Ingreso
despacio con el temor de que uno de los gatos me salte y arme un alboroto. Él vive
con gatos porque, además de los perros, son los únicos que lo soportan. Entro con la esperanza de darle una sorpresa
que confluya en un grito de alegría o, por lo menos, en un efusivo abrazo. Vuelvo
con un nudo atravesado en el pecho. Hasta ayer, sentí que lo extrañaba, lo
curioso del asunto es que nunca tuve ese sentimiento que me acerque a él, ni
siquiera después de los días, semanas, meses y años de mi partida.
Cierro
con cautela la puerta e inmediatamente el viejo olor trae a mi padre: el
cigarrillo añejo mezclado con el aroma penetrante del ajo, la pimienta, el
orégano y el orín de gatos. Una leve brisa viene desde la cocina junto con el
bullir de la caldera. En la sala, como siempre, el televisor a color de 24
pulgadas prendido a todo volumen; la mesa del living tapiada con revistas y
libros; a un costado, el jarrón de vidrio con agua (supuse que ahí beben los
gatos), una taza con restos de café y un cenicero repleto de cenizas y colillas;
en el sofá están desparramados periódicos abiertos y una cobija doblada. Imagino
que ahí se queda dormido en las tardes. A pesar de que no le gustaba dormir, recuerdo
que el sueño lo vencía con facilidad. En
la mesa del comedor, un plato con comida de gato esparcida por todas partes y
una canasta con pan al lado de varios discos.
Parada
en medio de la pequeña sala, recorro con la mirada la cocina, el baño, el
dormitorio y, más al fondo, pasando por el oscuro corredor, está un cuarto
abierto de donde sale, como un volcán, la luz amarilla matizada de humo azul.
De ahí proviene el sonido tosco de las teclas de un piano. Mis pasos se
arrastran con la intención de no hacer ruido, entre tanto las teclas son
torpemente golpeabas… Do, MI, Re, Fa, Re, Re, Mi, Si y nuevamente el Do, el Re
y el Mi. Luego, salta al Si hasta detenerse en un Sol sostenido. Advierto que
no se trata de teclas ordinarias de caré, estas son de madera, el sonido se mantiene
gracias al peso de la tecla.
Apoyada
en la pared, con la mirada en el piso, sigo la melodía que con esfuerzo se
desprende del piano; dentro de mí corrijo los errores del ejecutante: “Respira,
respira, guarda el aire y ahora expúlsalo, del mismo modo permite que salgan las
notas del piano… despacio papá, no tan fuerte, esa es una Fa, tienes que volver
al Re e iniciar el acorde”, me hubiera gustado decirle.
Los
minutos pasan hasta que me atrevo a estirar la cabeza para verlo tocar, un gato
amarillo sentado en un sillón de escritorio alza la mirada y abre la boca en
señal de amenaza, claro, no quiere interrumpir
a su padre que está al frente de un mediano piano de pared. Una y otra vez repite
la misma armonía hasta pasar a otra y luego a otra más. Reconozco la canción,
es If I have to go, de Tom Waits. De niña, lo veía de una de las rendijas de la
puerta del escritorio, parado frente a la ventana, con el cigarrillo que temblaba
en los dedos. Escuchaba las canciones de Pink Floyd, The Beatles, Beethoven,
Bach, Tom Waits, Silvio Rodríguez, Charly, Sabina, Wara… En esos días, cuando vivíamos en la casa de los abuelos, él
pasaba todas las noches escuchando música, a veces, la misma canción.
Me
alejo nuevamente para volverlo a escuchar, “Ahora sí, toda la pieza por favor”,
pido en silencio. Después de varias intentonas, mi padre completa la canción
sin un solo error, y yo, desde este rincón, balbuceo los versos de Waits... And if I have to go will you remerber me? Me emociono con un
salto de alegría y rompo el embrujo de la aguardada sorpresa. Cuando estoy a
punto de entrar, escucho cerrar el piano, llena una copa y enciende un
cigarrillo. El humo azul marino sale atragantado.
Cruzo
la puerta y veo la espalda encorvada de mi padre, acaricia el piano con una
mano y la otra sostiene la copa de vino rosado; el gato, al verme entrar, salta
a sus piernas y debajo de los sillones sale otro gato, es como las cenizas del
carbón, de un salto llega al borde del piano y la botella de vino trastabilla hasta lograr
el equilibrio.
-Hola
Pa –le digo.
Se
da vuelta, sonríe, pero su sonrisa no es la misma que la gente acostumbra a
lanzar por cortesía, no, esta es una
sonrisa alegre, nunca vi ese gesto en él.
-Hola
Hija, cómo estás, lo dice sin el menor asombro, mientras se levanta del asiento
y el gato trepa a su hombro. Sus ojos siguen el paso calcino de otro gato que
ingresa a la habitación; lo reconozco, el día que me fui él acababa de llegar.
-
¿Te acuerdas de él? es el tomasiño, aún reniega porque no puede subir al techo,
ahora solo se dedica a poner orden en la casa, -dice sonriendo- en tanto se
agacha para frotar la barbilla del animal que alza orgulloso el pescuezo. Su
cola parada la frotó en sus piernas y luego descansa a los pies mi padre.
-Que
bien que viniste –lo dice sin convicción- como si mi presencia interrumpiera
algún plan previamente acordado con los gatos.
Me
acerco para darle un abrazo, entonces pone rígido el cuerpo y solo permite un
ligero apretón de manos.
Rechazo
la copa de vino que me ofrece y salimos por el corredor con la idea de
conversar en el living. No le comento sobre sus lecciones de piano ni cumplo el
encargo de mis hermanos que quieren una foto de mi madre para ponerla en el
funeral y en el aviso necrológico.
Mientras
habla, sus ojos se detienen en algún lugar, habla despacio y confunde el orden
de las oraciones, no recuerda los nombres ni el lugar donde guarda las cosas;
lo que no cambia en él es su habilidad para recordar las fechas, los números
telefónicos y el número de las placas de autos. Jugamos un rato adivinando las
fechas cívicas y el nacimiento de familiares; en eso, le viene a la mente el
día que me encontró borracha en un parque, dice que me marcó hasta la casa y me
hizo vomitar en el baño; recuerdo
el olor a pucho que tenían sus dedos, los metió hasta el fondo de mi garganta, “Si
no vomitas te puedes bronco aspirar”, advertía.
Cuando
ya no tenemos de qué hablar, el silencio incomoda y mi padre ofrece una copa de
vino y cigarrillos, le repito que no bebo ni fumo. Se sirve una copa y prende un cigarrillo, acomoda
su cuerpo en el sofá negro, toma un trago largo, se limpia los labios con la
punta de los dedos y larga una seguidilla de preguntas que suele hacer cualquier
persona que te encuentra después de muchos años. Sonrío al acariciar sus temblorosas
manos ajadas y con pecas, los dedos están teñidos con nicotina; al verlo es
fácil distinguir el latir de sus párpados caídos. Después de preguntar, toma la
copa vacía, la acerca a los ojos y fricciona el rostro en ella. El ronronear de
los gatos no logra romper el silencio.
Me levanto para ir al estante de libros, me
llama la atención una pequeña foto sin marco apoyada en un diccionario, observó
con atención… sí, es mamá cuando era adolescente, tiene los ojos risueños, está
apoyada en un cerro a los pies de una carretera
asfaltada. Mi padre sigue viendo la televisión. Voy hasta la puerta con la
intención de no despedirme, no tengo respuestas sinceras para darle. Prefiero
callar.
-Ojalá
vuelvas pronto. Como ya no trabajo tengo tiempo de cocinar, aprender a tocar
piano, escribir y leer; te haré esperar un
pastel de papa con aceitunas, hongos y pasas, dice, entretanto cambia los
canales de la televisión.
Javier
Calvo Vásquez
11
de mayo de 2023
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