Sus manos están erosionadas. Manchas
negras ondulan por sus huesos, dejan ver grietas extendidas; dedos temblorosos,
uñas largas y gruesas. Así la encontré.
Ella me enseñó a fumar, “como los
machos debes hacerlo”, decía, ponía el cigarrillo en los labios, cerraba los
ojos y aspiraba por largos segundos hasta que el último aliento abría un
pequeño espacio en la boca de donde escapaba el humo gris, se elevaba una
catarata desafiante a la gravedad. Las comisuras flexionadas mostraban una leve
sonrisa.
Rocío le decían sus amigos, pensé
que así se llamaba; pero no, una noche -en una de las acostumbradas caminatas
que solíamos hacer por la ciudad- me contó que sus padres la bautizaron como
Cecilia; pero, como en la escuela muchas se llamaban así, decidió presentarse
como Rocío.
-¿Cómo el rocío de la mañana? le
pregunté.
-No, más bien como la Rocío de
una película japonesa que vi cuando fui niña. Ella aprendió a tocar el violín después
de reconocer que su mente tenía un modo particular de asimilar la música: el
compás de su aprendizaje se dejaba llevar por otros ritmos y otros tiempos, así
imaginó lo que quería aprender. Antes, Rocío enfrentó el sueño de sus padres. La
inscribieron en las mejores escuelas de música, compraron el mejor violín, contrataron
un maestro particular que le enseñaba técnicas y lectura musical; con todo, cuanto
más la presionaban, menos avanzaba, se quedaba frente al violín horas y horas
tocando las mismas notas; a lo sumo, seguía el orden de los acordes y de las
escalas sin alcanzar la melodía ni el ritmo. El maestro sentenció que Rocío no tenía
aptitudes ni ganas de aprender, por lo que recomendó abandonar la ilusión de
tener una hija concertista. Por el contrario, ella continuó practicando, lo
hacía en los recovecos de su casa, en algún rincón del jardín, en el baño y en las
plazuelas. En una ocasión, mientras su imaginación pretendía reconocer el
sonido de cada nota que surcaba en las partituras de Bach, sintió que su cuerpo
flotaba en la infinita transparencia del cielo que la envolvía en una burbuja. Bullía
su sangre, temblaba, transpiraba frío, parecía agonizar. No, no era la epifanía
que la visitó, se trató de algo más importante: la materialidad de su cuerpo se
fusionó con su espíritu. Tomó el violín, observó cada detalle, acarició las
cuerdas, permitió que el olor de la madera ingrese en ella, sus ojos merodearon
el espesor del arco con el que friccionó suavemente las cuerdas que, de a poco,
moldeaban notas, acordes, ritmos, melodías, acompañados de eternos silencios y
acelerados compases. Su padre, del otro lado de la habitación, escuchó con
asombro la interpretación perfecta de La pasión según Mateo de Johann Sebastián
Bach. Luego de algunos días, su padre le susurró al oído “No tocarás cuando tú
quieras, así no funciona el mundo”.
Roció hizo del violín su barca que
la llevó al encuentro con los pequeños detalles que su memoria retenía: las
hojas amarillas que colgaban de los árboles, el brillo del agua que murmuraba
en el estanque, los juguetes abandonados en las guaridas del patio, el tímido
movimiento de las nubes, la soledad de las montañas, el bostezar de su perro,
el contemplar de su gato y el prisma del sol que se pierde al atardecer. Se
subía al violín para contemplar el mundo y explorar los recónditos misterios de
su vida. “Deja, déjalo salir, déjalo salir” repetía una y otra vez, entre tanto
la música se desprendía tímidamente hasta encontrar la fuerza de un torrente
que cubría todo lo que encontraba a su paso; de pronto se hacía calma, se hacía
brisa abandonada. Sin que sus padres interfieran, abandonó la escuela y los
círculos sociales. “La música me atrapó”, acostumbraba a decir cuando le
preguntaban sobre el porqué de su aislamiento. Cansada de memorizar las
partituras de los grandes maestros de la música, exploró el jazz, el blues, el
country, el funk, el tango, el rock y la bossa-nova. Esos nuevos sonidos le
enseñaron a componer y a cantar. Cuando su familia decidió partir a Inglaterra,
ella decidió quedarse en su casa ubicada en las afueras de Kyoto. En ese
tiempo, recibió muchas ofertas para integrar filarmónicas, orquestas de cámara
y aun a la Orquesta Sinfónica de Japón; empero, Rocío prefirió tocar en un
pequeño bar los jueves, viernes y sábado. La película termina con un
primer plano de sus labios, musitaban una vieja canción de Joni Mitchell “Both
sides now”. …solo son ilusiones sobre la
vida lo que recuerdo. En realidad, no conozco la vida… en absoluto.
Me contó muchísimas veces esa
historia y, siempre, al finalizar, volvía a decir que quería ser como esa Rocío,
“que escucha a su cuerpo, camina y muere a su ritmo”.
Como si se tratara de un ritual, también
le preguntaba ¿cómo se escucha al cuerpo y al espíritu? Ella pensaba que había
que imitar al río que, ante su desborde, oculta su rostro detrás del lodo y las
piedras; después, llega el silencio y se hace transparente, muestra entonces lo
que es y lo que protege.
-No lo digo yo, lo dice el Buda, -precisaba
Rocío, entretanto encendía el cigarrillo-, solo cuando callamos podemos
observar lo que está en nosotros, -me decía sin mirarme a los ojos.
Reconozco no haber sido digno de
su desafío, porque al contemplar el trasluz de su vida, perdí de vista al color
de mi rostro y el olor de mis quebrantos.
Juntos esquivamos la
convencionalidad de la tosca juventud, rehuimos el mal gusto de quienes corean
versos que no llevan a ningún lado, combatimos el ruido de las palabras dislocadas,
a la vulgaridad, de la moda, a la endogamia intelectual y religiosa. “La
embriaguez nos saca de nosotros”, decíamos; preferíamos caminar por las laderas,
donde solo nos persiguen los perros y los gatos; desde ahí veíamos a la ciudad
con soberbia y desdén. Las oscuras plazuelas eran nuestro descanso, Rocío se
subía a los árboles para contemplar el sueño de los pájaros; yo, con la mirada
congelada en la angosta calle que bifurcaba su destino.
Cuando llegó la época de trabajar
para vivir, ella tuvo mejor suerte, fue telefonista en un banco, únicamente
saludaba y se despedía del interlocutor del mismo modo. Yo no amaba mi trabajo
porque estaba obligado a soportar la improvisación, el desorden, la banalidad,
la conversación frívola y desentonada de mis compañeros.
Los lunes, miércoles y viernes la
esperaba en la puerta de su trabajo, Rocío me recogía los martes y jueves. Siempre
caminamos debajo del mismo balcón, fumábamos no más de cinco cigarrillos,
esquivamos a los compañeros de la universidad y preferimos cantar cuando ya no
teníamos qué decir. La rutina fue el armazón que nos protegía, pero también fue
el boleto que nos aisló de todo aquel que no vislumbraba el color de nuestras
palabras subversivas. Los recuerdos se convertían en látigos que cubrían la
sangre efervescente. Así llegamos al final; yo, cansado de mí, Rocía, alegre de
ser profana.
Durante más de diez años
emprendimos el habitual recorrido, hasta las mudas despedidas respetaban el
mismo protocolo: cuando ya no distinguíamos los detalles tendidos en las
aceras, cuando ya no escuchábamos el balbuceo de los transeúntes o cuando las
canciones parecían sosas y mudas; entonces como máquinas programadas,
llegábamos a la plaza España desde donde cada quien partía de prisa a
esconderse en su casa.
En una oportunidad, después de cantar el tango Malena “Tu canción tiene el frío del último
encuentro. Tu canción se hace amarga en la sal del recuerdo…”, le dije que la amaba, Rocío lanzó una carcajada que casi se atraganta con el cigarrillo, me
abrazó tan profundamente que provocó que mi cuerpo se transforme en espuma y
mis labios se arriesguen al volver a decir “Te amo”. Agarró mis manos, las besó
despacio y se alejó.
Sin su presencia, nunca más
intenté escuchar a mi cuerpo, me hice un hombre que se deja llevar por las
etiquetas que ufanan ser ciertas; con la careta encima quise seguir a los
demás. Ahora, no estoy seguro si decir te amo es el precio de la condena o, más
bien, es el boleto para pedir que se aleje y me deje en libertad. Comprendí con
el tiempo que decir te amo, decir te quiero son simples verbos de conquista, de
avasallamiento.
Después de muchos años la
encontré en la Plaza España, me senté a su lado; distinguí a mi barba cansada,
a las arrugadas de mi rostro y al temblar de mis manos. Su blanca cabellera mantiene
el brillo desordenado, sus piernas desnudas flacuchentas aún provocan la
palidez del deseo, …su mirada se confunde con el humo del cigarrillo.
-Así fuman los machos, -dijo- y
comenzó a reír. Supe entonces que la había encontrado. Mi cabeza descansó en su
hombro y cantamos quedito una antigua canción de Leonard Cohen, So long
Marianne, “… hasta luego Marianne, es
tiempo de que comencemos a reírnos y a llorar, llorar y reírnos de todo otra
vez”.
Javier Calvo Vásquez
15 de septiembre de 2024
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