Se abre la puerta, mis ojos se empeñan en distinguir las manchas desequilibradas que ingresan con la leve luz, me esfuerzo por reconocer el olor al que no lo puedo nombrar, suplico a la memoria que revuelva mi tonta cabeza y me ayude a bautizar el aroma delgado, fino, tibio que se mueve como olas silenciosas. Vuelve la oscuridad y un suave vapor humedece mi rostro.
Al
dormir, el olvido se extingue y veo a mis a mis perros que se ocultan entre mis
piernas esperando pedazos de carne y de pan mientras todos hablan, hablan,
hablan, y yo, con la mirada en las papas y las acelgas que dan vueltas. En mis
sueños, los días sin sol tienen nombre, brotan las carcajadas con los chistes
de don Ramón, el llanto obedece al dolor de las piernas adormecidas que se
sienten avivar con el orín afiebrado que se escurre.
Despierto
y retengo la respiración para saber si aún estoy viva, froto mis flácidos senos
que, de cuando en cuando, aún transpiran, aún desean.
Un
día de esos, abandoné la idea de nombrar a las cosas que me rodean y a los
sonidos que llegan a esta habitación. Acepté ser ciega, muda y tonta, me
propuse no dejar al sueño la responsabilidad de recordar. Del viejo lavador de
peltre levanté agua para mojar la cara, el culo y la vagina. Logré cubrir mi
cuerpo desnudo con un vestido que antes ceñía las caderas, ahora se asemeja a
una gorda sotana, trencé los cabellos enredados y alcancé la silla de plástico para
reposar los adoloridos glúteos. Mastiqué el pan duro con los pocos dientes que
quedan y sorbí el frío café. Sentada con las piernas abiertas, que coquetean al
denso olor putrefacto, conseguí vomitar una pícara sonrisa. Por un instante creí
recordar los trazos que surcan por mi cuerpo.
La
puerta se vuelve abrir. De puntillas alguien se acerca, frota mis labios con un
áspero papel, eructa su fétido aliento a mis ojos y una perversa risa deja
escapar gotas de saliva que caen a mi cuello. Siento su brusca mano apretar la
rodilla y el lamido agonizante estremece el lóbulo derecho. De las medias saco
un cuchillo, entretanto sus dedos se aproximan a mi vientre, el oxidado hierro
se clava en sus testículos, y yo, revolviéndolo como una matraca. El burbujear
caliente de la sangre rebalsa por la mano y con un rápido movimiento introduzco
el cuchillo en su cuello. Cae de rodillas al borde de la silla, está desvanecido
en el concreto. Con los días, la habitación se inunda con un coagulo gigante
que desprende burbujas cantarinas. Durante muchos días imaginé cómo se
descompone este cuerpo rodeado de ratas y moscas.
Llegaron
los policías, me encontraron sentada junto al cadáver que mantenía los brazos
iracundos. El día de la sentencia, el
juez dijo que era imposible que una ciega y tonta pueda matar. Preguntó quién
mató al soldado Manrique, permanecí callada porque no sabía de quién me
hablaba. Al cabo de algunos minutos, levantó el tono solemne y dijo que la muda
era inocente. Luego, los guardias me llevaron a la calle, “Siéntate en estas
gradas, seguro alguien vendrá por ti”, cubrieron mi cuerpo con un abrigo sin
botones, uno de ellos friccionó mis toscos cabellos dejando una leve sonrisa.
Soy
Daisy Villca, la que se fue de su casa a los 16 años, corrijo, a los 16 años me
escapé de casa.
Su
padre, don Cristófeno Villca, trabajaba de perforista en el centro minero de
Catavi, su carácter parco lo alejó de sus compañeros de laburo y de los vecinos
del campamento, por eso nadie lo extrañaba en las asambleas, en las reuniones
sociales, en las misas, en los partidos de fútbol ni en las fiestas patronales.
Tenía la habilidad innata de encontrar
yacimientos de estaño, zinc y antimonio, al ingresar al socavón respingaba la
nariz -tal cual un perro sabueso- se dejaba llevar por los senderos hasta que
bruscamente se detenía y con el índice apuntaba a la roca “Aquí hay que meterle
fierro”, decía. Gracias a esta cualidad,
los ingenieros de la COMIBOL lo llevaban a las minas de Potosí, Porco, Huanuni
y Colquiri.
Su
madre, doña Ernestina Céspedes, era lo contrario, todos la querían en el
campamento, fue la eterna presidenta del Club de madres, la compañera solidaria
de los dirigentes perseguidos por las dictaduras de Banzer, Natuch y García Meza.
Sin que sepa Cristófeno, llevaba coca, cigarrillos, lagua, alcohol y pancito al
interior de la mina donde se ocultaban los dirigentes. Las tres hijas mayores
la acompañaban y servían de cornetas para comunicar si los militares se
acercaban. Daysi se quedaba con su padre para entretenerlo con sus bailes y las
historias que solía inventar. Ella era su preferida, “Es a la única que hace
caso”, sentenciaba Ernestina en tono de reclamo.
A
las tres hermanas de Daysi siempre se las veía juntas, tenían las mismas amigas
y los mismos gustos, cuando sus padres castigaba a una de ellas por las malas
calificaciones o por no lavar los platos, las otras asumían el mismo castigo.
La mayor, Tania, luego de salir bachiller estudio enfermería en un instituto de
Siglo XX, Marcia y Cecilia decidieron estudiar para profesoras en la Normal de Uncía.
Sus padres estaban contentos porque eran chicas recatadas y muy trabajadoras.
Don
Cristófeno no solo olía el estaño, también las desgracias, así que un día
agarró sus ahorros y sin decir nada a su mujer viajó a La Paz para comprar una
casa y un terreno en la nueva ciudad de El Alto. A los pocos meses, cayó el
valor de los minerales hasta convertirse en pobres piedras utilizadas para
trancar la puerta, la inflación se precipitó hasta que los billetes solo
servían para limpiarse el trasero, un día se compraba ocho panes con un peso y
al día siguiente apenas alcanza ese mismo peso para tres roscas. Llegó el fin
de las pulperías abarrotadas y de la estabilidad laboral. El gobierno de Víctor
Paz decide cerrar las minas y relocalizar a los mineros, Doña Ernestina entró
en pánico al no encontrar respuestas en el silencio de Cristófeno “¡Qué vamos
hacer carajo!” el seguía p’icchando y
acariciando el lomo del perro, frotando sus cabellos en la cola del gato que
ronroneaba en su hombro. Las tres hijas mayores lloraban en su cuarto al no
encontrar otra alternativa que dejar Catavi. Daysi, en el comedor jugaba con
las barajas, mecía la taza de té.
Como
al resto de trabajadores, a Cristófeno le dieron una buena indemnización que
apaciguó la tristeza de su mujer y de sus tres hijas. “Con esto alcanzará para
comprar un carrito y una casa en Cochabamba”, dijo Ernestina, pero él dispuso
que nadie se marcharía de Catavi porque el “Mono” (Víctor Paz) muy pronto
solucionará la crisis, “Hay que esperar. Este dinero lo invertiré en una
cooperativa, seré socio y ganaré millones en poco tiempo”, ellas lo dejaron con
las palabras en la boca.
Al
día siguiente, las camas de Ernestina, Tania, Marcia y Cecilia amanecieron vacías.
Se llevaron a los perros, al gato y la indemnización. Dejaron una dirección y
suficiente dinero para vivir por varios meses sin trabajar. Desde entonces, Cristófeno
se dedicó a sembrar en su pequeño patio papas, habas y cebollas. En las noches,
preparaba en una jarra un fuerte café con alcohol, se sentaba en un vetusto
sofá, servía en un jarrón el café y fumaba hasta que sus dedos temblaran, le
acompañaba la espesa armonía del tocadiscos que transformaba las zambas de los
Fronterizos en la ausencia perdida. La noche del 31 de diciembre de 1986, su
padre se quedó dormido escuchando a Leonardo Fabio, la hija menor, la
preferida, se acercó y le dijo al oído: “Estoy dejando el té caliente, no te
olvides de tomar. Me voy porque tengo miedo, por eso, el cuchillo se va conmigo.
Cuídate por favor, volveré cuando los fantasmas decidan hacer de esta casa una
fiesta”. Ese fue el último año nuevo que recibió Cristófeno.
Daysi
bajó por la escalinata de piedra rústica, cruzó los charcos de copajira hasta
llegar al camino donde esperó por algunas horas que alguien la lleve a Oruro.
Un Jeep Toyota cumplió ese cometido.
Primero
trabajó de mesera en una pensión, luego atendió una cantina en la zona sur de
Oruro donde conoció a un empresario que la invitó a trabajar en un lugar más
refinado: “No tendrás que lavar pisos ni levantar el vómito de los borrachos, ganarás
tres veces más que aquí”. Le regaló un vestido fucsia transparente, unos
zapatos rojos y un collar de bisutería para tentar a las agotadas erecciones.
Así se hizo puta, la más bonita y la más callada entre todas, “Continúa con esa
actitud, eso les gusta a los hombres”, le decía el cafisho que la llevó a La Paz, Potosí y Cochabamba arrendándola por
los prostíbulos más prestigiosos de la época.
“Este
es un deporte para jóvenes”, condenó el empresario una mañana, “Ahora eres
libre”. Daysi asumió que sus treinta años se habían gastado en los colchones
malolientes, aceptó que llegó el momento de dar alcance a sus compañeras que
partieron para cortejar en las calles. Guardó en la mochila los pantalones de
licra y los vestidos de zeda junto al perfume de 40 pesos. Viajó a La Paz para dedicarse
a la prostitución errabunda, mas, a las pocas semanas, constató que las estrías
de sus gordas piernas no competían con la rigidez de los jóvenes pechos que
hacían pieza de tres a cinco veces por noche, ella bajó la tarifa a 50 pesos el
polvo para poder pagar el alquiler mensual del cuarto.
Una
noche decidió no trabajar, sentada en la cama contó los centavos y su
imaginación comenzó a sumar el dinero que ganó durante 14 años de prostitución:
“Por cinco polvos en una noche me daban 500 pesos, al mes ganaba 13 mil, al año
156 mil y en 14 años gané… ¡pude haber sido rica!” se puso a reír hasta quedar
dormida.
Al
día siguiente puso en el basurero los vestidos y el rancio perfume, peinó sus
largos cabellos, se puso un pantalón poliéster, una chompa de lana y, en vez de
tacones de punta, calzó zapatillas North star.
Bajó al centro de La Paz y empezó a tocar las puertas ofreciendo sus servicios
de trabajadora del hogar cama adentro. Todos le pedían una carta de referencia
y un certificado de antecedentes policiales, ella cargaba solo la buena
voluntad. Derrotada y hambrienta se dijo, “Si no consigo trabajo tendré que
volver a la putería hasta que me muera tirando”.
Con
el desaliento en la espalda, caminó por Sopocachi en busca de una banqueta
donde descansar. Por alguna razón extraña se detuvo frente a una vivienda con
jardín donde crecían -a la de Dios- el Rosal, la Magnolia y la Rosa china. En
el fondo del jardín estaba la puerta de ingreso donde colgaba un anuncio que
desde la calle era imposible leer. Irrumpió despacio, acercó la mirada y sus
ojos achinados se aplacaron al leer: “Se busca trabajadora del hogar para
atender a una pareja de la tercera edad”. Tocó la puerta a sabiendas de no
tener palabras para convencer a nadie. Al
instante, como si la esperara, salió una anciana de pelo corto lacio, vestía
una falda ploma que le cubría los pies y una chamarra descolorida de polar sin
mangas que abrigaba su delgada figura. Daysi preguntó por el anuncio y ella la
dejó pasar. Vivió ahí durante veinte años.
Simpatizó
con la pareja solitaria que, como único referente familiar, tenía dos sobrinos afincados
en España. Desde un principio se propuso no mostrar cansancio ni dar la menor señal
de enfado ante los caprichos, la sordera de ambos o la incontinencia del
anciano. Aprendió hacer las compras en el mercado Rodríguez, donde cada sábado
se abría paso entre la muchedumbre con la señora colgada del brazo, no tardó
mucho en hacer amistad con las carniceras, las verduleras, las abarroteras y los
cargadores. Al volver a casa, se hizo costumbre putear al chófer que arrancaba
el minibús cuando la anciana se esforzaba por saltar a la vereda, “Ojalá te choques
en la esquina cabrón”, gritaba con el dedo medio erguido apuntando al
retrovisor, se reían ambas y, como dos equilibristas, caminaban lánguidamente
por la empinada calle rodeada de árboles hasta llegar a la casa, en el sempiterno
trayecto compartían sus secretos y las nostalgias de la juventud.
Por
las tardes, la señora pelaba mandarinas y manzanas para comer mientras veían
las telenovelas. “Ahora ve donde mi esposo, debes leer para él uno de esos
libros antiguos”, le pedía luego de apagar el televisor. Daysi preparaba una
taza de té con dos cucharillas de azúcar, la dejaba en la mesita del living, se
sentaba frente al anciano y, en tanto él sorbía con cierta delicadez, ella leía
despacio, respetando las comas, puntos y los largos silencios, el énfasis que
daba a la lectura transformaba la rigidez de los verbos en vértigos suicidas. “Seguí,
seguí, la cosa está buena” y ella continuaba hasta cerrar el libro apelando una
frase que más de una vez terminó en una risotada: “Colorín colorado, este cuento
se ha terminado”. Leía tres a cuatro libros al mes que luego se apilaban en el
escritorio desordenado donde estaban esparcidos cuadernos y hojas cuadriculadas
escritas con bolígrafo azul. Únicamente él guardaba los libros con sumo cuidado
en el estante, cada uno tenía un lugar definido y nadie podía moverlos sin su
consentimiento. El primer domingo por la mañana de cada mes, elegía los libros
que debían leer, los ordenaba en una mesita de acuerdo al orden alfabético de
los autores, contemplaba las tapas, lentamente pasaban las hojas por su mirada
afanosa, juntaba los párpados, respiraba profundo en un intento por bañar su
brío con el cálido bálsamo que dejó algún árbol abatido.
En
una tarde de lluvia furiosa, entró Daysi a la salita donde él la esperaba para
terminar de leer a Tolstoi, “No cierres las cortinas, te darás cuenta que este
ambiente es ideal para entender al viejo ruso”, le dijo, pero su voz no era la
misma, retenía una agonía que palidecía el semblante. Ella dejó en sus manos la
taza de té y comenzó a leer pasando por alto las comas y el punto aparte: “Continúa,
continúa, no te detentas por favor, más de prisa”. Los personajes corrían hasta
no dejarse ver y el respirar del viejo trastabillaba, trastabillaba hasta sumergirse
en un eco profundo. Daysi beso los labios secos del que parecía dormir, lo
abrazó y su cordura se rindió ante el llanto. La anciana, apoyada en la puerta,
los contempló sin poder retener las lágrimas que se abrían paso por las
comisuras, no puso reparo a las gotas de dolor que se estrellaron en el
machimbre, mas fue imposible ocultar su felicidad al ver a su compañero partir
con un cándido beso.
Para
que la ausencia sea llevadera, las caminatas se hicieron frecuentes, descansaban
en la plaza España para tomar helados de canela y comer tucumanas con una
Salvietti. Rezaban el rosario por las noches y los domingos iban al cine a ver
películas de acción, al salir comían hamburguesas o pollos broaster: “Me estás
engriendo demasiado”, le decía la viejita antes de dormir. La renta de jubilación
no alcanzaba para cancelar los servicios, los medicamentos ni cumplir con el
salario de la empleada. “No te preocupes por eso, una hija no puede cobrar a su
madre, con mis ahorros no nos faltará nada, seguiremos viviendo como reinas”,
decía Deysi, la abrazaba y luego se ponían hacer rollos de queso, galletas de
naranja y queques de plátano.
A
pesar del esfuerzo de Daysi para que la tristeza no termine con la vida de la
anciana, la última noche el insomnio se apropió de su habitación, le hizo escuchar
la voz de su esposo detrás de la puerta, entonces se levantó presurosa, abrió
las persianas del comedor y contempló el jardín desde la ventana hasta quedar
dormida. Daysi se acercó despacio y la llevó hasta la cama, acercó sus labios
al oído para dejar la última recomendación: “Bebe este té caliente para que
puedas dormir”.
La
anciana murió a los 95 años, seis meses después de su esposo. Los sobrinos llegaron de España para vender
la casa. Daysi, con sus 50 años a cuestas, no quiso mostrar su desconsuelo, se
despidió con un simple hasta luego, observó los rosales podados y escuchó
cerrar la puerta. Subió la empinada calle como si escalara por los desordenados
y lustrosos adoquines, las luces se dispersaron como luciérnagas asustadas, así,
la noche se quedó sin sombra. Con esfuerzo divisó a un grupo de soldados con
traje de campaña que apuntaban las metralletas a las casas con ventanas
tapiadas. Continuó arrastrando los pies, refregando con el hombro las vetustas
paredes de cal. Un militar, cubierto con un barbijo negro, ordenó con el
megáfono quedarse en casa con la amenaza de encerrar a los desobedientes en los
fríos calabozos; era el mismo tono de voz de aquellos que entraron un día al
campamento de Catavi, pateando las puertas y sacando arrastras a los mineros
sediciosos y a las madres comunistas; recordó el aliento a mierda que expulsaban
los jadeos delirantes cuando ella remedaba un orgasmo embustero. Un soldado
agarró el brazo de Daysi, la obligó a subir a una camioneta, se acurrucó en un
rincón, tapó su boca y decidió no hablar nunca más.
Este
cuarto está lleno de cucarachas, al principio las temía, luego las soborné con
migas de pan para que ahuyenten a las ratas que atacan a la sopa fermentada.
Antes, veía en la oscuridad, reconocía con facilidad a quien dejaba agua en el
lavador, junto con un vaso de café y una marraqueta; en la noche, el intruso tapaba
mi boca con un trapo sucio y levantaba mi falda para encubrir la rabia de su
pene afeminado. Como jamás puse la mínima resistencia, en los últimos meses únicamente
alzaba la desquebraja falda y al irse salivaba en mis labios.
Al
salir del sueño se cierra la mirada, con dificultad escucho el transitar de las
cucarachas que se reproducen en la almohada, cuando estoy despierta es imposible
nombrar los recuerdos, son rostros y voces que pasan por mi mente como
pasajeros presurosos por tomar el tren. Dormir me vuelve a la vida, converso
con mis padres, juego con mis hermanas, leo libros, cocino, veo telenovelas,
bailo con los perros y gatos… quiero seguir durmiendo.
Los
policías la dejaron en la escalinata, ella acompaña con la mirada a todo aquel
que pasa por su lado y hace ademanes con la mano, “Cuanto más me asemeje a
ellos, nadie notará mi presencia”, murmuró para sí. Mantuvo el cuerpo erguido
durante muchas horas hasta que la calle hizo del frío su cómplice y el viento
se llevó a las luces y a los tímidos ruidos. La noche cambió de rumbo.
Daysi
bostezó y dejó caer su cabeza peregrina, observó en su sueño agonizar a las
cucarachas y escapar a las ratas por las rendijas de la puerta, se vio tomar el
té caliente desde donde reconoció a sus padres cubiertos de arroz y mistura,
salían de un templo sin campanas, al frente estaban sus hermanas esparciendo
pétalos de rosa y monedas antiguas.
Javier
calvo V.
1
de agosto de 2022
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