Luis no pudo dormir durante las últimas noches, imaginaba argumentos que convenzan a su jefe del porqué faltaba medio millón de bolivianos de la unidad donde él trabajaba, el balance marcaba una cifra negativa, ante eso, solo un milagro haría ver a su jefe que se trataba de un pequeño error involuntario. Estaban citados, Luis y Antonio, a las nueve de la mañana del lunes 15 de mayo para rendir cuentas.
Aunque el sol todavía no se puso en la antena que colgaba de la cumbrera, Luis sabía que el lunes había llegado. Decidió ponerse calcetines agujereados del talón, buscó los zapatos más viejos y sucios, se puso una camisa que antes era de color verde acompañada de una corbata arrugada. El saco plomo le ajustaba el vientre. Su madre, como todos los días, lo esperaba en el comedor con el desayuno, pero él arguyó que se encontraba indispuesto por lo que prefirió un vaso de agua. Prendió la vagoneta, abrió el garaje y contempló por varios minutos la solitaria calle, se despidió de los perros callejeros que caminaban sumisos a su alrededor con la cola parada, oliendo los zapatos sucios. En el tejado, acurrucado entre las pocas líneas de sol, el gato bostezaba fingiendo no ver a nadie. Antes de salir, se detuvo frente a la sonrisa de su madre que prometía cocinar algo rico para el almuerzo, entonces prefirió callar.
-Anda con Dios –dijo - haciendo la señal de la cruz en el espacio infinito que dejaba Luis.
Llegó muy temprano a su trabajo, la puerta aún estaba cerrada, se sentó en la escalinata, prendió un cigarrillo, compró el periódico, hojeó cada página como si buscara alguna información que lo comprometa, en eso, las puertas coloniales se abrieron y sin soltar el pucho corrió para ser el primero en registrar la asistencia.
Retornó a la vagoneta estacionada al frente del portentoso edificio, puso contacto y los Iracundos retumbaron toda la cuadra, prendió otro cigarrillo, apretó el declinable del asiento y fingió dormir, su rostro se cubrió súbitamente de una neblina azulada desprendida de los labios, en tanto la canción seguía su curso como un barco que extravió el timón “No lloren, no lloren marionetas de cartón, las penas del alma hacen mal al corazón…”.
Un compañero de trabajo se acercó a saludarlo, …él ya se había ido. Las cenizas esparcidas por la solapa, de la nariz aún salía un delgado humo inadvertido. Los Iracundos continuaban cantando… “La lluvia terminó, el cielo ahora está azul para los dos”.
Los paramédicos se rindieron, no había nada que hacer. Alguien apagó el contacto. El silencio venció a la tribulada agitación de sus compañeros que retiraban el cuerpo de Luis. Su mejor amigo, Antonio, veía a lo lejos como guarecido de un secreto que podría provocar la desdicha del mundo. Entró despacio a la oficina, prendió la computadora de Luis, su pulso agitado palidecía mientras tecleaba por aquí y por allá sin poder encontrar la contraseña. Decidió entonces borrar la memoria y en cuestión de minutos no quedó nada.
-Antonio, te llama el jefe –le dijo el conserje-
-No sé nada, Luis manejaba esa cuenta –dijo- nunca me presentó un informe, tal vez si buscamos en su computadora encontremos algo –sostuvo sin desprender la mirada del folder que retenía su jefe con la mano derecha.
Luego de varios meses de investigación, las autoridades decidieron iniciar un proceso administrativo interno por la pérdida de dinero, Antonio no fue absuelto a pesar de haber declarado que el único responsable del hecho era su amigo Luis, sí, su amigo, porque no solo eran compañeros, eran amigos. Los abogados de la institución comprendían que en tanto él era encargado de la unidad, tenía la obligación de controlar las cuentas internas. A pesar de la contundencia de las pruebas que lo incriminaban, el juicio duró tres años. Cuando concluyó la redacción de la sentencia, el juez mostró su benevolencia al decidir que entregaría el documento a las partes después de navidad y año nuevo para no arruinar la celebración familiar.
“Luego de analizadas las pruebas de cargo y descargo, el tribunal concluye que el señor Antonio debe ser desvinculado de la institución por la comisión del delito de incumplimiento de deberes y daño económico”, argumentaba la sentencia que se entregó al director ejecutivo para que la ejecute. Éste, luego de leer, llamó al hermano de Antonio, un influyente político. El memorándum de despido se quedó en el escritorio durante un año esperando la firma para su cumplimiento. Preocupado porque lo denuncien de negligencia u omisión de deberes, el director ejecutivo decidió ejecutar la sentencia, pero antes volvió a llamar al destacado político.
Semanas después, un lunes muy temprano, a Antonio se lo vio entrar a la institución, fue el primero en registrar su asistencia. Sus pasos envejecidos esquivaban a los fantasmas que recorrían por los pasillos. Como hace treinta años, se sentó en el mismo sillón de la oficina contable, la misma donde conoció a Luis. Encendió la computadora, entretanto ingresaban sus compañeros de trabajo, “Hola Antonio, ¿qué tal pasaste las vacaciones? Felicidades hermano, que Dios te bendiga y te acompañe como hasta ahora”, le dijeron. Su rostro se reflejaba en la pantalla, vio a su alma perderse en un glaciar olvidado. En la radio cantaba bajito Leonardo Fabio “…que nunca más con él podrás charlar sobre lo que es el bien, sobre lo que es el mal, la soledad es un amigo que no está”.
Javier
Calvo Vásquez
15
de diciembre de 2021
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