Ir al contenido principal

Vacaciones

 


Esperaba la vacación de fin de año porque -por alguna razón que aún desconozco- en ese lapso se extinguían las miradas que durante el año me seguían (así lo sentía) y parecían abandonar su interés en mí; entonces, caminaba más suelto, me detenía a contemplar los escaparates, los letreros luminosos y parado frente a los pequeños árboles de la ciudad, mis ojos convertían a las ramas en un frondoso bosque, al rato ya estaba escondido entre ellas, era como salir del mundo o estar detrás de la ventana. Con las horas comprendí que era más fácil subir que bajar, contrariamente a lo que sucede en otras circunstancias.

Valían todas las excusas para salir a la calle sin que medie la obligación de ir al colegio o buscar una tarea. Transitar sin rumbo, arrastrar los dedos por las paredes y detenerse frente a las puertas y ventanas abandonadas donde fisgoneaba por las grietas; alguna vez empujé la puerta e ingresé con cuidado, del techo colgaban tejas, paja y cañahueca; las paredes de adobe guardaban algunos rastros de yeso y pintura, el piso rodeado de heces podridas, botellas vacías, coca masticada, colillas de cigarrillo y latas de alcohol. Ahí descubrí el movimiento de las nubes, pasan una detrás de otra y el cielo cambia con facilidad su semblante, dejando espacios para observar a la luna que se quedó dormida y a las estrellas despistadas.

Ahora entiendo que los dolores de estómago, que no me dejaban en paz en los últimos días de clases, tenían que ver con la ansiedad producida por los exámenes finales, la presentación de carpetas y la incertidumbre de la libreta de calificaciones. Por momentos, la música y las películas me ayudaban a comprender que pase lo que pase con las notas, era inevitable el inicio de las vacaciones que, en mi caso, representaba aislarse del mundo de manera voluntaria; es decir, qué importa el futuro si el presente es auspicioso.

Me emocionaba la idea de no ir al colegio, dejar de sentir el olor de los cursos y las tizas blancas; no escuchar el zumbido del recreo, la voz imperante del regente y dejar de ver la mirada inquisidora de los maestros; descansaría de las acusaciones que me propinaban los compañeros de cosas que no entendía si estaban bien o mal. Me resultaba irritante verlos conversar con los profesores como si estos fueran buenas personas, no entendía su actitud cuando retornaban de las vacaciones, porque mientras ellos se abrazaban en los pasillos y exponían con cierta arrogancia sus zapatos nuevos, yo arrastraba los pies por los escalones de piedra, las manos sudorosas resbalaban en la baranda de manera. Me sentaba en el último pupitre con el estómago revuelto; por lo general, cerca de la ventana grande cubierta de pequeños vidrios pintados de blanco. Durante las primeras semanas de clases me costaba mucho (aún me cuesta) conversar por más de cinco minutos con gente extraña, evadía las preguntas y las miradas.

Durante los primeros días de la vacación, mis primos nos invitaban a jugar fútbol a mi hermano y a mi; lográbamos el permiso de ocho a diez de la mañana; sabía que esa instrucción se tenía que cumplir a como dé lugar, no importaba si era necesario abandonar el juego en el mejor momento. A mi hermano le hacía recuerdo que faltaba 15 minutos para estar en la casa; entonces, salía corriendo de la cancha y mi hermano más atrás, parsimonioso, como si no le importara nada.

Cuando no íbamos a patear la pelota, nos quedábamos en la casa de mis primos a jugar cualquier cosa; en eso, mi tío desafiaba a los sobrinos a jugar ajedrez, uno por uno salía vencido luego de cuatro o cinco movimientos, menos mi hermano que le hizo enrojecer en varias oportunidades.  Yo los veía desde lejos, el juego de ajedrez era similar al dibujo de un libro de matemáticas.

Una tarde, mi hermano me enseñó el movimiento de cada pieza del ajedrez y luego nos pusimos a jugar, él se hizo ganar con facilidad y desde entonces nunca más iniciamos una partida, lo que no impidió más adelante que me enfrente a mí mismo. Sobre la cama colocaba el tablero y cuidadosamente ordenaba sobre los cuadrantes negros y blancos los peones, las torres, los caballos, los alfiles, la reina y el rey. Mirándose de frente, ambos ejércitos estaban a punto de iniciar la batalla, solo el más inteligente triunfaría. Con los días, aprendí que no se trata de matar por matar, que no se debía arriesgar inútilmente a los peones, a quienes veía con lástima porque son los más vulnerables, no solo porque están en primera línea, sino porque cuentan con poquísimos recursos para atacar y defenderse.

En eso, llegué a odiar a la reina que tiene todas las oportunidades para moverse por donde quiera y asesinar a quien se cruce por su camino; por supuesto, lo racional es cuidarla porque su existencia garantiza la vida de los demás; no obstante, esa obligada dependencia me irritaba porque debido a ello todas las fichas se mueven para protegerla y siguen la estrategia que ella impone. Todas las miradas puestas al frente, las piezas caminan sigilosas para invadir el territorio del extraño que, en este caso, es el enemigo, sin que esto signifique descuidar la retaguardia; los soldados, en sus distintos rangos, saben que está prohibido andar con indecisiones en la faena de salvar la vida del rey o la reina, aun si esto representa la muerte. El Harakiri. Ese detalle, también me molestaba, no entendía por qué es más valiosa la vida del rey que solo sabe dar un paso al frente, atrás y a los costados.

Muchas veces, cuando ganaba la partida a mi otro yo, únicamente quedaban el rey y la reina, no siempre uno al lado del otro. Me acercaba y los veía de cerca, el tablero parecía un desierto desolado con muertos alrededor. Del otro lado, estaba el rey caído. Entonces me preguntaba, para qué tanta masacre si al final los pocos vencedores quedan solos en un territorio sin sal, sin agua ni sol. Esas preguntas no impidieron seguir jugando todas las tardes recostado en la cama, edificando mentalmente las estrategias. A cada pieza le confería un carácter y una personalidad, elementos centrales en la toma de decisiones; con ese afán, como si fueran actores de teatro, les hacía hablar con una entonación especial de acuerdo a la circunstancia que tomaba el juego; siguiendo esa costumbre, desde hace muchos años converso con mis perros y mis gatos. 

Un día, experimenté dar otro sentido al juego y decidí que un par de peones -aburridos de ser tratados como carne de cañón- asesinen a su reina y a los dos alfiles; antes de ser atrapados por las torres huyeron y se enlistaron en el ejército del frente. En ese momento, las conversaciones entre las fichas eran rancias y amenazantes, la bronca y la desconfianza pintaban de gris la escena; los caballos perdieron los estribos al punto de provocar su propia muerte; nadie cedía y el ejército blanco utilizaba los movimientos más certeros y cobardes para capturar a los traidores, a los infieles. Salté de la cama, me puse de rodillas para contemplar el juego desde el punto medio como esperando que las fichas se muevan de manera independiente. Percibí que la guerra continuará sin importar cuánto yo interfiera; la reina seguirá siendo reina, los alfiles y las torres continuarán manipulando al rey y los peones no dejarán de ser peones, condenados -como diría Joaquín Sabina- a un ingrato futuro.

En aquellos años, cuando la televisión salía de seis de la tarde hasta la medianoche y los cortes de luz eran frecuentes, el ludo y el juego de cartas reunían a mi familia. Recuerdo que, gracias a su habilidad con las reglas, las escuadras y los pinceles, mi padre fabricó el tablero de ludo y talló las fichas. Por lo general, mi padre ganaba gracias a la complicidad de mis hermanas; yo, observaba en silencio e intentaba integrarme al grupo con una actitud de careta o masking, como prefieren denominar los gringos. Un día, mientras jugábamos con mis hermanos imaginé que el tablero de ludo era una pista de carrera, las fichas los autos y el número de dados que daban al arrojarlos significaba el nivel de velocidad que imprimían los autos, con los días aprendí del juego que no importa cuánto puedas acelerar o avanzar, a veces es más importante cuidarse de los obstáculos y construir trampas si quieres llegar primero, algo parecido al dibujo animado “Los autos locos”.  Me emocionó la idea y absorto en el insomnio planeé un juego de carreras en el tablero del ludo y con las piezas de ludo. Desde entonces, y por varios años, jugué en la clandestinidad. Sabía que mi madre y mis hermanos me veían jugar, preferían callar para no confirmar que me estaba volviendo loco. Disfruté tanto esos momentos que, con el paso del tiempo, me hice diestro en el juego, definí reglamentos, personajes, cree a los relatores e hice de cada carrera una historia peculiar, donde no era suficiente saber manejar o sacar buenos puntos con los dados ni siquiera ser inteligente; a veces, los modales, la trampa, la sospecha, el clima y el humor del día definían el rumbo de la competencia.

Mis dificultades de comunicación con otros niños y adolescentes, me llevaron también a jugar fútbol y básquet de acuerdo a mis propias reglas, los cachivaches de mi casa eran el arco y las canaletas el aro donde lanzaba las pequeñas pelotas.  Mi cama y la oscuridad eran el escenario donde creaba historias, sin hacer ruido sacaba debajo de la almohada mi pequeño jeep de plástico Land Rover, no era necesario verlo, suficiente con sentirlo en mis manos; con él, cuántos viajes habré hecho en días de lluvia, en caminos de tierra, atravesando bosques, cerros y ríos. Desde esos años, se me hizo costumbre cruzar las piernas mientras estoy sentado. Por ahí transitaban mi jeep rojo y las cajitas de té vacías, emulando a los micros que trepaban las angostas calles. Dejaba de hacer cualquier cosa por seguir jugando, ya que me resultaba difícil interrumpir el hilo de las historias. El final de cada una de ellas, comenzaba cuando los protagonistas dormían, tiempo en que expiraban las penas, las alegrías, las preocupaciones, el dolor, el sufrimiento y hasta los malos pensamientos, nadie puede evadir el sueño ni luchar contra su cuerpo The final cut.

A diferencia de aquellos años, hoy el ruido se apropia de todas las calles, no hay margen para caminar despacio, es como si el mundo nos empujara y alejara de los detalles que se cuelgan de las ventanas y el cielo, ya no hay tiempo para observar los árboles. Hoy, como cuando era niño, la música de Pink Floyd, Beethoven y William Ernesto Centellas me acompañan durante las vacaciones y son los únicos capaces de alejarme de las voces que gritan. Aún me ayudan a jugar con las palabras y narrar en silencio los pasajes que deambulan en mi caprichosa mente. 

Javier Calvo Vásquez

31 de diciembre de 2023

Comentarios

Entradas populares de este blog

CUANDO ESTÉ AFUERA

    Lo primero que hizo fue entrar al baño, se quitó la visera descolorida que llevaba la inscripción borrosa MIR-NM y el perfil de un gallo azul. Sí, se la quitó y la depositó en el tacho de basura. Subió lentamente la mirada y vio su rostro después de diez años. Cumplió la promesa de verse únicamente cuando esté afuera. Los párpados inflados parecían aplastar a los achinados ojos de color café que, al verlos detenidamente, distinguió el fluir de la sangre: Antorcha de fuego marchito que desespera ante el inminente vacío . Sus labios deshidratados perdieron el color, la forma y el deseo. El cuerpo famélico cubierto por la tiznada y erosionada piel. Dejó caer el pantalón de poliéster, la polera roja desteñida y el corpiño con elásticos deshilachados que reprimía a sus lánguidos senos.   El filo de la cadera desnuda había fugado del calzón percudido, quebrado y en desuso. Luego de verse por algunos minutos en el espejo, cerró los ojos, frunció los labios al expulsar una mueca de picardí

GUILLERMO FRANCOVICH

  “La gratitud primigenia es el deberse a otro”, sentenció Heidegger, al explicar que en la gratitud el alma recuerda lo que tiene y es. A. Constante (2005), sintetiza la idea al señalar que la gratitud no es más que el agradecimiento por la herencia recibida. “Gratitud es la respuesta al don recibido. El supremo don es aquello que somos, la dote que somos”.   De ahí, entendemos que la ingratitud es propia de los sin alma que, en el caso de Bolivia, se empeñan en confinar nombres que dedicaron su vida a la producción del pensamiento y a dejar frutos (hasta hoy disfrutados) en las instituciones donde les tocó servir, es el caso de Guillermo Francovich que su hazaña más grande no fue ser catedrático, rector, diplomático, ni recibir reconocimientos en muchas partes del planeta, no, su hazaña -como muy bien apunta H.C.F. Mancilla- son sus libros, a pesar de saber que la “colectividad boliviana recibía sus obras con un silencio de tumba”. Muchas investigaciones abordan el pensamiento de