Ese lunes amaneció nublado y con
mucho frío, a media mañana pocos se aventuraron a salir al recreo. Martín se
entretuvo dibujando en el pupitre banderas flameantes y sus compañeros formaron
un cuadrilátero donde median destrezas pugilísticas, más de uno salió con la
nariz, las cejas y los labios ensangrentados. La bulla fue devorada misteriosamente
por la ventana donde reposaba una sombra con sombrero de paja. Enmudecieron los
gritos y la bandera de Martín enloqueció en el universo estrellado
El tilín, tilín, tilín despertó hambrienta,
esa campana de voz aguda se hizo rumor en el cansancio llevando a los mandiles
blancos hasta la calle, como un rodeo de caballos furiosos.
¡Dejen de correr!, parecen burros
–decía la regente-. El palo brilloso golpeó cabezas, espaldas y glúteos.
En silencio se cerraron las
puertas gruesas y polvorientas. La portera puso el candado por fuera y dejó que
sus pies bajen por la calzada donde caían discretas gotas arrastradas por el
viento con dirección al norte.
Martín se quedó en la escuela a
sabiendas que no se abriría hasta el martes. Dejó la mochila tirada en el punto
que marca el tiro penal de la pequeña cancha de concreto. Se sacó el
guardapolvo y corrió detrás de una bolsa de plástico empujada por la gélida
brisa, amagó los restos de basura hasta que el puntapié elevó a la bolsita
celeste liberando a su tímido grito de ¡goool! luego corrió con los brazos
estirados, tal cual el vuelo agonizante de una escuálida paloma que esquivaba a
la llovizna en su intento de alcanzar uno de los tantos agujeros que tenía el tejado.
De repente, la tímida lluvia se
hizo tormenta e inundó lo que encontró a su paso, las nubes grises cubrieron el
cielo de donde despedían truenos feroces que hacían temblar con su rugido a las
paredes de adobe. Martín buscó cobijo en la segunda planta, mas, cuando se
aprestaba a subir, detuvo su caminar en el borde de las gradas que sostenía a
una barra improvisada; recordó entonces las palabras de la directora cuando en
tono amenazante advertía que –los más chicos- estaban prohibidos de subir. El viejo fantasma les atrapará -decía con el
índice apuntando a las aulas de arriba-. En una oportunidad, el profesor de
religión contó que se trataba del huésped invisible que desde hace muchísimos
años vive en la escuela, es un alma perdida –sentenció- “Cuentan que, en los
primeros años de la república, éste era un profesor que acostumbraba a corregir
el mal hablar de sus alumnos con furibundos golpes en la cabeza. Un día, su
atormentado puñetazo se estrelló en el cuello de uno de los estudiantes, lo
dejó tendido sin signos vitales, escapó errante del curso y al bajar las gradas
cayó al empedrado. Sus ojos abiertos ya no respiraban, los labios aún temblaban
y el puño retenía al miedo.
La leyenda pasó de generación en
generación hasta llegar a Martín, a quien, sus hermanos le contaban historias más
espeluznantes.
Su mirada quedó estancada en el
tubo oxidado que servía de baranda por donde resbalaban los niños más osados, en
eso, llegó a su mente el llanto de sus compañeros que, en el intento, caían y
se retorcían entre lágrimas. Martín recorrió tembloroso hasta el borde más
alto de la baranda, puso las nalgas como el jinete monta un caballo
salvaje, las manos transpiraban agazapadas en el enmohecido hierro, las soltó
despacito sin perder su calor y sintió que su cuerpo resbalaba hasta alcanzar
una velocidad incontrolable que lo llevó al punto final. Emocionado, viró a la
hazaña y corrió para volver a jugar. Una y otra vez, una y otra vez. Apoyado en
un pilar, el huésped se mofaba.
-¡De qué te ríes! a ver, hazlo
tú, seguro te caerás porque tienes el culo grande, además eres miedoso, por
eso solo apareces cuando el sol se esconde.
Desde el borde de la cancha,
observó a los aviones empapados que más temprano fueron lanzados desde las ventanas
y que, al perder el impulso, se estrellaron en el olvido. La lluvia formó
globitos en el concreto, competían uno contra el otro hasta confundirse y
extinguirse en el charco detenido en algún rincón. Junto a él, estaba el
fantasma sentado, abrazado a sus piernas, el rostro deforme reposaba en las
rodillas.
- ¿También te cansaste? -Preguntó
Martín- sin perder de vista a los globos que parecían alegres sapos.
Giró la cabeza noventa grados y observó
al fantasma que, presuroso, se dirigía a la segunda planta como si alguien lo
esperara, como si únicamente ahí recobrará la valentía para asustar a los
niños. Martín le siguió, pero cuanto más se acercaba el espíritu se convertía
en bruma formando en el horizonte mareas acomplejadas, ermitañas olas de
invierno.
-Espérame, quiero que me lleves
al quinto infierno, leí una vez que es un mundo con ríos de fuego, nubes
furiosas que vomitan mierda y dragones con grandes espadas. Dime que es verdad
lo que leí.
Cuando llegó a la segunda planta
el fantasma balbuceó a su oído
-Tengo miedo, ayúdame a llegar al
último curso, dicen que ahí están niños encerrados, escucho su llanto, los vislumbro
acurrucados en las puertas sin más aliento para gritar. Dime que no
es verdad.
-No es verdad.
La tarde oscureció. Se esforzó
inútilmente para distinguir las sombras, arrastró los pies que lo llevaron a
una puerta que se abrió sin ningún esfuerzo. Estaba en un callejón desconocido
donde ingresaban voces lejanas y por más empeño que ponía para reconocer lo que
decían, su mente le transporta a la agonía de la gata ahogada en un viejo
turril, su padre observaba igual que el maestro evalúa al niño mimetizado en el
pizarrón verde. Quiso zafar esa herida y concentrarse en las voces que con más
fuerza retumbaban, mas no pudo. Se vio apuntando el rifle a unos patos salvajes
y a los conejos que calentaban el lomo en la puerta de su agrietada guarida. El
disparo y la sangre salpicada devolvieron a las voces que languidecían como el
agua que cae del grifo averiado. De pronto, la ciudad iluminada y ruidosa
estaban frente a él, apuró su marcha sin percatarse del frío, de la lluvia, de
los rumores que llegaban de todas partes. Las luces moldearon el rostro de
Fidel, a quien -con engaños- hace muchos años le llevó a las lagunas perdidas. Fidel
jugó con el reflejo de las olas arrojando piedras de distintos tamaños, perdió
el equilibrio y el agua helada lo llevó hasta su escondite. Nunca más se supo
de él
La calle escandalosa lo empujó a
una discreta vivienda, la puerta estaba abierta. De una habitación iluminada salió
un maullido discreto, vio que por una de las ventanas caminaba desafiante un
gato con la cabeza espigada y la cola erguida. Martín lo buscó exasperado por
todas las habitaciones hasta que el cansancio se convirtió en duda. El felino saltó
a su cuello y frotó en los pómulos el húmedo dorso y las orejas frías. Se
rieron como locos, se abrazaron como antes… En mitad del cuarto iluminado
durmieron juntos esa noche.
Desde entonces, nadie sabe dónde está Martín.
Javier Calvo Vásquez
Sucre, 7 de abril de 2022
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