Lo primero que hizo fue entrar al baño, se quitó la visera descolorida que llevaba la inscripción borrosa MIR-NM y el perfil de un gallo azul. Sí, se la quitó y la depositó en el tacho de basura. Subió lentamente la mirada y vio su rostro después de diez años. Cumplió la promesa de verse únicamente cuando esté afuera. Los párpados inflados parecían aplastar a los achinados ojos de color café que, al verlos detenidamente, distinguió el fluir de la sangre: Antorcha de fuego marchito que desespera ante el inminente vacío. Sus labios deshidratados perdieron el color, la forma y el deseo. El cuerpo famélico cubierto por la tiznada y erosionada piel. Dejó caer el pantalón de poliéster, la polera roja desteñida y el corpiño con elásticos deshilachados que reprimía a sus lánguidos senos. El filo de la cadera desnuda había fugado del calzón percudido, quebrado y en desuso.
Luego
de verse por algunos minutos en el espejo, cerró los ojos, frunció los labios al
expulsar una mueca de picardía, “Esa no
soy yo, me imaginé distinta en la cárcel, la piel tenía otro color y los ojos
redondos brillaban inquietos”. ¿Quién eres? –dijo- y volteó a un lado,
entonces tomó la tapa del tanque del inodoro con la que golpeó al espejo una y
otra vez hasta que cayó el último pedazo, …se hizo añicos al tocar la cerámica
china. El silencio restableció la cordura y el abandono simuló materializarse en
los restos que yacían esparcidos en el baño.
La
casa heredada de sus padres está rodeada por un desmantelado jardín, antes
tenía gladiolos, rosales y dos árboles de tarco. El columpio ha sido cubierto
por la maleza, solo se balancea cuando algún inquieto gato juega en él. Desde
la aprehensión de Maribel la casa está deshabitada; su hermana menor suele ir
semanalmente a desempolvarla, cambia las toallas, el papel higiénico y mientras
humea el incienso de eucalipto lava las sábanas. Después de barrer la cocina se
detiene en una esquina, apunta el índice derecho y mira con recelo todos los
rincones, si reconoce un minúsculo gramo de polvo moja la punta de los dedos y
con suma delicadeza levanta los escombros microscópicos.
El
patio es de los gatos ambulantes que dejan sus cacas esparcidas en todos los
rincones, aun en los menos apropiados para el santo oficio de defecar. La hermana
las barre con cierta serenidad acercándose a cada una, tal cual lo haría una
alquimista que busca identificar la composición química de los restos orgánicos.
Siguiendo la estricta solemnidad que impuso durante años, coloca diez platos
alrededor del patio donde deposita la cantidad suficiente de comida para una
semana. Lava el recipiente de agua y lo deposita a los pies del grifo que
intencionalmente se queda semi abierto de donde cae un chorro intermitente, similar
a los hilos de luz con los que se entretenía cuando jugaba en el estanque. Los
gatos descienden al patio por una escalera de madera, hendida por el sol y la
lluvia, la dejó a propósito Maribel antes de ser detenida.
-De
lo que más sufren los gatitos es por falta de agua -dice la hermana- entretanto
les llama para que bajen a comer, ellos la siguen con la mirada desde el techo:
parsimoniosos, distraídos, tímidos y orgullosos. Antes de irse, vuelve a llenar
los platos con croquetas y distribuye pedazos de carne fresca para el consumo
inmediato.
Cuando
condenaron a Maribel, los periodistas iniciaron una cruzada para que el Estado
apruebe la pena de muerte, pedían además que la ejecuten a los pies de la Santísima
Trinidad. “Matar a los padres no tiene perdón de Dios”, coincidían las
improvisadas encuestas multiplicadas en los noticieros que lograron movilizar a
las legiones católicas, evangélicas, judías, islamistas y a los fieles del vudú
que ofrecían practicar “rituales ocultos contra la asesina”.
En
tanto se leía la sentencia, Maribel detuvo la mirada en tres canas que cayeron
sobre la mesa, se desplazaban cachazudas, huérfanas y extraviadas para
esconderse entre los códigos y memoriales, “¿De dónde habrán escapado estas
ingratas y traviesas canas? –Murmuró dentro de sí- ¿Quién las extrañará en este
momento?, ¿Quiénes ocuparán su lugar?, ¿Qué llevarán en su equipaje? Sus labios
retorcieron una leve sonrisa al atisbarlas ¿Me pueden contar los secretos que
guardan? Las canas se apilaron en un rincón, como si escaparan del
interrogatorio ¿Temen que delate su huida? Se enderezó y los ojos se
estrellaron en el retrato de Pantaleón Dalence que parecía seguir con su
pórfido gesto al juez relator que, sin levantar la mirada de los papeles, leía
como si la garganta estuviera atascada por huesos de pescado.
“Luego de analizar
los antecedentes del hecho y al no presentar la defensa ni un solo recurso que
intente contradecir los alegatos del fiscal; además, gracias al obstinado
silencio de la acusada, se la declara culpable de asesinar a sus padres con
saña y alevosía, por lo que deberá cumplir la condena de 30 años sin derecho a
indulto en el penal de Chonchocoro. Sin embargo, debo hacer notar que, a
solicitud de los reos de ese centro penitenciario, la ahora sentenciada
permanecerá aislada de la comunidad para que no altere la tranquilidad y
apacible vida del lugar”.
A pesar de no ser una cárcel de mujeres, la
llevaron a Chonchocoro porque, según el juez, no existe otro lugar que cumpla las
especificaciones dictaminadas en la sentencia. Construyeron una jaula circular
de fierro, similar a la de Abimael Guzmán, la ubicaron en el centro del patio, cubierta
en la parte superior por una lámina amarilla. Solo tenía una cama angosta con
un colchón de paja, dos frazadas y una almohada cuadrada. Maribel ingresó con
los ojos vendados y antes de descubrirlos escuchó el chirriar de la chapa que
dio cinco vueltas e inmediatamente dos candados se cerraron al unísono. Caminó a tientas hasta orillar la cama, se
sentó, destapó la venda y distinguió la presencia de 200 reclusos aglomerados a
su alrededor, dejó caer la mirada junto con su cuerpo extendido en el
esquelético catre. Su mente luchó con confusas imágenes acompasadas por el
tararear mudo de los versos de Sabina que a su madre le escuchaba cantar
Y
cómo huir cuando no quedan islas para naufragar
al
país donde los sabios se retiran
del
agravio de buscar labios que sacan de quicio
mentiras
que ganan juicios tan sumarios que envilecen
el
cristal de los acuarios de los peces de ciudad
Ahí
pasó diez años de estricta vigilancia. Únicamente tenía permiso para ir al baño
dos veces al día: a las siete de la mañana y a las ocho de la noche. Con
grilletes en los tobillos, cubiertos los ojos con un trapo negro, recorría por
los pasillos custodiada por dos guardias armados y arropados con chalecos antibalas.
Tenía cinco minutos para orinar y evacuar. Su alimentación consistía en dos
tasas de sultana con dos panes, uno por la mañana y otro por la noche; a
mediodía, le dejaban un guiso de fideo con algunos restos de papa y carne.
Cumplido
los cinco años de reclusión, el nuevo el gobernador de la cárcel logró que Maribel
sea beneficiada con tres de sus tantas solicitudes: Le obsequiaron una docena
de lápices de color, un cuaderno de 200 páginas y un libro de cuentos de Roberto
Arlt. Desde ese día, dibujó fragmentos de historias con personajes que tenían
facciones similares a los presos que a diario veía. La colección de figuras,
dispuestas al azar, construía relatos que se podían leer en las muecas, en el
perfil de los rostros, en las sombras que proyectaban, en el detalle de las
arrugas y en las sonrisas destentadas.
Leyó
el libro durante los siguientes cinco años, todos los días de seis a siete de
la mañana. Cada vez que finalizaba el último cuento, su rostro se ruborizaba de
alegría al revelar que descubrió nuevos detalles escondidos entrelíneas.
Inmediatamente, lo cubría con un paño rojo y lo guardaba debajo de la
almohada. Casi lo mismo ocurría con el
cuaderno de dibujos, cuando ya no había páginas blancas, retornaba al principio
y borraba cada imagen con el cuidado de no romper las hojas; concluida esta
labor, volvía a pintar y dibujar. En ese tiempo administró a la perfección el
uso de cada color para que el desgaste sea simultáneo.
Maribel
decidió volver a vivir con sus padres luego de 10 años de ausencia; para
entonces, ya no era la prominente economista que asesoraba a destacados
empresarios y prestaba auxilio a los ministros cuando la Central Obrera
Boliviana les ponía contra la pared. Los periódicos dejaron de solicitar sus
influyentes artículos y los canales de televisión ya no la invitaban para que
emita sus opiniones sobre la economía del país. “Es una profesional exitosa”, concordaban todos,
“pero si no fuera por su carácter, podría incluso ser presidenta de Bolivia”. Con
el tiempo, su puesto de consultora internacional quedó en la nominación …nadie
la buscaba, temían que abra la boca torpe e irresponsable y luego se joda todo,
“es preferible no tomarla en cuenta”, decían los políticos, los periodísticas,
los dirigentes, los compañeros de trabajo, los curas y las autoridades.
Le
era dificultoso convivir con el bien y el mal, con el amor y el odio, con el
recuerdo y el mañana, prefería que sus opiniones sean orientadas por lo que
sentía y no por lo que pensaba, por ese motivo muchos llegaron a combatirla, a
despreciarla y, al final, a marginarla. Era incapaz de sostener una
conversación por más de media hora, buscaba alguna excusa y se retiraba. Odiaba
las reuniones sociales, por lo que jamás asistió a ninguna a pesar de las tantas
invitaciones que recibía. Sin dar excusas, simplemente no iba. Las pocas veces
que fue a una fiesta o una discoteca, se retiraba completamente agotada y
deprimida; al llegar a su casa prendía un cigarrillo y dormía escuchando las
versiones más psicodélicas de Sex Pistols, las sonatas más oscuras de Bach o
las versiones más tristes de Janis Joplin
Volvió
a la casa donde creció junto con su hermana, volvió con la imagen puesta en el
viejo columpio, en la aguda trompeta de su padre que interpretaba a la
perfección el West end blues de Louis
Amstrong. En el viaje de retorno, recordó a su madre pintando escalofriantes
figuras parecidas a demonios, animales con cuerpo de personas, flores
agonizantes, senderos que se precipitaban a los acantilados, mujeres sin
rostro, duendes que jugaban detrás de las ventanas.
Al
entrar a su casa se chocó con la hermana menor, llevaba en la espalda una
mochila amarilla.
-Ahora
me toca viajar, -le dijo- Cuídalos por favor, son como las plantas que no les
puede faltar agua. Los gatos comen croquetas dos veces por día, carne molida y
sopita. No te olvides. Dicho esto, saltó a sus brazos manteniendo la mirada a
cualquier parte. Se fue sin cerrar la puerta.
Su padre dormía sentado en el sofá, Maribel se
acercó y le tomó la mano, estaba fría. Palpó su rostro, el aliento apenas
humedeció el borde de los dedos que olió para saber si aún conservaba el viejo
olor a cañería oxidada. En el cuarto estaba su madre, sentada en el borde de la
cama, sus dedos jugaban con los pliegues de la falda. Los ojos no palpitaban, estaban
puestos en cualquier parte. Ella pensó que no la reconocieron, con los días comprendió
que únicamente no querían hablar.
En
la mesa del comedor, estaba la lista de medicamentos que sus padres debían
tomar a diario y un cuaderno con las siguientes recomendaciones:
“No tienes que hacer
bulla porque se ponen violentos. Solo comen sopas y ensaladas. En el desayuno,
no les puede faltar el café con leche, el pan de k’aspa y la rodaja de queso. A
media mañana, les debes dar manzana rallada. Aunque no quieran, les debes
obligar a tomar agua. No es necesario que les lleves al baño, ellos saben cuándo
su cuerpo les pide. En la noche, el papá fuma, solo debes prender su cigarrillo
Derby de callejita naranja. La mamá ve novelas del canal 36. No perdieron la
voz, solo que no les da la gana de hablar. Me olvidaba, el papá escucha sus
discos de jazz y tango desde las cinco de la tarde, debes estar atenta para
cambiar uno detrás del otro en el orden que están dispuestos por él desde hace
25 años. La mamá escucha todas las mañanas a Beethoven, Silvio Rodríguez, Albinoni,
Roger Waters, Bach, Wara, Echo & The Bunnymen, Spinetta, Red Hot Chili Peppers,
Alfredo Domínguez, Vinícius de Moraes y Kítaro. En ese orden. Los casetes están
en su cuarto. Si no quieren entrar a dormir, les das la tableta roja, ellos
luego se acostarán solitos. No te olvides de tender su cama temprano, limpiar
la casa y cocinar. Procura no salir. Que te vaya bien”.
Con
los días, los meses y los años, Maribel creo símbolos no verbales para
comunicarse con sus padres a quienes enseñó con paciencia cada uno de ellos; con
el tiempo, construyeron un abecedario con el que se comunicaban –casi-
fluidamente; por ejemplo, pedían cerrar la cortina, la puerta y la ventana cuando
movían sus manos o las piernas de izquierda a derecha, de arriba abajo o de
abajo arriba; con el tintinear de los dedos protestaban por el ruido y el
parpadear representaba quiero dormir. La
rutina se iniciaba a las siete de la mañana con el desayuno de sus padres; de
ahí para adelante, los minutos se consumían limpiando, cocinando, comprando alimentos
en el mercado, dando de comer a los gatos, ordenando los casetes y discos.
La
renta de jubilación de su padre era una miseria, apenas solventaba los
servicios básicos y cuatro litros de leche al mes. Los ahorros de Maribel
cubrían la alimentación, el honorario de los doctores, los medicamentos, la
comida de los gatos, los inciensos, los cigarrillos, el vino y las eventuales
salidas al parque donde comían salteñas y saboreaban helados de tumbo. Los
domingos compraba el periódico y cada mes se escapaba a la librería para
adquirir novelas y cuentos de autores nacionales.
Como
la caja de ahorros solo registraba salidas y nada de ingresos, un día se
comunicó con un funcionario del banco para pedir el extracto, este le informó
que solo quedaban tres mil bolivianos. Con el pedazo de papel escrito a la
rápida por el agente financiero, se fue hasta la plaza para sentarse y meditar
sobre la crítica situación económica. Prendió un cigarrillo y barajó las
posibilidades para generar nuevos ingresos, una de ellas era volver a trabajar,
aunque sabía lo difícil que es para una mujer de cuarenta y cinco años
encontrar un espacio en cualquier empresa o institución, más aún para ella que
no tenía amigos ni familiares. Desestimó esa opción porque, de encontrar cualquier
empleo, sus padres no podrían quedarse solos o con gente extraña.
La
otra alternativa era vender la casa para comprar otra más pequeña, de esta
manera vivir con el dinero que sobre; entonces pensó en los gatos que por
generaciones vivían en el tejado. Desechó inmediatamente esa posibilidad.
La
noche se ponía y las luces artificiales de la plaza se encendieron, pisó con la
punta del zapato el tercer cigarrillo, cargó la mochila y caminó despacio,
llevaba consigo una vaga idea que podría dar solución a sus problemas.
Al
entrar a su casa, no encontró a sus padres en el lugar donde acostumbraban
pasar la tarde, él no estaba en el escritorio escuchando música y ella no veía
sus novelas en su habitación. Los encontró en el living, él, en el sofá y ella
en el sillón frente al televisor blanco y negro que hace muchos años dejó de
funcionar. Los observó por más de una hora apoyada en el marco de la puerta, en
ese tiempo intentó recordar el sonido de sus voces, el brillo de las sonrisas,
el perfume que su madre ocultaba detrás de las orejas y el silbido agudo de su
padre.
-Todo
ha terminado –dijo- no se preocupen, en seguida les alcanzo.
Alistó
la comida de los gatos mezclada con un somnífero que los dormiría para siempre
y para ella preparó un jugo con aceite de cannabis acompañado de cuatro gramos
de cocaína, ansiolíticos y pastillas rojas que encontró en el velador de su madre.
Antes de hacer dormir a los gatos y beber su espirituoso jugo, se sirvió una copa
de vino con el que se dirigió al jardín, se puso a beber al compás del vaivén
que impuso el furioso columpio. La música de Wagner retumbaba en la casa y los
gatos maullaban irritados. Los vecinos salieron a la calle para saber a qué se
debía “semejante escándalo” y sorprendidos por el proceder extraño de Maribel,
decidieron llamar a la policía para que averigüe lo que acontecía en el lugar.
A
los pocos instantes llegaron varios agentes e ingresaron a la vivienda, Maribel
aún quería tocar el cielo con los pies y el columpio había perdido el control.
Los policías la obligaron a bajar, le pusieron
las esposas y se la llevaron. No dijo nada y no opuso resistencia. Al día
siguiente, los noticieros informaron que ella los asesinó.
Salió
de la cárcel luego de 10 años, la hermana menor presentó pruebas que
evidenciaron que no se trató de un asesinato, sino de un suicidio.
Maribel
encontró la casa del mismo modo de cuando la dejó, los discos de papá mantenían
el mismo orden, los casetes de mamá estaban dispuestos por orden alfabético y
los gatos merodeaban en el tejado.
Vestida
con un pijama que encontró en el ropero, se sentó en el sillón y puso a girar
el tocadiscos. La hermana menor preparaba el café y la comida de los gatos.
Maribel
no desprendió los ojos de un cuadro de Arturo Borda, el Yatiri, que su padre lo
puso en la pared del living cuando ella era niña. La canción seguía sonando,
Maribel acompañaba el ritmo con el pie derecho y los labios se movían al compás
de los versos de Jara.
Cuando llego a la
casa, estás ahí
y amarramos los
sueños
laalairalaaa
lairalaaa
lairlaaaaa
laborando el comienzo
de una historia
sin saber el fin
cuando miro los
rostros, tras el vidrio empañado
sin saber quiénes
son, donde van
pienso en ti, mi vida
pienso en ti.
Javier
Calvo V.
30
de agosto de 2023
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