Hace
tres años partió Soraya.
Una
noche antes, los amigos y parientes más cercanos organizaron la fiesta de
despedida. Como muestra de afecto le obsequiaron multicolores bebidas
alcohólicas, porros que, sin disimulo, le entregaron en cajitas de fósforo,
cocaína cubierta en celofán, condones adornados con cintas naranjas y
únicamente quien dijo ser un amigo de colegio, le regaló la novela de Herta
Müller Todo lo que tengo lo llevo
conmigo.
Las
veintitantas botellas quedaron vacías al amanecer, la mezcla de tabaco, cocaína,
marihuana y alcohol hizo estragos en más de uno. Cuerpos desnudos desparramados
en la sala, vómitos, caca y orín en varios rincones de la casa. Las puertas y
ventanas abiertas se abanicaban a la par de la corriente gélida que recorría las
habitaciones.
Soraya,
al despertar, hizo a un lado a su amiga que se esforzaba para abrazarla. Se
vistió de inmediato, puso la ropa en la maleta, se lavó la cara y cepillo los
dientes abriéndose paso entre la gente que aún estaba dormida o desmayada, porque
en estos casos nada es seguro. Mientras salía procuró no tocar nada ni auxilió a
su hermana que aparentemente dormía con los ojos abiertos ni al novio que
estaba tirado a los pies de la ducha en medio de un charco gelatinoso de
sangre. En la puerta de la casa, con la maleta en la mano, tomó el celular e
hizo una llamada.
A
los pocos minutos ingresaron a la casa policías, paramédicos, fiscales,
periodistas y agentes de narcóticos. La televisión mostró a un grupo de hombres
y mujeres que, aún mareados, ingresaban a las celdas de la policía; otros
terminaron en la sala de urgencias del hospital y unos cuantos en las frías
camas de la morgue.
Los
servicios informativos titularon la noticia como “Escalofriante hallazgo en
zona residencial”, “Murieron al despedirse”, “La fiesta terminó…”, “Nadie sabe
dónde está Soraya”.
A
los pocos meses la casa se puso a la venta y, como la oferta era una ganga, se
vendió con facilidad. Los nuevos dueños antes de trasladar sus cosas, llevaron
a un cura y a un yatiri para que bendigan el lugar y expulsen a los demonios.
Los vecinos les dieron la bienvenida con masitas de distinto tamaño y sabor,
aprovecharon la oportunidad para organizar una fiesta con muestra de afecto; no
obstante, se prohibió consumir cualquier tipo de droga,
incluido el alcohol, solo se permitió fumar en la terraza.
La
fiesta transcurrió con normalidad hasta que abrieron las ventanas y puertas. Al
día siguiente, los perros y gatos callejeros ingresaron con recelo y a los
pocos minutos huyeron espantados. La policía informó al mediodía que no quedó
un solo sobreviviente. Todos murieron por el consumo excesivo de antidepresivos
y ansiolíticos “Les falló el corazón. Qué más les puedo decir”, dijo el
comandante a los periodistas mientras los camarógrafos tomaban imágenes de los
cuerpos que eran retirados en bolsas negras.
Los
vecinos que no participaron en la fiesta quedaron estremecidos por el hallazgo,
concluyeron que la casa estaba maldita y que lo mejor que podía hacer la
alcaldía era derrumbarla y construir una pequeña plazuela con San Judas Tadeo
como custodio. Pero nada de eso sucedió porque los herederos la pusieron a la
venta con la singular condición que el interesado ponga el precio por la casa.
Soraya
se comunicó con la inmobiliaria y ofertó 50 mil dólares, -ni un peso más- les
dijo. Pasaron los días y ante la ausencia de posibles compradores, la casa fue
adjudicada de inmediato, con la cláusula de no informar a nadie el nombre de la
nueva propietaria. El contrato se firmó en esos términos.
Debido
a los acontecimientos suscitados, muchos vecinos abandonaron el barrio y los
pocos que quedaron preferían no salir de noche y evitaban pasar por la vivienda.
Una noche, la casa se iluminó, se abrió una de las ventanas de donde salían melodías
de un piano que solo fueron interrumpidas por los rayos del sol asentados en el
tejado. Alguien comentó que se trataba de música sacra. Al llamado insistente
de los nerviosos vecinos, los policías llegaron al promediar las seis de la
mañana, encontraron las puertas y ventanas abiertas. La casa tenía muebles antiguos
y quien los haya elegido, dijo un reconocido coleccionista, sabe muy bien de
decoración barroca. La pulcritud es intachable, aseguró el jefe policial en su
informe, con todo, advirtió que la gélida brisa que recorría por la casa hacía
difícil mantener la respiración. Al no producirse ningún delito, los policías
abandonaron el lugar y se cercioraron que las puertas y ventanas estén
perfectamente cerradas.
Desde
entonces, a partir de la medianoche, se prenden las luces de la casa, el piano
interpreta conocidas melodías de Bach, Beethoven, Kítaro, Jethro Tull, aun las
versiones más excéntricas de Albinoni, Vivaldi, Billa Evans y Tom Waits. Las
puertas y ventanas amanecen abiertas hasta que el último gato y el último perro
callejero se retira mareado y eructando.
Javier
Calvo Vásquez
29
de junio de 2023
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