventoso como suelen ser las tardes de agosto en Potosí. Terminé rápido de almorzar y cuando me despedí mi padre dijo que iría conmigo, lo que no me agradó porque representaba ir con un policía al lado. Él conocía la beligerancia de mi espíritu, aunque no compartía esa extraña rebeldía alineada a la izquierda de ese niño-viejo de doce años, que prefería ir a manifestaciones políticas, escuchar Savia Nueva y leer marxismo, en vez de ir a los tilines y esperar a las muchas en una de las esquinas del Boulevard.
Por primera vez seguí con agrado el paso sigiloso que acostumbraba llevar mi padre, así llegamos a la calle Millares desde donde se veían las banderas rojiblancas y el lienzo de COMCIPO, sentimos el estallido de las dinamitas que hacían temblar a los balcones republicanos y las angostas calles quedaban impregnadas de pólvora. Minutos después, nos unimos a la ruidosa marcha y cuando todo parecía transcurrir con regularidad, escuchamos el quebrar de vidrios, uno tras otro y la gente aplaudía, chiflaba y arañaba piedras de donde podía para sonar a cuanta ventana encontraba a su paso. No lo puedo negar, esa escena -para mí- era como estar en una fiesta maravillosa, escuchar cómo los vidrios estallaban y se trituraban al caer a los adoquines, fue como el sueño infantil que rondaba por mi alocado cerebro. Caminábamos en medio de restos de vidrio y piedra, mi padre mantenía la sobriedad con cierto disimulo, sin dejar de mirar por todas partes, como un lobo guardián. Con solo mirarlo, fue sencillo suponer que él no estaba ahí por convicción democrática o cosa parecida, estaba en medio de esos desaforados mineros, maestros y estudiantes para protegerme e impedir que yo aflojé mis instintos destructivos. La tentación fue tan fuerte que cogí una piedra y apunté a una ventana.
-¡Bota la piedra! -Sentenció mi padre-
Así lo hice, me contenté con acompañar la marcha con aplausos y el canto desafinado, casi ronco, de ¡El pueblo unido jamás será vencido! La furia rayó en la insensatez cuando algunos manifestantes rompieron los vidrios del liceo Sucre y del colegio Calero, la mayoría de los presentes repudió este hecho y los dirigentes exhoron a la tranquilidad. Bajamos por la calle Hoyos y en la intersección del Boulevard, la euforia ya era incontrolable, todos saltábamos al ritmo de las dinamitas y del redoble de tambores que apostados estaban a los pies de la catedral. Tomamos distancia entre escuadra y escuadra, cada explosión revelaba que debíamos bajar corriendo por los resbaladizos adoquines hasta la plaza 10 de Noviembre, unidos del brazo como si fuéramos camaradas de la revolución, como si fuéramos iguales, con el mismo empute y con la misma alegría. Nos recibía la marcha Talacocha, y el grito afónico que surgía desde la escalinata de la catedral ¡Venceremos, venceremos! ¡Muera la bota militar! ¡Muera el gobierno hambreador! Las dinamitas sonaban y yo quería hacerme carne en ese grito, en esa explosión.
El ingreso de los universitarios puso el selló del éxtasis embriagador e inauguró el tiempo de los discursos, mi padre prendió un cigarrillo mientras entonábamos el Himno Nacional y luego de pisar la colilla ordenó que nos fuéramos. En el camino a casa no hablamos nada, solo al llegar comentó a mi familia que los inadaptados destruyeron cuanto pudieron, pero que felizmente el ejército no intervino. Horas después, la radio informó que luego de la marcha, varias personas saquearon las casas comerciales, entre ellas, el Ebro de propiedad de migrantes españoles.
Los dirigentes, reprocharon los incidentes ocurridos durante la movilización y culparon a infiltrados de la derecha y del gobierno militar. Semanas después, el parlamento del 80 decidió apoyar a la UDP para que sea el nuevo gobierno.
Después de los primeros 100 días de la presidencia de Siles Suazo, volvieron las marchas contra el paquete hambreador y por el salario mínimo vital, para esos meses aún permanecían las ventanas rotas y las paredes golpeadas. Los restos de esa jornada expresaban la rabia de ver a los militares retornar a los cuarteles sin ninguna sanción después de asesinar a un centenar de bolivianos durante la dictadura. Escuché decir en una oportunidad que la democracia no debía ser sinónimo de impunidad ni olvido.
Lanzar piedras materializaba la despedida al ciclo golpista que estuvo en el poder desde 1971, también significaba el desconsuelo de ver los mercados vacíos y la impotencia de no encontrar un empleo digno. La marcha de los vidrios rotos puede ser entendida como la celebración de la libertad y la protesta de los estómagos vacíos.
La tan anunciada hiperinflación llegó meses después, como una venganza al atrevimiento popular que se alegró una tarde soleada, que rompió la garganta y apuntó el puño secuestrado contra los que danzaban y comían sin el sudor de su frente.
Javier Calvo V.
Sucre, 31 de agosto de 2021
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